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Apuntes sobre la traducción y algunas otras cosas por el estilo

Ante un cuento de Miranda July

"Traducir es amar. Que leer es amar, es desear. Leer es ser amado por el texto y ser, a la vez, leído. Y amar es traducir. Y es ser traducido, también. Para amar, para viajar, para leer, para escribir y para traducir, no hay mapa que valga, no hay posibilidad de ubicar con el dedo, en un dibujo, dónde está uno parado"

Por Virginia Cosin.

Hace unos días mi novio y yo leímos un cuento, hasta ahora inédito, de Miranda July, que salió publicado en el último número de The New Yorker. Mientras yo seguía el texto en inglés, él traducía al castellano.

Es uno de esos cuentos que tienen una trama, en los que hay acciones, suceden cosas, se puede identificar a los personajes, la estructura es clara, incluso se puede dividir en escenas. Y sin embargo, si intentara hacer un resumen, si quisiera explicarlo, dar cuenta de qué trata, creo que no podría. Porque lo que en verdad ocurre en el cuento, no se dice.

En una entrevista Miranda July cuenta que escribió el relato a partir de un encargo. Su marido le había regalado un libro de la fotógrafa Friedl Kubelka, de quien se enamoró después de admirar sus obras. En cierto momento decidió ponerse en contacto con ella y le propuso una serie de intercambios por Skype cuyo fin era no sólo mantener algunas conversaciones, sino también hacer de éstas una obra performática. Un tiempo después, Kubelka le pidió a July si podía, para el catálogo de su próxima muestra, escribir un relato. ¿Estás loca? Pensó responder. ¿Vos sabés lo que cuesta escribir un cuento? Pero en lugar de negarse, le dijo que si. Y una vez que puso manos a la obra, comprobó que escribir ese cuento le resultaba mucho más difícil de lo que había pensado, incluso cuando ya había pensado que sería muy difícil. No fue hasta que Kubelka le regaló una de sus fotos, que Miranda pudo empezar a escribirlo. Terminarlo, le llevó tres años.

En la foto, un hombre y un nene, sentados a la mesa de un comedor, miran en dirección al culo de una mujer, que está de espaldas y desnuda. “El Bowl de metal” empieza así: Él separó las dos nalgas de mi culo y les habló directamente: “huyan conmigo, chicas.” Susurró. “Ella no entiende nuestro amor.”

En el cuento hay un matrimonio, un hijo pequeño, un juego de sábanas arruinadas por manchas de sangre menstrual, una filmación amateur de un video porno y un vecino. Ésos son los ingredientes con los que Miranda July arma un cocktail que, cuando sirve, se bebe como almíbar. Un resabio dulce, que se desprende de una fruta expuesta a altas temperaturas, y exprimida. El cuento no da ninguna respuesta sobre nada. Sólo abre preguntas: ¿qué es al amor? ¿Qué es el amor en el matrimonio? ¿En qué se convierte esa ansiedad por el otro cuando el otro está, día tras día, a tu lado? ¿Qué es de esa incertidumbre cuando se vuelve certeza? ¿Se puede saber todo del otro? ¿Se llega a conocer a quién se ama?

El año pasado viajé a Providence, un pueblito de EEUU, a visitar a mi novio, que estaba ahí dando un curso en la Universidad de Brown. Hacía muy poco que salíamos. Durante nuestra primera cita, me dijo: en más o menos tres meses me voy a tener que ir por medio año. Se acababa de enterar de que su aplicación había sido aceptada. Él se había divorciado hacía poco, yo había terminado una relación de esas que te hacen bajar la persiana y poner el cartelito de CERRADO POR TIEMPO INDETERMINADO hacía dos años. Era la primera vez en ese período que alguien me gustaba y me hacía creer que, entonces sí, quizás, me volviera a enamorar. Vivimos un especie de noviazgo acelerado durante el tiempo que teníamos para estar juntos hasta que él tuviera que viajar: nos hicimos declaraciones de amor, conocimos a nuestras respectivas familias y amigos, nos fuimos dos veces a la costa, discutimos, y también peleamos; algunas peleas fueron leves, otras, de como 9,5 en la escala Richter del conflicto amoroso. Así y todo, mantuvimos nuestra relación a distancia durante cuatro meses más y, después, fui para allá.

