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Argentina y una literatura en aflicción

Por Jorge Monteleone

Compartimos el arranque del gran volumen dirigido por Noé Jitrik, Historia crítica de la literatura argentina (Emecé), un tomo imprescindible para pensar nuestros estantes. 

Por Jorge Monteleone.

 

¿Qué es el presente? El relámpago. El súbito resplandor que ilumina el tiempo que transcurre y que vuelve único el instante cargado con la luz del sentido. El presente es la autoconciencia de la actualidad en su acontecer antes que la anomia de lo pasajero, que carece de forma. Pero ese relámpago ilumina en ese instante del ahora aquello mismo que conforma su propio resplandor: lo que ha sido. Otra vez Walter Benjamin, víctima y testigo del horror de la historia, acude en nuestro auxilio: en la imagen que relampaguea en el ahora de lo cognoscible es preciso captar lo que ha sido y eso, solo eso puede salvarlo. Pero no es posible captarlo en una mera reconstrucción documental, como «verdaderamente ha sido», como si el pasado fuera inmóvil y acudiéramos a él en figuras cristalizadas para siempre: adueñarse del pasado es captarlo en un relámpago del presente. Y como dice Benjamin en las Tesis de filosofía de la historia, articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Se trata de adueñarse de un recuerdo «tal como este relampaguea en un instante de peligro». Ese es el único modo de salvar —de redimir— incluso a los muertos: «porque ni siquiera los muertos están a salvo del enemigo, si este vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer».1

¿Cuál es ese instante de peligro para este presente de la comprensión, con todas las precariedades de su ceguera, las limitaciones de su mirada y la posible lucidez de lo proyectado? En los últimos meses en los cuales se escribía este último volumen de la Historia Crítica de la Literatura Argentina siguen extrayendo e identificando en el llamado Pozo de Vargas, situado en el departamento de Tafí Viejo de la provincia de Tucumán, los restos de unos 140 detenidos-desaparecidos que fueron arrojados a esa fosa común entre el año 1975 —durante el llamado «Operativo Independencia»— y el año 1979, como resultado del plan sistemático de exterminio de la dictadura argentina del período 1976-1983. Muchos de esos cuerpos permanecieron desaparecidos durante cuarenta años y hasta hoy el Pozo de Vargas es el sitio en el que se identicaron más restos de todos los sitios de inhumaciones clandestinas hallados en la Argentina. El pozo tiene cuarenta metros de profundidad y tres metros de diámetro; las excavaciones, que tardaron años, debieron atravesar el montículo de tierra formado, escombros de mampostería, botellas trituradas, desechos ferroviarios, piedras y metales y al fin napas de agua, hasta llegar a los veinte metros donde aparecieron los primeros huesos para descubrir de a poco, entre las toneladas de basura que los ocultaban, cuerpos torturados y baleados, a veces arrojados solos o en bolsas, aplastados y quemados y astillados. Los peritos tardaron quince años en llegar allí y a fines de 2017 todavía faltaba explorar varios metros para llegar al fondo.2

Como ese hondo pozo en la tierra que descubre los cuerpos ocultados, como ese agujero oscuro que atraviesa tal un puntazo profundo la supercie, huella, herida, punción, desgarramiento, así el escándalo del genocidio en la desaparición forzosa de personas ha condicionado para siempre la vida sociohistórica de la Argentina de las últimas décadas. Obra a la vez como presente y como memoria que no puede agotarse en un trabajo de duelo, sino en el vivo acto de una aicción sin término visible. Lo que ha sido no puede ser sepultado y aparece otra vez como presente en el relámpago de una redención que no consiste en el perdón ni en el olvido, sino en un activo re-conocimiento.

Ese agujero que no puede suturarse supuso también una afección en la lengua. Como todo genocidio, el Estado terrorista argentino fue acompañado de una discursividad que proporcionaba el relato para sustentar una especie de ratio instrumental del crimen punitivo. La clandestinidad de la desaparición que invisibilizaba proseguía en el sostenimiento de una palabra instauradora, desde el sedicente nombre «Proceso de Reorganización Nacional» hasta la aberrante declaración de Videla: «[un desaparecido] es una incógnita, un desaparecido no tiene entidad, no está: ni vivo ni muerto, está desaparecido». El contradiscurso no consistía entonces en realizar un trabajo de duelo sino inscribir con el nombre un trauma, sostener una aicción e historizarla. Las Madres de Plaza de Mayo, observó Jorge Jinkis, «inscriben lo ocurrido, lo que ocurre, como trauma».3 Esa repetición temporal —lo que ha ocurrido, lo que ocurre— obra en la doble escena de pasado y del presente imbricados. En la medida en que el acontecimiento «desaparecido» es el «signicante [que] nos representa, él está donde nosotros (“argentinos”) faltamos, y la vergüenza que produce revela esta identicación» —como señaló Jinkis—, entonces el presente de lo acontecido no puede ser sino la escritura de esa falta, menos como sutura que como persistencia y resistencia.

