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Editorial

Así arranca Cielos de Córdoba, de Federico Falco

Una reedición esperada

Por Federico Falco.

 

 

Vení, lo llamó su mamá desde la cama.

Tino, que salía de la habitación, se detuvo. La enfermera buscaba algo entre los frascos de la mesita de luz y también levantó la cabeza. 

Cuidalo a tu papá, dijo la mamá de Tino. 

Sí, contestó él y se despidió con un beso. 

La enfermera se quedó mirándolo. 

Tan chiquito y tan responsable, dijo. ¿Cuántos años tiene? 

Once, respondió la madre y sonrió. En marzo cumple los doce.

Tino caminó hasta el fondo de la galería, dobló y se internó en uno de los pasillos del hospital. Una red de tubos y cañerías oxidadas recorría los techos. Algunas brotaban de las paredes y se unían al flujo principal y otras se desviaban para dirigirse a recovecos más estrechos o a las salas de terapia intensiva, o de rayos. Adentro del hospital, Tino se guiaba por las cañerías. Podía rastrearlas a todas y saber exactamente de dónde provenían y en qué lugar. Ahora seguía una cañería de agua que llevaba hacia la salida de proveedores y el camino de servicio, a un costado del parque, lejos de la entrada grande. Tino no quería atravesar el pueblo por la calle del centro en la hora pico del atardecer.

La cañería hacía una ele y Tino pasó frente a la sala de partos. Del otro lado de la puerta de doble hoja se escuchaban los gritos de un bebé. En la sala de espera, una de las abuelas del recién nacido explicaba los detalles, la hora exacta, cuándo comenzaron y cuánto habían durado las contracciones, el peso y el sexo de su nuevo nieto, cómo se iba a llamar, a quién se parecía. Tres nenas la oían con atención, se comían las uñas y daban saltitos.

Un poco más allá estaba la entrada a la sala general de mujeres. Era una habitación larga, con dos filas de camas y un corredor al medio. Junto a cada cama había un armario de metal pintado de amarillo limón y, cada tres camas, una ventana alta un poco desvencijada. Una enfermera le señaló a Tino su reloj pulsera: ya se terminaba la hora de visitas. 

Alcira escuchaba la radio sentada en su cama, con las piernas juntas y las rodillas tocándose entre sí. Le habían puesto el batón azul y tenía el pelo húmedo y recién peinado con una raya; un par de invisibles le sostenían el flequillo. Alcira era ciega y hacía años que vivía en el hospital. 

¿Qué hacés?, la saludó Tino, alargando la mano. 

Alfredo Dilena, el señor del tango, dijo Alcira, y señaló la radio. Seguía el sonido con la cabeza ladeada y la oreja derecha muy cerca del parlante. 

¿El que canta?, preguntó Tino. No, es el programa de Alfredo Dilena. 

El que canta es Huguito del Carril. 

¿Y ese quién es? El que escribió la marcha peronista. Murió ya.

¿Perón? Huguito, chistoso, dijo Alcira y se abrazó más a la radio. Contame cómo te quedaste ciega, pidió Tino. 

No, hoy no tengo ganas. Hace mucho que no venís. 

Sí vine, pero un ratito nomás, a traerle cosas a mi mamá. 

Te olvidaste de la Alcira. 

No me olvidé, pero no tuve tiempo de pasar a verte. Alcira no respondió. Durante unos instantes no se escuchó otra cosa más que la voz de Hugo del Carril cantando Percal a un volumen mínimo y el murmullo de una viejita loca que siempre hablaba sola, en una de las últimas camas. 

Te cortaron el pelo, dijo Tino. 

A la Emilia, la enfermera grandota, le parece que corto aguanta más. Así me tiene que bañar una sola vez a la semana. Si era por mí, yo quería que me lo dejaran crecer para hacerme el rodete, pero la Emilia no me deja. ¿Tu mamá cómo está? 

Bien, igual que siempre. 

¿Y la escuela? 

Falta poco, ya terminan las clases. 

¿Cómo te ha ido? 

Regular, qué sé yo. Dale, contame cómo te quedaste ciega. 

No, otra vez. Yo no sé qué le anda pasando al Alfredo Dilena, hace unos días que no va al programa. Han puesto a otro locutor, pero no me gusta. No tiene buena voz, es más finita y pronuncia mal. No se le entiende nada. 

Estará enfermo. Ya va a volver. 

¿Enfermo? ¿Por qué no averiguás? Preguntale al doctor Rodríguez, vos que andás siempre con él.

Qué va a saber Rodríguez.

Preguntá en el pueblo entonces, alguno lo debe conocer. 

En el pueblo nadie escucha Radio Río Cuarto. No tienen idea de quién es Alfredo Dilena. 

¿En el diario no habrá salido? Seguro que tu papá lee el diario, a lo mejor lo vio. 

A Alfredo Dilena no lo conoce nadie. ¡Cómo que no lo conoce nadie! ¡Cómo que no lo conoce nadie! Yo lo conozco. Lo escucho todos los días. Alfredo Dilena, el varón del tango. 

Ah sí, ¿y cómo es, a ver?, ya que lo conocés tanto. 

No sé cómo es, capaz que sea alto y seguro que es morocho. 

¿Y peronista?

 Sí, y capaz que sea peronista también. A vos qué te importa, mocoso de mierda. Alcira apagó la radio y la dejó sobre el armario. Se acostó en la cama, alisó con sus manos flacas el batón azul y se acomodó el flequillo. 

No te enojés, dijo Tino en voz baja. 

Ahora ya está, ya estoy enojada, contestó Alcira, sin moverse. El cuerpo derecho sobre la cama, las manos a los costados. 

Me tengo que ir, dijo Tino y se incorporó. Se acercó a Alcira y le dio un beso en la mejilla. Alcira no se movió. 

Te quiero mucho, Alcira, otro día te traigo un regalo. 

¿Un regalo?, Alcira levantó la cabeza. Los ojos blancos se movieron rápidos, como buscando. Traeme chocolates, dijo. 

Te traigo chocolates. 

De los que tienen pasas de uva. 

Trato hecho, contestó Tino. 

Y nunca deshecho, dijo Alcira.

 

 

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