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Prólogos

Atrevidos, los referentes de la crónica del Siglo XXI

Un libro de Revista Anfibia y Marea Editorial 

"Si es crónica o si es literatura, poco importa, como en el Popol Vuh, o en la inmensa cultura pop", cree Rafael Spregelburd. Julián Gorodischer recopiló y prologó este libro que reúne a los referentes del género en las últimas décadas. 

Por Julián Gorodischer.

 

Entre los años 2000 y 2017, el periodismo narrativo argentino ensanchó los límites de su objeto y su método y desarrolló gran interés en las materias de la intimidad y la vida cotidiana. De ese proceso de emancipación subjetiva, a través de la palabra escrita, se da cuenta en este libro: es un avance de la libertad personal contra el estigma por género, lugar de residencia, clase, trabajo, gustos, adicciones y/o condición sexual. Entre líneas, se revela el desplazamiento profundo de la sociedad civil en lo que va del siglo, instantes de auge –clímax y anticlímax– que abarcan a las nuevas disposiciones familiares, la mediatización de la experiencia y la tecnologización de la vida cotidiana, entre otros temas.

 

 

La época dorada

Durante el período, se produce un estallido de iluminaciones, confidencias, chismes, rumores, ensoñaciones y secretos familiares que forzaron la relación entre objeto y método imponiendo un hacer que debía sostener y contener al decir.

Algunos hitos de esa primera etapa de la crónica íntima, en medios de gran tirada, están incluidos en este libro: “Hotel de señoritas”, de 2001, experiencia pionera de periodismo performático local en la que el cronista personaje relata sus días alojado en un hotel de Palermo habitado por travestis (de Jonathan Rovner para Radar, de Página/12), o la columna “Te cuento mi análisis”, de 2005, que narra el devenir por distintos consultorios de varios escritores, publicada en La mujer de mi vida. Aquí están los puntos altos del relato que lleva al extremo la participación del cronista personaje en la historia: es heredero del compromiso de cuerpo y conciencia de los relatos gonzo del estadounidense Hunter Thompson. Se violentan marcos y sistemas de expectativas y se ponen en jaque a las voces rectoras de la organización de los cuerpos, como la industria farmacológica (en “El humanitario negocio de alquilar tu cuerpo para el progreso de la ciencia”, de Leonardo Faccio para Etiqueta Negra) o la represión del deseo en los adultos mayores (en “La irreverente vida sexual de una señora mayor”, de Esther Díaz para “Mundos Íntimos”, sección de Clarín).

Las crónicas que integran este volumen producen una subjetividad que se repliega sobre sí misma para afirmar la voz individual o colectiva que narra –desmitifica, desestig¬matiza: resignifica– la realidad. En este período es cuando se observa con mayor nitidez el florecimiento de textos que proponen una identidad común para las figuras de autor, narrador y personaje, con una doble posibilidad de contrato acerca del valor de verdad del relato, menor y permisivo en la “autoficción” –tendiente a adulterar “la verdad” de los hechos ocurridos– o preciso y coercitivo en la “no ficción autobiográfica”.

Revistas como Latido (1999) y La mujer de mi vida (2003) y el suplemento Radar (Página/12, 1996) dan el primer vuelco a la interioridad que se potenciaría al ser retomado –más entrada la década– por otras publicaciones como la revista Orsai, la sección “Mundos Íntimos” (de Clarín), la sección “No Ficción” de la revista Ñ, las revistas Anfibia, Debate y El Guardián y el diario Crítica de la Argentina, entre otros medios que tienen sus trabajos aquí representados. Esta antología reivindica a aquellos medios que dieron ese impulso a la crónica íntima: Latido, catártica y melancólica, que se hundía en los recovecos de la memoria personal y familiar y exploraba el amplio espectro de las posibilidades de la conducta y el sentimiento, pero para interpelar desde una perspectiva intemporal y colectiva; La mujer de mi vida, la elegida del mundo psi, más interesada en extraer concepto y teoría de los temas que en regodearse en la anécdota narrada: su sección “Te cuento mi análisis” abrió los consultorios cuando yacían vallados, previo a la explosión voyeurística del reality y a la replicación del discurso psi en medios masivos.

