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Ficcion

Así arranca Lucy, la novela de Jamaica Kincaid

De la autora de Autobiografía de mi madre

Ediciones La Parte Maldita y una nueva apuesta a la autora nacida en Antigua y Barbuda, con traducción de Inés Garland.

Por Jamaica Kincaid. Traducción de Inés Garland.  

Era mi primer día. Había llegado la noche anterior, una noche anterior negra y fría —como era de esperar en la mitad de enero, aunque yo no lo sabía en esa época— y no había podido ver nada con claridad en el camino desde el aeropuerto, aunque hubiera luces por todas partes. Mientras avanzábamos, alguien me señaló un edificio famoso, una calle importante, un parque, un puente que cuando se construyó se lo consideró un espectáculo. En una fantasía que solía tener, todos esos lugares eran lugares de felicidad para mí; todos esos lugares eran botes salvavidas para mi pequeña alma a punto de ahogarse, porque podía imaginarme entrando y saliendo y solo eso —entrar y salir una y otra vez— me ayudaba a atravesar una mala sensación para la que no tenía nombre. Solo sabía que se parecía un poco a la tristeza, pero más pesada. Ahora que veía esos lugares, parecían vulgares, sucios, usados por demasiada gente entrando y saliendo en la vida real, y se me ocurrió que yo no podía ser la única persona en el mundo para la cual eran parte del paisaje de la fantasía. No era mi primer episodio de decepción con la realidad y no sería el último. La ropa interior que llevaba era toda nueva, comprada para mi viaje, y estar sentada en el auto, dándome vuelta para un lado y para el otro para tener una mejor perspectiva del espectáculo frente a mí, me hizo recordar lo incómoda que te puede hacer sentir lo nuevo.

Entré a un ascensor, algo que no había hecho nunca antes y después estaba en un departamento y sentada a una mesa, comiendo algo recién sacado de la heladera. En el lugar del que yo venía, había vivido siempre en una casa y en mi casa no había una
heladera. Todo lo que estaba experimentando —el viaje en ascensor, estar en un departamento, comer algo que llevaba un día en una heladera— era tan buena idea que imaginé que me acostumbraría y me gustó mucho, pero al principio era todo tan nuevo que tenía que sonreír con las comisuras de los labios hacia abajo. Dormí profundamente esa noche, pero no fue porque estuviera feliz y a gusto —todo lo contrario; fue porque no quería registrar nada más.

Esa mañana, la mañana de mi primer día, la mañana que siguió a la primera noche, fue una mañana de sol. No era la clase de sol a la que estaba acostumbrada, que hacía que los bordes de las cosas se retorcieran, como de horror, sino un sol pálido, debilitado de tanto tratar de brillar, pero estaba soleado de todas maneras y eso era lindo e hizo que extrañara menos mi hogar. Así que, una vez que vi el sol, me levanté y me puse un vestido, un vestido alegre hecho de tela de madrás —la misma clase de vestido que me hubiera puesto en casa para pasar un día en el campo. Todo era un error. El sol brillaba pero el aire era frío. Era mediados de enero, al fin y al cabo. Pero yo no sabía que el sol podía brillar y el aire quedarse frío; nadie me lo había dicho. ¡Qué sensación fue esa! ¿Cómo podría explicarla? Algo que había sabido siempre —del mismo modo que sabía que mi piel era del color marrón de una nuez que hubiera sido frotada y vuelta a frotar con un paño suave o del modo en que sabía mi propio nombre— algo que di completamente por sentado, “el sol brilla, el aire está cálido”, no era así. Ya no estaba en una zona tropical y esta noción entró en mi vida como una corriente de agua que dividió un terreno que había sido sólido y seco, creando dos orillas, una que era mi pasado —tan familiar y predecible que hasta mi infelicidad de entonces me hacía feliz ahora de solo pensarla— la otra mi futuro, un vacío gris, un mar con nubes bajas y lluvia y ni un solo bote a la vista. Ya no estaba en una zona tropical y tenía frío de punta a punta, era la primera vez que tenía una sensación como esa.

