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Ficcion

Así comienza Victoria, el clásico de Knut Hamsun

Literatura escandinava

Leé las primeras páginas de la gran obra del autor nacido en Noruega en 1859, Premio Nobel de Literatura en 1920. Gentileza de Nórdica.

Por Knut Hamsun. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

 

 

El hijo del molinero iba pensando mientras caminaba. Era un muchacho alto de catorce años, curtido por el sol y el viento, y con la cabeza llena de toda clase de ideas.

De mayor quería fabricar cerillas. Sería maravillosamente peligroso, podría llegar a tener tanto azufre en los dedos que nadie querría darle la mano para saludarlo. Gozaría de gran respeto entre sus compañeros por su si- niestro oficio.

Iba buscando a sus pájaros por el bosque. Los conocía a todos, sabía dónde se encontraban sus nidos, entendía sus trinos y les respondía con diversos gritos. Más de una vez les había dado bolas de harina del molino de su padre.

Todos los árboles que bordeaban el sendero le eran familiares. En la primavera les extraía la savia y en el in- vierno era para ellos como un pequeño padre, les quitaba la nieve para ayudarlos a que sus ramas se enderezaran. En la cantera de granito abandonada ninguna piedra le era extraña, había grabado letras y signos en ellas y las había levantado, organizándolas como una congregación en torno a su pastor. Toda clase de cosas extraordinarias tenían lugar en esa vieja cantera de granito.

Se desvió del camino y llegó a la laguna. El molino estaba en marcha, y un inmenso y ensordecedor ruido lo envolvió. Tenía la costumbre de ir por ahí hablando en voz alta consigo mismo; para él era como si cada rizo de espuma le hablara de su pequeña vida propia y, junto a la esclusa, el agua caía en vertical como un resplandeciente tejido puesto a secar. En la laguna, bajo la cascada, nada- ban los peces; había ido allí muchas veces con su caña.

De mayor quería ser buzo. Eso era lo que quería ser, descender hasta las profundidades del mar desde la cubierta de un barco y llegar a reinos desconocidos, donde se mecían grandes y extraños bosques y en cuyo fondo habría un palacio hecho de coral. Y la princesa le haría señas con la mano desde una ventana diciéndole: ¡Entra!

Entonces oye su nombre tras él; es su padre que le grita: Johannes.

Ha llegado un mensaje para ti del Castillo: ¡Tienes que llevar a los jóvenes en la barca hasta la isla!

Se alejó rápidamente. Al hijo del molinero le había sonreído de nuevo la suerte.

En el verde paisaje, la casa solariega parecía un pe- queño castillo, por no decir un increíble palacio en me- dio de la soledad. La casa en sí era un edificio de madera pintada de blanco, con muchas ventanas arqueadas en las paredes y en el tejado. Y en su torre redonda ondeaba una bandera cuando había huéspedes en la casa. La gente la llamaba el Castillo. Más allá estaba la bahía y al otro lado se extendían grandes bosques; muy a lo lejos se divisaban algunas pequeñas casas de campesinos.

Johannes acudió al muelle y acomodó a los jóvenes en la barca. Ya los conocía, eran los hijos del castellano y sus amigos de la ciudad. Todos llevaban botas altas para andar por el agua, pero a Victoria, que solo llevaba unos pequeños zapatos bajos y que encima no tenía más de diez años, hubo que llevarla en brazos cuando atracaron en la isla.

¿Te llevo yo?, preguntó Johannes.

¡Permíteme a mí!, dijo Otto, el joven de la ciudad, que tenía la edad de hacer la confirmación, cogiéndola en brazos.

Johannes se quedó mirando cómo el otro la llevaba hasta la orilla y oyó que ella le daba las gracias. Otto dijo a Johannes:

Bueno, supongo que tú te ocuparás de la barca…; por cierto, ¿cómo se llama este?

Johannes, contestó Victoria. Sí, él se ocupará de la barca.