Este es un rescate, a su vez, de la primera época de Radar, que dio amplia cabida a un periodismo narrativo de vertiente etnográfica: pura exploración, convivencia –permanencia–, como la del cronista de Rovner en el hotel Acuario de la crónica que aquí se reproduce, dando cuenta de una ciudad todavía sorprendida –apenas arrimada– ante los inexorables cambios con respecto a la visibilización y los derechos adquiridos que se avecinaban para las minorías sexuales. Y de la sección “No Ficción” de la revista Ñ, de intensa pero corta vida –cuando comenzaba la segunda década del siglo–, experimental al punto de contener una propuesta como la de Patricia Suárez: hacer una remake agradecida de un texto clásico: la crónica “Un día de trabajo”, de Truman Capote.

En este libro están también: la sección “En primera persona”, de la revista El Guardián, que alentó la personificación de rol pero con afán lúdico, fusionando la reportería tradicional con la representación de un personaje –aquí: un sepulturero– para dar cuenta de un tema en clave de comedia dislocada. Y, por supuesto, Soy, el suplemento de minorías sexuales de Página/12 que alentó todo tipo de escrituras confesionales –por ejemplo, la columna “Soy Positivo”– y combatió los mandatos publicitarios del mondo homo para dar relieve al lumpen, la loca, el viejo, el padeciente, todos excluidos del sistema de deseo y expectativas.

Entre tantos otros medios –ADN Cultura, la sección “Mundos Íntimos” de Clarín, la revista Debate, el diario Crítica de la Argentina–, se destacan dos revistas: Anfibia, que hibridó la experiencia con su complemento teórico, proponiendo duplas de un académico y un narrador, para no solo narrar, sino también interpretar cada fenómeno, en un registro entre la crónica y el ensayo. Y Orsai, que combina memorias y piezas de periodismo de rol –de las que aquí damos cuenta con “La crónica del deportado”– en experiencias de prosa pulida a puro efecto de honestidad alentado por el in situ y las confesiones: así logró recuperar la experiencia de lectura larga y lineal, y congregó a una extensa tribu, aun en el contexto de escrituras fragmentarias y expansión del soporte digital.

Los cronistas de lo íntimo se vuelcan temáticamente sobre sí mismos y los territorios próximos; realizan trabajo de campo etnográfico sobre una cartografía propia y conocida; practican una semiosis de la función y la cualidad, preguntándose cómo se construye el sentido social del objeto de uso diario, en la tradición de las Mitologías de Roland Barthes (1957).

Abren el relato periodístico a materias como la ensoñación y la introspección, y habilitan el ingreso de la experimentación formal a la prensa gráfica masiva a través de recursos temáticos (vida sexual, adicciones, traumas), retóricos (la enumeración caótica: el ritmo pegajoso de la mente, el monólogo por asociación libre, la digresión, la confesión) y enunciativos (el libre juego entre cronista personaje y la biografía pública del autor) que permiten el desarrollo de esta vertiente narrativa.

“Una ciudad trashumante, o metafórica, se insinúa sobre la ciudad planificada y legible”, señala el filósofo francés Michel De Certeau en La invención de lo cotidiano. En sintonía con la cita anterior, los cronistas de la vida íntima o bien remarcan el componente fantástico dentro de lo cotidiano, o bien generan una zona de escape, un borde. Esto permite apartarse de las reglas del movimiento automático; es una re-aprehensión de lo cotidiano que puede poner en duda –o volver a construir– la propia identidad. Contra la idea de un cronista “neutral”, cuyo relato normalizador supliría una experiencia faltante de sentido –repuesta a los ojos de un lector desinformado–, el cronista de la intimidad subjetiva su catálogo de lo real percibido y ajeniza la lógica massmediática predominante durante el siglo xx. En cambio, aquí se exhiben las propias vacilaciones y se revelan las condiciones de localización, la temporalidad y la identidad personal que afectan y determinan a los puntos de vista involucrados.

 

Rasgos de la crónica íntima

–Construye una escena imaginaria sobre la real y acentúa el componente novelesco de los textos reporteados.

–La prosa remite al ritmo de la mente, y las operaciones que articulan los términos del relato suelen ser la asociación libre y el monólogo interior, marcadas por el ritmo digresivo y acelerado de una corriente de la conciencia.