En los libros había leído —de tanto en tanto cuando la trama lo pedía— que alguien sufría porque echaba de menos su hogar. Una persona dejaba una situación no muy agradable y se iba a otra parte, a un lugar mucho mejor y sentía deseos de volver adonde no era tan agradable. Qué impaciencia me daban esas personas, porque sentía que yo no estaba en una situación muy agradable y quería tanto irme a otra parte. Pero ahora yo, también, quería volver al lugar de donde había venido. Porque lo entendía, ahí sabía dónde estaba parada. Si hubiera tenido que hacer un dibujo de mi futuro en ese momento, habría sido una gran mancha gris rodeada de negro, muy negro, negrísimo.

Qué sorpresa fue esto para mí, el anhelo de volver al lugar de donde venía, el querer dormir en una cama que me había quedado chica, el querer volver a estar con personas que con sus gestos más pequeños y naturales me despertaban una furia que hacía que quisiera verlos a todos muertos a mis pies. Oh, había imaginado que con un solo acto raudo y veloz —irme de casa y llegar a ese lugar nuevo— dejaría atrás, como si se tratara de un traje viejo que no necesitaría nunca más, mis pensamientos tristes y mi descontento con la vida en general tal como se me presentaba. En el pasado, la idea de estar en mi situación actual había sido un consuelo, pero ahora ni siquiera tenía eso para ilusionarme y me acostaba en mi cama y soñaba que comía un cuenco de lisa rosada e higos verdes cocidos en leche de coco como lo cocinaba mi abuela, que era el motivo por el que me gustaba tanto porque ella era la persona que más me gustaba en el mundo y esas eran las cosas que más me gustaba comer también.

El cuarto en el que estaba acostada era un cuarto pequeño justo pasando la cocina, el cuarto de la criada. Estaba acostumbrada a un cuarto pequeño, pero este era un tipo de cuarto pequeño diferente. Los techos eran muy altos y las paredes subían hasta el techo, cerrando el cuarto como una caja, una caja en la que un cargamento que tuviera que viajar muy lejos podría haber sido despachado. Pero yo no era un cargamento. Era solo una mujer joven e infeliz viviendo en el cuarto de una criada y no era ni siquiera una criada. Era la chica joven que cuida a los niños y va a la escuela a la noche. Qué amables eran todos conmigo, sin embargo, me decían que podía considerarlos mi familia y sentirme como en casa. Creía que eran sinceros porque sabía que no le dirían algo así a un miembro de su familia verdadera. Después de todo, ¿no son la familia las personas que se convierten en una cruz que hay que cargar por la vida? El último día que pasé en mi hogar, mi prima —una chica que conocí toda mi vida, una persona desagradable aun antes de que sus padres la obligaran a convertirse en una adventista del séptimo día— me dio su Biblia como regalo de despedida y además preparó un pequeño discurso sobre Dios y la bondad y las bendiciones. Ahora la Biblia estaba frente a mí en mi cómoda y me recordaba cómo cuando éramos niñas nos sentábamos debajo de mi casa y nos aterrábamos y atormentábamos la una a la otra leyéndonos en voz alta pasajes del libro del Apocalipsis y me pregunté si habría un día en toda mi vida en el que esa gente que había dejado atrás, mi propia familia, no se me fuera a aparecer de una manera u otra.

Había también una pequeña radio en esa cómoda y yo la había encendido. En ese momento, casi como para sumarse a cómo me sentía, apareció una canción, con una letra que decía “Pónte en mi lugar, aunque más no sea por un día; mira si puedes soportar el horrible vacío dentro de tí”. Me canté una y otra vez estas palabras a mí misma, como si fueran una canción de cuna y me quedé dormida otra vez. Soñé que sostenía entre las manos uno de mis viejos camisones de algodón y que estaba estampado con bellas escenas de niños jugando con decoraciones de árboles de Navidad. Las escenas estampadas en mi camisón eran tan reales que podía realmente escuchar a los niños riéndose. Me sentía obligada a saber de dónde venía ese camisón y empezaba a revisarlo furiosamente para encontrar la etiqueta. La encontraba exactamente donde suelen estar las etiquetas, en la espalda, y decía “Made in Australia”. Me despertó de este sueño la criada verdadera, una mujer que me había hecho saber de buenas a primeras, apenas me vio, que yo no le gustaba y dio como motivo mi manera de hablar. Pensé que era por otra cosa, pero no supe cuál. Cuando abrí los ojos, la palabra “Australia” estaba entre nosotras y recordé que Australia estaba instalada como una prisión para gente mala, tan mala que no podían encerrarla en su propio país.