Él se quedó allí. Los demás se fueron hacia el inte- rior de la isla con cestas en las manos en busca de huevos. Permaneció un rato pensando; le habría gustado mucho acompañar a los jóvenes, podrían haber arrastrado la barca hasta la tierra. ¿Demasiado pesada? No era dema- siado pesada. Dio un puñetazo en la barca y la arrastró un poco.

Oyó risas y charlas procedentes del grupo que se ale- jaba. Bueno, adiós y hasta luego. Pero podrían habérselo llevado con ellos. Podría haberlos conducido a nidos que solo él conocía, extraños agujeros escondidos en las rocas, habitados por aves de rapiña con pelos en el pico. Una vez también había visto un armiño.

Empujó de nuevo la barca hasta el agua y remó hasta la otra parte de la isla. Llevaba remando un buen rato cuando oyó que lo llamaban:

Vuelve donde estabas. Estás asustando a los pájaros. Solo quería enseñaros dónde vive el armiño, con- testó. Aguardó unos instantes. Y después podríamos ir a ahumar el nido de las víboras. He traído cerillas.

No obtuvo respuesta. Dio la vuelta y remó hasta donde habían atracado. Sacó la barca del agua.

Cuando fuera mayor, compraría al sultán una isla y prohibiría la entrada en ella. Un cañonero protegería sus costas. Su señoría, vendrían a comunicarle los esclavos, un barco ha naufragado con la tormenta, está embarrancado en el arrecife, los jóvenes que se encuentran a bordo van a morir. ¡Dejad que mueran!, contesta él. Su señoría, están pidiendo ayuda a gritos, aún podemos salvarlos, y hay en- tre ellos una mujer vestida de blanco. ¡Salvadlos!, les orde- nó con voz de trueno. Vuelve a ver a los hijos del castellano después de muchos años y Victoria se postra a sus pies para agradecerle el salvamento. No hay de qué, contesta él, solo he cumplido con mi deber; pueden ustedes andar libre- mente por mis tierras. Y permite que se abran al grupo las puertas del palacio, les sirve comida en fuentes de oro, y trescientas esclavas negras cantan y bailan durante toda la noche. Pero cuando los hijos del castellano se disponen a partir, Victoria no es capaz, se postra ante él sollozando que lo ama perdidamente. Deje que me quede aquí, mi señor, no me rechace, conviértame en una de sus esclavas…

Johannes se apresura hacia el interior de la isla, helado

hasta la médula de emoción. Sí, de acuerdo, salvaría a los hijos del castellano. Quién sabe, tal vez se hayan perdido ya en la isla. Tal vez Victoria haya quedado atrapada entre dos piedras sin poder salir. Todo lo que él tendría que hacer sería extender un brazo y liberarla.

Pero los jóvenes lo miraron sorprendidos cuando lo vieron llegar. ¿Había abandonado la barca?

Te hago responsable de la barca, dijo Otto.

¿Queréis que os enseñe dónde crecen las frambuesas?, preguntó Johannes.

El grupo callaba. Victoria aceptó enseguida la oferta.

¿Dónde?

Pero el señorito de la ciudad se repuso enseguida y

dijo:

No podemos perder el tiempo en eso ahora. Johannes insistió:

También sé dónde encontrar conchas. Nuevo silencio.

¿Hay perlas dentro?, preguntó Otto.

¡Imaginaos que las hubiera!, exclamó Victoria. Johannes contestó que eso no lo sabía; pero las conchas se encontraban muy lejos, dentro de la arena blanca, había que ir en la barca y bucear para encontrarlas.

La idea fue rechazada entre risas, y Otto sentenció: Buen buzo estás tú hecho.

Johannes empezó a respirar con dificultad.

Si queréis, puedo subir a aquella montaña y hacer rodar una inmensa piedra dentro del mar, dijo.

¿Por qué?

Por nada. Así podríais verlo.

Tampoco esa propuesta fue aceptada, y Johannes ca- lló, avergonzado. Luego se puso a buscar huevos alejado de los demás, en otra parte de la isla.