La literatura es uno de los lugares más propicios para realizar ese acto y fue por ello, en ese acontecimiento traumático, el nombrado lugar de la aicción. Este volumen habla de estas cuestiones y en consecuencia su contenido no es un catálogo ni una enciclopedia, sino una reexión abierta, plural y articulada de esas escrituras de la aicción y el trauma que se producen durante la dictadura y la posdictadura y que, en este presente, todavía signican a la vez como memoria y profecía.

Valgan tres ejemplos. En aquel poema emblemático de la época, «Cadáveres», de Néstor Perlongher, publicado en 1982, durante la dictadura, hay un enunciado repetido «Hay Cadáveres» y un enunciado nal «No hay cadáveres». El poema atestigua pasado y presente en el ahora de la lectura como un duelo invertido: no lo resuelve, lo aviva. Los cadáveres ocultos en el pozo clandestino se inscriben como signicante negado («No hay cadáveres») pero antes retornan como una repetición rítmica del verso «Hay Cadáveres» cincuenta y cuatro veces, en una irisación de signicantes. Alberto Laiseca escribió el extravagante cuento «El jardín de los monstruos magnetofónicos» aparecido en 1982 en Matando enanos a garrotazos, en el cual se narra con un alto grado de literalidad la plani- cación del exterminio en un campo de concentración, apenas disimulado en una representación delirante —que, sin embargo, no deja de ser alegórica— sobre aquello que también ocurría efectivamente durante la dictadura y que ninguno de los numerosos vigilantes y censores del aparato estatal detectó por entonces: el texto de Laiseca especula sobre la instrumentación cuanticable de la represión y menciona amenazas de tortura, interrogatorios y «vivisecciones de prisioneras». El cuento de Fogwill «Los pasajeros del tren de la noche» habla sobre la espera y aparición de los soldados espectrales a los que se creía muertos y que parecen regresar de una guerra en los trenes que arribaban a un pequeño pueblo de la provincia, escrito en clave fantástica y también alegórica. Fogwill lo escribió a nes de 1980 y lo entregó en marzo de 1982 para ser publicado en su libro Música japonesa, es decir, un mes antes de la guerra de Malvinas, durante la cual escribió la novela Los pichiciegos. Sin embargo, al ser publicado, era inevitable leer el cuento como una alusión directa a la guerra. Fogwill declaró, muchos años después: «La guerra vino a estropear el efecto esperado de una alegoría de las marchas de los jueves [de las Madres] de Plaza de Mayo». Ello signica que la alusión a la «guerra» no es a la guerra de Malvinas, la guerra «limpia» de la dictadura, sino a la «guerra sucia», con la cual los represores justicaron el terrorismo de Estado. Pero, en verdad, la ambigüedad o confusión, que el propio Fogwill leyó como inecacia de un efecto de sentido, revelaba la agudeza prospectiva y a la vez inmediata del escenario social que producía una literatura en aicción. El cuento pudo ser leído retrospectivamente como referido a los soldados fantasmales que regresan de la guerra de Malvinas, cuando, sin embargo, al ser escrito, la guerra estaba a punto de ocurrir. El cuento narraba el futuro inmediato bajo la forma de una alegoría, en el instante mismo en que los hechos históricos se desencadenban. Su texto refería aquel paso que analizó implacablemente León Rozitchner acerca del pasaje de la «guerra sucia» a la «guerra limpia», con las reexiones realizadas durante el desarrollo de la guerra de Malvinas, en 1982, sin conocer su resultado e incluso polemizando con intelectuales argentinos que vindicaron la guerra desde el exilio como un acto anticolonialista: «la guerra de las Malvinas fue ese intento de pasar de lo uno a lo otro, de la “guerra sucia” a la “guerra limpia”; a la guerra que limpie la abyección (…).

»Entonces ese mismo ejército, y esas mismas cabezas, y con esa misma inscripción, quiso realizar una salida salvadora hacia el exterior, abrir un anco simbólico en el interior del enemigo interno, el propio pueblo, quiero decir romper el cerco que los había cercado por sus propias consecuencias en el interior del propio territorio que creían sometido, porque presentían que el poder del pueblo se unía a los fantasmas de los asesinados y de los muertos».4 Esos son los mismos fantasmas y el mismo pueblo del cuento de Fogwill y por ello el efecto no se anula: los pasajeros del tren de la noche pueden ser leídos a la luz de esa doble faz de la que hablaba Rozitchner.