Nunca me gustó mucho viajar. Cuando lo decía en una conversación al pasar, siempre me miraban con cara extrañada. ¿A quién no le gusta viajar? Aparte de Pessoa, que decía eso de que “La idea de viajar me produce náuseas”, no conozco a mucha más gente que prefiera quedarse en su casa antes que subirse a un avión. Siempre fui lo suficientemente feliz (y también todo lo infeliz que se puede ser) en mi casa, con un libro, una película. Nunca sentí la necesidad de ir demasiado lejos; podía admirar la arquitectura de las casas de mi barrio, o de algún otro al que se accediera en colectivo, ver magníficas muestras de arte que llegan de otros países a nuestros museos, películas de cualquier país del mundo en los festivales de cine de los que que en Buenos Aires hay decenas por año, y también danza y teatro de aquí y de allá. Incluso siempre tuve la sensación de que nunca llegaba a ver todo lo que esta ciudad ofrecía. ¿Para qué, entonces, ir más lejos?

Las pocas veces que había estado en el extranjero me había sentido siempre perdida, extremadamente dependiente de mi acompañante, incapaz de orientarme y, lo que era más preocupante, de leer un mapa. Geografía había sido, junto con matemáticas, mi materia más problemática en el colegio. Carezco de esa clase de poder de abstracción: no hay manera de que mi cerebro traduzca que ese pedacito dibujado en un papel es la representación a otra escala de un lugar que yo podría estar pisando. No entiendo cuando un mapa está al derecho o al revés, no sé cómo se hace para distinguir el este del oeste.

Pero cuando llegué a Providence experimenté una clase de felicidad que no esperaba. Durante los pocos viajes que había hecho antes, había estado demasiado preocupada por no perderme, tan atenta, tan alerta, que no había podido disfrutar de esa sensación que ahora sí tenía, mezclada con la felicidad del reencuentro, de poder jugar a ser un poco otra. Esto de cambiar de decorado tenía su gracia, y si me relajaba, esa adherencia de mí en mí se alivianaba, dejaba un espacio entre la que yo era y la que podía ser.

Una mañana alquilamos un auto y nos fuimos a Boston y a Cambridge, donde está la universidad de Harvard. En Boston nacieron o vivieron varios y varias de mis poetas favoritos. Harvard parece un decorado de ficción, porque, como todo EEUU, pertenece más al imaginario compuesto por todas las películas que una vio, que a la realidad. Es extrañísima la sensación de estar en un lugar que uno visita por primera vez, pero que al mismo tiempo ya conoce.

En Cambridge entramos en una librería -una de las cosas que, descubrí, más me gusta hacer estando de viaje, es visitar librerías- en la que nos quedamos como una hora paseando por entre los anaqueles y hojeando libros. Mi novio eligió un libro en cuya tapa había una ilustración de una mujer sentada en un banco, con varios libros apilados a su lado, mirando hacia el espectador de modo desafiante, para regalarme. El título era: Women Who Read Are Dangerous. Yo decidí llevar, aunque mi conocimiento del inglés no alcanza para leer un libro entero sin desesperar en el intento, uno que me llamó especialmente la atención, y estaba sobre una de las mesas de novedades. En la tapa, azul, se imprimía, de forma desordenada, el título en letras naranjas: Cities I've never lived in. El nombre de la autora, también en naranja: Sara Majka. En la solapa decía que era su primer libro publicado. Lo abrí y leí el primer párrafo del primer cuento: “Maybe ten or eleven years ago, when I was in the middle of a divorce from a man I still loved, I took the train into the city. We were both moving often during this time, as if it were the best solution to a shattered life: to move from place to place, trying to thread together, if not our marriage and our lives, then something in ourselves.” No sé si entendí por completo lo que leía, no hubiera sido capaz de traducirlo palabra por palabra, pero supe, con una certeza absoluta, que ese libro era para mí.

Cuando volvimos a nuestra casita de sueño en Providence empecé a leerle, con mi inglés tarzanesco, el cuento a mi novio, y a preguntarle qué significaba tal o cual palabra, cómo traduciría esta o aquella expresión, y pronto nos encontramos abocados a la tarea -primero de forma casual y luego con el propósito explícito- de traducirlo entero. Nos sentábamos cada uno con su computadora sobre el regazo o frente a frente en una mesa, mientras alguno de los dos leía algún fragmento y conjeturábamos posibles traducciones. Algunos párrafos que sonaban hermosos en inglés, perdían su gracia cuando intentábamos trasladarlo fielmente a nuestra lengua, de modo que por largos ratos discutíamos acerca de cuánto más riesgoso o necesario era traicionar a la autora cambiando o suprimiendo algunas palabras, o incluso frases de su texto, en función de conservar algo de su espíritu.