Mis horas de vigilia pronto adoptaron una rutina. Llevaba a cuatro niñas pequeñas a la escuela y cuando volvían al mediodía les daba sopa de lata y sándwiches. A la tarde, les leía y jugaba con ellas. Cuando no estaban, estudiaba mis libros y a la noche iba a la escuela. Era infeliz. Miraba un mapa. Había un océano entre el lugar de donde venía y yo, pero ¿hubiera habido alguna diferencia si se trataba de una taza de té? No podía volver.

Afuera, hacía frío siempre y todos decían que era el invierno más frío que habían vivido en su vida; pero la manera en que lo decían me hizo pensar que decían lo mismo todos los inviernos. Y no podía culparlos por no recordar cada año realmente lo desagradable y hostil que podía ser el clima en el invierno. Los árboles con sus ramas desnudas e inmóviles parecían muertos y como si alguien los hubiera dejado ahí y planeara volver a buscarlos más tarde; todas las ventanas de las casas estaban cerradas, del modo en que se cierran las ventanas cuando una casa va a estar vacía mucho tiempo; cuando la gente caminaba por la calle lo hacía a toda velocidad, como si estuvieran haciendo algo a espaldas de otra persona, como si no quisieran llamar la atención, como si estar expuestos al frío por mucho rato fuera a disolverlos. Cuánto anhelaba ver a alguien en una esquina, a un hombre que tratara de llamar mi atención, de conversar conmigo, a alguien quejándose de Dios y su amor y su piedad con justos e injustos por igual en un tono de voz que yo pudiera oír.

Escribí a casa para decir lo hermoso que era todo y usé palabras y frases adornadas, como si estuviera viviendo mi vida en una tarjeta de felicitaciones de esas que tienen moños de satén y rosas y corazones acolchados que se supone que son tan valiosas para el que las recibe que el fabricante las mete en un sobre de celofán transparente para protegerlas. Todos los que recibieron mis cartas dijeron qué lindo era saber de mí, qué lindo era saber que me estaba yendo bien, que me echaban mucho de menos y que esperaban con ansiedad el día de mi regreso.

Un día la criada que había dicho que yo no le gustaba por cómo hablaba me dijo que estaba segura de que yo no sabía bailar. Dijo que yo hablaba como una monja y caminaba como una monja también y que todo en mí era tan santurrón que de solo mirarme se le revolvía el estómago y al mismo tiempo le daba pena. Así que, tal vez cediendo al segundo sentimiento, dijo que teníamos que bailar, aunque estaba muy segura de que yo no sabía bailar. Había un pequeño tocadiscos en mi cuarto, de esos que cerrados parecen un neceser y ella puso un disco que había comprado ese mismo día. Era una canción muy popular en esa época —tres chicas, no mayores que yo, cantando en armonía y de una manera muy falsa y artificial sobre el amor y todo eso. Era hermoso, de todas maneras y era hermoso porque era tan falso y artificial.

Ella disfrutaba de esa canción, cantaba bien fuerte y era una bailarina maravillosa —me asombraba ver su manera de moverse. Yo no pude sumarme y le dije por qué: la melodía de su canción era tan superficial y las palabras, para mí, no significaban nada. Por su cara, me di cuenta de que sentía una sola cosa por mí: lo mucho que yo le revolvía el estómago. Y entonces le dije que yo también sabía canciones y me lancé a cantar un Calipso sobre una chica que se escapaba a Port-of- Spain y la pasaba muy bien, sin remordimientos.