Cuando estuvieron todos reunidos de nuevo junto a la barca, Johannes tenía muchos más huevos que el resto, y los llevaba con mucho cuidado en la gorra.

¿Cómo puede ser que hayas encontrado tantos?, preguntó el señorito de la ciudad.

Sé dónde están los nidos, contestó Johannes satisfecho. Los pongo con los tuyos, Victoria.

¡Para!, gritó Otto. ¿Por qué?

Todos lo miraron. Otto señaló la gorra y preguntó:

¿Quién nos asegura que esa gorra está limpia? Johannes no contestó. Su alegría se había desvaneci-

do en un instante. Empezó a alejarse hacia el interior de la isla con los huevos.

¿Qué le pasa?, ¿adónde va?, pregunta Otto impaciente.

¿Adónde vas, Johannes?, grita Victoria, corriendo tras él.

Él se detiene y contesta en voz baja: A devolver los huevos a sus nidos.

Permanecieron unos instantes mirándose el uno al otro.

Esta tarde subiré a la cantera, dijo. Ella no contestó.

Podría enseñarte la cueva.

Sí, pero me da mucho miedo, contestó la muchacha.

Dijiste que era muy oscura.

Entonces Johannes sonrió a pesar de su gran tristeza y dijo con valentía:

Sí, pero yo estaré contigo.

Durante toda su vida había jugado en la vieja cante- ra de granito.

La gente le oía hablar y trajinar allí arriba, a pesar de que estaba solo; a veces hacía que era pastor y celebraba misa.

El lugar había sido abandonado hacía mucho tiem- po, el musgo crecía en las piedras, y todas las marcas de los antiguos barrenos estaban casi borradas. Pero el hijo del molinero había ordenado y decorado con mucho arte el interior de la cueva secreta, y allí vivía como jefe de la banda de ladrones más valiente del mundo.

Agita una campanilla de plata. Un hombrecillo entra de un salto, un enano con un broche de diamantes en el gorro. Es el criado. Se postra a sus pies. ¡Cuando llegue la princesa Victoria, tráela aquí!, dice Johannes en voz muy alta. El enano se postra de nuevo antes de desaparecer. Johannes se tumba en el mullido diván y se pone a pen- sar. La haría sentarse allí y luego le ofrecería maravillosos manjares en fuentes de oro y plata; un resplandeciente fuego iluminaría las paredes; al fondo de la cueva, detrás del pesado cortinaje de brocado de oro, prepararían el lecho de Victoria, guardado por doce caballeros… Johan- nes se levanta, sale agachado de la cueva y escucha. Un crujido de hojas y ramas se oye en el sendero.

¡Victoria!, grita. Sí, contesta ella. Va a su encuentro.

Creo que no me atrevo, dice ella. Él se encoge de hombros y dice:

Yo acabo de estar. Vengo de allí ahora.

Entran en la cueva. Él le señala un asiento en una piedra y dice:

En esta piedra se sentaba el monstruo gigante.

¡Ay, ay, no digas nada más, no me lo cuentes! ¿No te- nías miedo?

No.

Me dijiste que solo tenía un ojo; pero son los trolls

los que solo tienen un ojo.

Johannes vaciló.

Tenía dos ojos, pero estaba ciego de uno. Él me lo dijo.

 

 

¿Qué más te dijo? ¡No, no lo digas!

Me preguntó si quería entrar a su servicio.

Supongo que no aceptarías, ¿a que no? Dios te proteja. No, no le dije que no. No directamente.

¿Estás loco? ¿Quieres que te encierre en la montaña? Bueno, no lo sé. También en la tierra hay maldad. Silencio.

Desde que llegaron los muchachos de la ciudad, solo estás con ellos, dice él.

Nuevo silencio. Johannes insiste:

Pero yo tengo más fuerza para sacarte de la barca y llevarte en brazos que ninguno de ellos. Estoy seguro de que soy capaz de tenerte en brazos durante una hora. Mira.

La cogió en brazos y la levantó. Ella se agarró a su nuca.

