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El ruido del tiempo, de Julian Barnes

Cruza de ensayo y ficción, la nueva novela del escritor inglés Julian Barnes gira alrededor de Dmitri Shostakóvich, "el famoso músico ruso que tuvo que lidiar con el estalinismo para convertirse, un poco a su pesar, en el compositor soviético por excelencia". Una lectura de Nacho Damiano.

Por Nacho Damiano.

“Lo único que sabía era que aquél era el peor momento”. Así empieza El ruido del tiempo, la decimosegunda (lo específico del número es porque la prolificidad siempre es destacable) novela de Julian Barnes. Un comienzo poderoso, que libera endorfinas, que genera que sólo se quiera seguir leyendo para saber cómo sigue la historia. La capacidad del inglés para armar escenas potentes y recordables está intacta. A continuación, quien se haya embelesado por esas once palabras conocerá la historia de Dmitri Shostakóvich, el famoso músico ruso que tuvo que lidiar con el Stalinismo para convertirse, un poco a su pesar, en el compositor soviético por excelencia.

La novela está organizada partiendo de tres sucesos específicos que distan aproximadamente unos 10 años entre sí, que se convierten en mojones útiles para narrar la vida entera de una persona. La estructura está plagada de flashbacks, generando una narración circular en la que, como no puede ser de otro modo, cada vez que se vuelve a uno de esos sucesos en otro momento de la vida, los recuerdos mutan, se modifican y, a veces, incluso, se pierden. ¿Cómo narrar la niñez, juventud, madurez y vejez de un personaje? ¿Es posible mostrar la forma en la que se resignifican los sucesos con el tiempo, la manera en la que un hecho tiene una implicancia determinante en un momento de la vida pero el recuerdo de ese hecho cambia por completo en otro? Sí, es posible. Lo único necesario es tener talento. Y oído. Y Barnes tiene ambos atributos.

Como ya es habitual en la obra del inglés, sus textos ficcionales tienen algo de ensayo (y viceversa). En este caso, la cuestión que está en primer plano es la relación entre el artista y el poder (o Poder, como le gusta escribir a Barnes). Elegir ambientar la novela en un sistema totalitario es otra demostración de la inteligencia del autor: la cuestión queda más que clara porque todo se exacerba. ¿Cómo afecta a un artista el hecho de ser impedido de expresar su admiración por un colega por cuestiones políticas (a riesgo, incluso, de que lo fusilen)? ¿Qué le ocurre a la autoestima de un compositor al recibir una reseña demoledora, presumiblemente escrita de puño y letra del tirano? ¿Tiene sentido asistir a un congreso internacional para leer un texto que otros han redactado por él, que dice prácticamente lo contrario de lo que opina? Si bien no es la primera vez que Barnes ambienta una ficción en el comunismo soviético (recordemos El puercoespín, editada en 1992), en El ruido del tiempo deja de ser simplemente la época en la que transcurren los hechos para convertirse en el clima de todo el relato. Otra decisión narrativa fundamental es el uso del monólogo interior del protagonista, lo que produce una cercanía entre el que narra y el que lee que pareciera darle más entidad y veracidad a lo que dice. Así, el lector asiste a la descripción del conflicto interno del propio artista, quien descubre (no hace falta vivir bajo un régimen totalitario para hacerlo) que serle fiel a quien detenta los medios de producción y de comunicación (en especial de comunicación) le proporciona una mejor calidad de vida, pero a la vez lo hace esclavo de decisiones que no comparte. Barnes le hace decir a Shostakóvich que “en la naturaleza del artista está ser pesimista y neurótico”. ¿Será la opinión del propio Barnes? Es imposible saberlo. Pero es muy factible.

Ahora bien, basta de rodeos. El ruido del tiempo no está entre las mejores novelas de Barnes. ¿Por qué? Hay varios motivos. En primer lugar está la dificultad propia de cualquier ficción “basada en hechos reales”: es muy difícil que el lector logre abstraerse de sus propias ideas y convicciones, aunque lo intente deliberadamente y por todos los medios. Esto de ninguna manera implica que leer la opinión de alguien que no concuerda con la propia presuponga de por sí una experiencia de lectura poco satisfactoria, pero en este caso Barnes es demasiado tendencioso y parcial. Además, incurre en varias faltas a la “verdad” histórica y sus personajes son un tanto planos, nunca demuestran que las cosas podrían ser de otro modo. En segundo lugar, la investigación que hizo para escribir la novela está basada en biografías (lo admite explícitamente). Y se nota. Barnes reconstruye la vida de un músico prescindiendo de conocimientos musicales (es verdad que varios de los errores pueden ser culpa del traductor), pero sea cual sea el motivo, la música siempre queda mencionada de un modo muy tangencial, nunca es lo que realmente importa. Quizás la novela hubiera ganado un poco de haberse adentrado, aunque sea un poco más, en ese universo. En tercer lugar, obsesionado con describir un espíritu consumido por la culpa y el terror, lo que elige contar es menos atractivo que los sucesos “reales” (la vida de Shostakóvich es fascinante); en la ficcionalización se pierde la potencia de los hechos, que se difuminan en devaneos filosófico-existenciales. Esto hace que sean pocos los momentos en los que Barnes logra versomilitud. Es posible que él mismo lo notara, y por eso haya elegido el salvavidas del flujo de conciencia, ardid que en este caso no surtió efecto. Finalmente, y quizás lo más importante, la discusión del arte comprometido con la coyuntura versus el arte comprometido consigo mismo está un poco agotada. Ya no genera reflexiones nuevas ni sorprendentes, que es uno de los ingredientes de la literatura que marca época.

Barnes es un gran escritor (El loro de Flaubert es una obra imprescindible) que maneja la estructura, el tono, el tempo, en pocas palabras, el estilo, con una maestría sorprendente. Y ese aspecto está intacto en El ruido del tiempo. Pero a veces con eso no alcanza.

 

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