En uno de sus brevísimos cuentos Lydia Davis escribe: “Michel Butor dice que viajar es escribir, porque viajar es leer. Es una frase que podemos desarrollar: escribir es viajar, escribir es leer, leer es escribir, y leer es viajar. Pero George Steiner dice que traducir es también leer, y que traducir es escribir, como escribir es traducir y leer es traducir. Así que podemos decir: traducir es viajar y viajar es traducir.”

Puedo, después de haber viajado, leído y traducido, acordar con cada una de estas afirmaciones. Pero, además, puedo agregar que traducir es amar. Que leer es amar, es desear. Leer es ser amado por el texto y ser, a la vez, leído. Y amar es traducir. Y es ser traducido, también. Para amar, para viajar, para leer, para escribir y para traducir, no hay mapa que valga, no hay posibilidad de ubicar con el dedo, en un dibujo, dónde está uno parado. Más vale perderse, intentar ubicarse cuando aparece alguna señal, y volver a perderse cuando ésta desaparece. Y quedarse en el lugar, a oscuras, hasta perder el miedo.

Tengo tantas dificultades para orientarme en cuatro dimensiones a partir de un plano, como limitaciones para comprender un texto literario en un idioma que no es el mío. Puedo entender el significado de la mayoría de las palabras, incluso las estructuras gramaticales, pero, aún así, algo de su constitución, de su materia, se me escapa. Si mi novio no hubiera traducido el cuento de Miranda July, ese sábado a la mañana en el que lo leíamos mientras desayunábamos, en piyamas, creo que no habría podido realmente leerlo, es decir, interpretarlo.

La narradora dice, en un momento: “A veces mi amor por él es tan intenso que me metería gateando dentro suyo. Quiero que esté embarazado de mí y nunca me de a luz, que me deje adentro. Otras veces me pregunto ¿Quién es este tipo? ¿Y qué hace en mi casa? Cuando se me nota en la cara que estoy pensando eso, él levanta su mano y dice: “Hola, yo soy Alex. Tu marido.”

Y, un poco más adelante: “Habíamos pasado años cavando un túnel uno hacia el otro. Era un trabajo duro, pero la idea era que al final nuestros dos túneles se conectarían. Cruzaríamos ¡aleluya!, finalmente, costras de arcilla en las manos, ¡nos agarraríamos! y estaríamos juntos, realmente juntos, por el resto de nuestras vidas. Mientras que cada uno cavara lo más fuerte y más rápido que pudiera, todo se arreglaría. Pero, por supuesto, ninguno de los dos estaba seguro de cómo le estaba yendo al otro con la excavación. Uno de nosotros podía haber estado cavando tenazmente hacia la otra persona mientras que la otra persona viraba en otra dirección. Esa otra persona podía ni siquiera haberse dado cuenta de cuánto se había desviado del camino. Uno de nosotros podía haber pasado semanas enojado cavando derecho hacia abajo y luego tratado de retomar el rumbo pero ahora, honestamente, sin la más pálida idea de hacia dónde ir. Podríamos cruzar –¡Aleluya!— para descubrir que estamos agarrando la mano sucia de un extraño. ¿Qué hacer entonces?”

Mi novio y yo coincidimos en que era uno de los mejores cuentos que habíamos leído en mucho tiempo. Nos maravilló que fuera tan simple y, a la vez, tan complejo. Que estuviera escrito con gracia y sentido del humor y hablara con honestidad descarnada. Que pusiera palabras ahí donde antes no había nada y eso que no había tenido nombre hasta entonces, ahora se podía decir. A partir de este momento, quizás, en una discusión, o ante un malentendido, podríamos decirnos cosas como: estás cavando para el otro lado, o: estás debajo del túnel agarrando la mano de un extraño.

(Agradezco a Marcelo Leiras la traducción de los fragmentos de El Bowl de Metal, de Miranda July, que cito en esta nota.)

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