El resurgimiento de la democracia argentina en diciembre de 1983 y desplegada desde 1984 con numerosos avances y retrocesos hasta el cambio de siglo (cuando se produce la crisis institucional de 2001) tuvo aquel hecho traumático como fondo ominoso y su contracara fue el proyecto económico que la misma dictadura impuso y cuyo modelo neoliberal, sostenido en los años ochenta por los poderes centrales de Occidente con las políticas económicas derivadas del Consenso de Washington, provocó aquello que el economista Joseph Stiglitz —retomando una ironía del magnate George Soros sobre la economía de Ronald Reagan— llamó «fundamentalismo de mercado» y que la globalización no hizo más que profundizar. Ese fundamentalismo, que destruyó el aparato productivo nacional con sus secuelas de fuerte endeudamiento externo, ajustes estructurales, aumento de la pobreza y la desocupación, contextos inacionarios y devaluaciones, marcó, condicionó y procuró disciplinar los sucesivos años de la democracia especialmente en la década del noventa, con retornos en nuestros días. Una literatura en aicción también constata, narra o atestigua esa paradoja: el fundamentalismo de mercado no fue derrotado con el final de la dictadura mientras sus víctimas, los muertos, «pesan como una pesadilla sobre la conciencia de los vivos. No obstante, existen en tiempo presente».5 Una literatura en aicción obra en ese contexto aquello que Héctor Libertella expuso con suma ironía en El árbol de Saussure, publicado en 2000 y armándolo como un verdadero escritor del siglo XXI: el espejismo o la verdadera imposibilidad de una literatura «para el mercado» toda vez que esa literatura es radicalmente singular y dirigida a n de cuentas, cada vez, a un lector único: «La identicación amorosa en el mercado, esa relación entre un artista y un público se produce, sabemos, al menudeo: más grande será la devolución económica cuanto mejor imite el autor a mayor cantidad de pequeños clientes, cuanto mejor se anticipe a ellos para devolverles su voz —por eso al artista popular, en la Aldea, se lo llama portavoz. El loro del ghetto parece, en cambio, decir: “Allí donde hay un interlocutor, un solo interlocutor, allí se constituye un mercado”».6 La literatura del período de la dictadura y la posdictadura se halla en aicción porque testimonia esa encrucijada: el trauma del acontecimiento de la «desaparición» en el terrorismo de Estado y el triunfo del fundamentalismo de mercado como condicionamiento y límite fáctico de las democracias latinoamericanas. ¿Cómo narrar la experiencia de la aicción en un duelo que resiste y que va adquiriendo otros sentidos como efectos colaterales del trauma? ¿Cómo nombrar, por ejemplo, la precarización de la Argentina y la aparición de nuevos sujetos sociales que atraviesan las ciudades: los cartoneros, los piqueteros, las multitudes, y cómo narrar su irónico reverso: el acendrado egotismo, el refugio autotélico del yo?

¿Cómo trazar nuevas fronteras o diseminar el adentro y el afuera de lo literario para decir el presente? ¿Qué lenguajes ritman los cuerpos que aparecen como epifanías de nuevos protagonismos en el foro público con las diversas luchas de género que vindican las mujeres, y las luchas de minorías sexuales, de grupos étnicos, de comunidades minoritarias, de subalternos, de inmigrantes? ¿Cómo mirar otra vez, cómo alcanzar el sentido de la experiencia, cómo diferenciarse de una generación a otra en la percepción del mundo, cómo destronar la noción misma de literatura y disolverla en un continuo o bien, a la inversa, literaturizarlo todo como una resistencia al lugar común? ¿cómo dinamitar el canon y rehacerlo otra vez cuando los grandes maestros literarios están muriendo? La literatura argentina de estos tiempos atravesó esas preguntas, y muchas otras no formuladas aquí. Incluso las inventó.

Este volumen del presente y el pasado nunca quiso ser enciclopedista, como anticipamos, sino plantear algunas de esas preguntas o sus problemáticas: traza relaciones, pertenencias, cruces, perspectivas y padece por inercia, al mismo tiempo que deserta por convicción, de la múltiple arbitrariedad de lo inmediato. Aunque sabe que aquello que ahora magnica con una lente excesiva puede ser, cuando lea estas líneas un lector de otro mundo cultural ya muy alejado de este tiempo relativo, una brevísima referencia, ese desvío no cuenta aquí para el estudio ya que acaso sea un falso problema. Lo que hallará el lector en estas páginas es una radiografía parcial, de lo dado y de lo que ha sido, en el acontecer del presente. En un artículo de este volumen de historia literaria que la abisma en espejo, Raúl Antelo —inspirado por un hallazgo de Julio Schvartzman en Letras gauchas, inspirado a su vez por una invención de Borges— imagina la historia de la literatura argentina como un hrön, ese objeto ideal de Tlön que permite interrogar y modicar el pasado: «sería ingenuo, sin duda, pensar que esa condición exhausta de la historia literaria y de la autonomía estética fuera sucesiva o posterior a ellas. No hay suceder sino coexistencia de diversos pasados en el presente», escribe Antelo. En esa temporalidad, cada crítico traza también sus mapas y la cartografía del período cubre espacios fragmentados.