Bueno, ya no tienes que aguantar más tiempo. Volvió a dejarla en el suelo. Ella dijo:

Sí, pero también Otto es fuerte. Incluso ha peleado con gente mayor.

Johannes pregunta, incrédulo:

¿Con gente mayor?

Sí, en la ciudad.

Silencio. Johannes se queda pensando.

Bueno, bueno, entonces no hay nada más que decir.

Ya sé lo que voy a hacer.

¿Qué vas a hacer?

Entraré al servicio del monstruo gigante.

¡Estás loco, oye!, grita Victoria. Pues sí, todo me da igual. Lo haré.

Victoria piensa en posibles soluciones. A lo mejor ya no vuelve.

Johannes contesta:

Volverá.

¿Aquí?, se apresura a preguntar Victoria. Sí.

Victoria se levanta y va hacia la salida. Ven, salgamos de aquí.

No hay prisa, dice Johannes, que también se ha puesto pálido. Porque no vendrá hasta la noche. A las doce.

Victoria se tranquiliza y quiere volver a sentarse. Pero a Johannes le resulta difícil vencer el malestar que él mismo ha provocado; la cueva le parece ahora demasiado peligrosa y dice:

Si insistes en salir, tengo allí fuera una piedra con tu nombre grabado. Puedo enseñártela.

Salen agachados de la cueva y encuentran la piedra. Victoria se siente orgullosa y feliz al verla. Johannes se emociona, a punto de llorar dice:

Cuando la veas en mi ausencia, piensa en mí de vez en cuando. Dedícame un pensamiento amable.

Sí, sí, contesta Victoria. Pero volverás, ¿no? Eso solo Dios lo sabe. No, no creo que vuelva.

Empezaron a andar hacia su casa. Johannes está a punto de llorar.

Bueno, adiós, dice Victoria.

Aún no, puedo acompañarte un trecho más.

¿Cómo puede ella decirle adiós así, de pronto? Le hace sentirse amargado y airado en su alma herida. Se detiene en seco y grita con rabia: Pero te diré una cosa, Victoria, y es que no encontrarás a nadie que te hubiera tratado tan bien como yo. Te lo advierto.

Sí, pero Otto también es bueno, objeta ella. Sí, sí, elígelo a él.

Dan unos pasos en silencio.

Yo estaré muy bien. No te preocupes. Porque aún no sabes la paga que voy a recibir.

No. ¿Cuál será tu paga?

La mitad del reino. Eso por un lado.

¡Vaya, vaya!

Y además la princesa. Victoria se detuvo.

No es verdad, ¿a que no? Pues sí, eso afirmó.

Silencio. Victoria dice, como para sus adentros: Me pregunto qué aspecto tiene ella.

Dios mío, es más hermosa que ningún otro ser de la tierra. Eso ya se sabe.

Victoria se retrae.

Entonces, ¿la quieres?, pregunta.

Sí, contesta él. Supongo que sí. Y al ver a Victoria tan emocionada, añade: Pero puede que vuelva algún día. Que suba a darme una vuelta por el mundo.

Está bien, pero entonces no la traigas a ella, suplicó Victoria. ¿Para qué va a venir ella por aquí?

Está bien, puedo venir solo.

¿Lo prometes?

Sí, lo prometo. Aunque, por cierto, ¿a ti qué más te da todo esto? No creo que te importe mucho.

No digas eso, contesta Victoria. Estoy segura de que ella no te quiere tanto como yo.

Un cálido regocijo recorre temblando el joven co- razón de Johannes. Podría habérselo tragado la tierra de alegría y vergüenza por las palabras de Victoria. No se atrevió a mirarla, sus ojos se apartaron de ella. Luego co- gió una ramita del suelo, mordisqueó la corteza y se dio golpecitos en la mano con ella. Al final, para disimular su turbación, se puso a silbar.

Bueno, tengo que irme ya a casa, dice.

De acuerdo, adiós, dice ella y le da la mano.

 

 

  

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