El hogar en donde vivía estaba formado por un esposo, una esposa y sus cuatro hijas. El esposo y la esposa se parecían y sus cuatro hijas eran iguales a ellos. En las fotos que ponían por toda la casa, sus seis cabezas de diferentes tamaños con pelo amarillo estaban juntas como si fueran un ramo de flores atadas con un hilo invisible. En las fotos, le sonreían al mundo dejando la impresión de que todo lo que encontraban en él era insoportablemente maravilloso. Y no eran una farsa, sus sonrisas. De donde fuera que hubieran ido, y parecía que hubieran viajado por todo el mundo, traían algún pequeño momento y de cada uno podían contar la historia desde el principio mismo. Hasta cuando caía una lluvia ínfima se ponían a admirar la manera en que surcaba el aire.

Durante la cena, cuando nos sentábamos a la mesa —sin bendecir la comida (un alivio tan grande; como si creyeran en un Dios al que no había que agradecerle cada vez que te movías)— se decían cosas tan agradables y las niñas eran tan felices. Volcaban la
comida o no la comían o inventaban rimas que terminaban con “qué mal olía”. Cómo me hacían reír y preguntarme qué clase de padres había tenido yo, porque solo por pensar en palabras como esas en su presencia hubiera recibido castigos severos, y me
juré que si alguna vez tenía hijos las primeras palabras que saldrían de sus bocas serían malas palabras.

Fue una noche durante la cena no mucho tiempo después de que yo llegara a vivir con ellos que empezaron a llamarme la Visitante. Dijeron que yo no parecía tomar parte de las cosas, como si no viviera en la casa con ellos, como si no fueran como familia para mí, como si solo estuviera de paso, saludándolos con un largo ¡Hola! y a punto de decirles un rápido ¡Adiós! ¡Hasta la vista! ¡Fue muy lindo! Porque miren cómo nos observa cuando comemos, dijo Lewis. ¿Nunca había visto a nadie llevarse a la boca un tenedor cargado de chauchas cortadas en juliana? Esto hizo reír a Mariah, pero casi todo lo que decía Lewis hacía feliz a Mariah y por eso se reía. Yo no me reí, sin embargo, y Lewis me miró con cara de preocupación. Dijo, “Pobre Visitante, pobre Visitante”, una y otra vez, con un tono compasivo y después me contó un cuento de un tío suyo que había ido a Canadá y había criado monos y cómo después de un tiempo su tío amaba tanto a los monos y se acostumbró tanto a estar con ellos que los seres humanos le terminaron resultando difíciles de soportar. Ya me había contado antes esa historia de su tío y mientras me la contaba esta vez yo estaba recordando un sueño que había tenido con ellos: Lewis me estaba persiguiendo por toda la casa. Yo no tenía la ropa puesta. El piso por donde corría era amarillo, como si lo hubieran pavimentado con harina de maíz. Lewis me perseguía por toda la casa y aunque se acercaba no podía alcanzarme nunca. Mariah estaba frente a las ventanas abiertas y decía, Atrápala Lewis, atrápala. Eventualmente me caía por un agujero y en el fondo había serpientes plateadas y azules.

Cuando Lewis terminó su cuento, yo les conté mi sueño. Cuando terminé, los dos se quedaron muy callados. Después me miraron y Mariah carraspeó, pero era obvio por cómo lo hizo que su garganta no lo necesitaba. Sus dos cabezas amarillas nadaron la una hacia la otra y, al unísono, se movieron de arriba abajo. Lewis hizo un sonido como el del cacareo de una gallina, después dijo, Pobre, pobre Visitante. Y Mariah dijo, Dr. Freud para la Visitante y yo me pregunté por qué había dicho eso ella, porque no sabía
quién era el Dr. Freud. Después se rieron suavemente, con amabilidad. Yo había tenido la intención de decirles, al contarles mi sueño, que los había incorporado, porque solo la gente que era muy importante para mí aparecía alguna vez en mis sueños. No sabía si ellos habían entendido eso.

 

 

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