El diseño de este volumen para contener esas perspectivas parte del trauma antes señalado: se inicia con la reexión sobre la memoria del genocidio, las versiones ficcionales de la dictadura, el tiempo de la derrota y el derrotero del exilio, así como la radical experiencia enfrentada de la militancia política y sus relatos, junto a los modos de historizar —y reformular crítica y a veces dramáticamente— los años setenta en clave (auto)reflexiva.

Continúa con una primera inexión cronológica en la literatura de la posdictadura. Hay dioramas de narrativas contemporáneas en disputas estéticas hasta la aparición de dos nuevas generaciones: los que fueron niños durante la dictadura o los que fueron hijos de aquellos militantes o de aquellas víctimas, como artistas de la memoria que incluso se permiten el sarcasmo. Esta horizontalidad de la historia aparece puntuada por otras dimensiones culturales y también económicas que se denieron en los noventa: las narrativas acerca de los sujetos sociales de las villas en la urbe o las representaciones ficcionales de la precarización económica que hizo presa de los cuerpos.

La cuestión del mercado no solo obra en ese plano sino también en los modos de circulación de la literatura, sus modos de aparición, sus estrategias para dar cuenta, para lo contable y lo incontable, incluso para contar el pasado más remoto como atajo de lo acuciante: la tensión de lo literario entre su inactualidad y la coyuntura; en su lugar de enunciación descentralizado —a veces literalmente en la región, en la «zona»—; en la herencia de una tradición que a la vez se consolida y luego se deshace en el tiempo con la muerte sucesiva de Borges, de Silvina Ocampo, de Cortázar, de Bioy Casares, de Osvaldo y Leónidas Lamborghini, de Olga Orozco, de Bignozzi, de Viñas, de Gelman, de Puig, de Saer, de Piglia, de Fogwill, de Laiseca, de Padeletti, de Pezzoni, de Ludmer, entre tantos otros referentes 

Continúa con la descripción y análisis, incluso minucioso, de diversas especificidades, a través de esos prismas que suponen las poéticas: la poesía en un arco amplio de la dictadura a la democracia, en las revistas y en los textos, pero también la poesía por otros medios, en otros soportes completamente novedosos en su confluencia con la tecnología que también produce en este período nuevos patrones perceptivos antes impensables. O bien la confluencia o el retorno en la época de las autoficciones y las narrativas del yo, o el extraordinario desarrollo de la literatura policial argentina que debe lidiar en el contexto histórico con la malversación de los lugares del criminal y de la ley.

Pero también la literatura encarna en el proyecto personal de escritores que pueden crear con sus textos otra tradición en nuevas figuraciones: Juan José Saer, Juan Gelman, Alberto Laiseca, César Aira como ejemplos posibles que entre otros son examinados. En fin una literatura en afliicción también emerge como huella, reminiscencia, relato, ritmo, encarnación en otros formatos que pueden reinterpretar el presente y que encuentra en ellos las formas diaspóricas de lo literario que cruza sus propias fronteras y diluye su autonomía: el teatro, el cine, la historieta, la canción popular.

¿Qué es el presente? Ahora mismo, mientras este volumen se cierra en una materialidad viva y mutable que es la literatura argentina y que ni siquiera puede contener, el presente se precipita hacia el tiempo de aquel que ahora mismo lee. Porque todo proyecto tiene un sentido. Y en ese acto de lectura retorna la busca incesante de dar sentido, que hace de este proyecto —lanzado hacia el pasado y el futuro cuando lo que naliza es en verdad una suspensión que otros como nosotros continúan— una experiencia colectiva de autocomprensión cultural, ese relámpago que en la precariedad o la ruina aún resplandece.

 

 

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1 Walter Benjamin, Ensayos escogidos, trad. de H. A. Murena, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2010.

2. Véase la crónica de Pablo Calvo, «El pozo del inerno: 140 cuerpos torturados y la dura tarea de reconstruir la verdad», en Viva, suplemento dominical del diario Clarín, Buenos Aires, 18 de noviembre de 2017. En línea: https: //www. clarin. com/viva/pozo-inerno-140-cuerpos-torturados-dura-tarea-reconstruir-verdad_0_ HytUL-c1M. html

3 Jorge Jinkis, «Sterben Sie?, Sterben Sie?, Sterben Sie?», Conjetural, 44, Buenos Aires.

4 León Rozitchner, Las Malvinas: de la «guerra sucia» a la «guerra limpia», Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1985.

5 Silvia Schwärzbock, Los espantos. Estética y posdictadura, Buenos Aires, Los cuarenta Rios, 2016.

6 Héctor Libertella, El árbol de Saussure. Una utopía, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2000.

 

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