–Se vincula con las materias de lo onírico, el sentimiento, el estado anímico, la mente que organiza e interpreta: a través de la emoción que se hace explícita, el rastreo en los orígenes familiares y la metanarración (sobre qué pilares se asientan los rasgos de una determinada mirada); los cronistas de lo íntimo ponen como objeto la propia subjetividad, creando una conciencia al borde de la locura, que se protege a través del estudio minucioso de sus propios mecanismos de funcionamiento.

–Desarma lo real instituido –aquella “normalidad” y la previsibilidad reproducidas, por ejemplo, por el periodismo de diarios– y así cuestiona las convenciones discursivas antes dadas por naturales.

–Se opone, con nuevos recursos –el vuelco sobre la propia mirada y la experimentación formal con los géneros–, a un modelo de cronista sometido a la regulación de los soportes de publicación masiva, que operan como dispositivos de disciplinamiento.

 

Conciencia de anormalidad

El “caso” –si es tomado de la propia familia del cronista/ narrador/personaje– debe servir como excusa para abordar un tema más amplio. El espectro temático admitido abarca las nuevas y viejas prácticas del amor, el deseo y el consumo. Una proliferación de diarios de enfermedad y diarios de la abyec¬ción dan cuenta de un “exhibicionismo, como lo opuesto a la vergüenza”, según anotó el filósofo francés Didier Eribon sobre cómo se desconfigura un estigma arraigado. Tanto “Diván y talismán (químico)”, de María Moreno, como “Soy positivo”, de Pablo Pérez –ambos incluidos en este volumen, originalmente publicados en Clarín y Página/12–, dan cuenta de un fenómeno más amplio que se instaló con periodicidad y persistencia desde fines del siglo pasado a partir de las primeras entregas de “Convivir con virus”, de Marta Dillon, en el suplemento No de Página/12: la reapropiación positiva del cuerpo enfermo, como lo contrario al cuerpo sojuzgado. Así como en estas crónicas el temor y el riesgo de infección invaden la cama, también el deseo se manifiesta en la guardia, el consultorio, la farmacia: deseo e infección se funden en un doble movimiento de diferenciación y contaminación.

Es un individuo disfuncional el que suele encarnarse en estos cronistas-personajes: son una versión más o menos reciente del monstruo: son “los anormales” –en el sentido foucaultiano del término–; son descendientes de aquellos “incorregibles” que han aparecido en los márgenes de las técnicas modernas de encauzamiento. La “anormalidad” se manifiesta, en muchas de estas crónicas, como ausencia de buenos sentimientos: no amar, desear en la vejez, lastimar, autoflagelarse, tener una enfermedad mental o un desorden descripto por la psiquiatría aquí se deshacen de la connotación de “trastorno” y alientan significaciones positivas a partir del deslumbramiento, la atracción, la empatía y la identificación con modelos extraños del ser.

Rebelados ante quienes pretenden preservar el dominio de las anomalías, estos cronistas de la vida íntima pretenden desregular el sentido de las prácticas personales y se convierten, al mismo tiempo, en sujetos de saber y de deseo. Las excentricidades pierden su condición de anormalidad; el cuerpo disruptivo no quiere reconocer las exigencias que le había impuesto la industrialización; el cuerpo improductivo se presenta como un cuerpo de placer o de padecimiento, y a veces ambos ensamblados, como en “Sado gay, sufrir por amor”, el relato de Enzo Maqueira para Anfibia. Despatologizar –en el campo de las narrativas de realidad– significa quitar poder médico sobre lo que, de aquí en más, no será considerado como “patológico”.

 

Crónicas performáticas

El periodismo de suplantación o de rol, en su variante local, tiene raíces en el llamado periodismo gonzo, que surgió en la década de 1960 con la obra del estadounidense Hunter Thompson, quien vivió dieciocho meses con la banda de motociclistas Hell’s Angels para escribir un reportaje para la revista Rolling Stone, y en un antecedente latinoamericano: la revista colombiana SoHo, con su propio hito en la publicación del artículo “Seis meses con un salario mínimo” (de Andrés Felipe Solano, en 2007).

En esta vertiente, el cuerpo se utiliza como lienzo u ofrenda. María Sonia Cristoff, en “La habitación del humo”, da testimonio de una zona urbana extinguida y se pone a prueba con un “cigarrillo testigo” que podría reactivar su adicción: el cuerpo propio se concibe como instrumento dramático. La condición para que el rol se plasme es no fingir: como los buenos actores, los cronistas de rol se entregan a una forma del sacrificio; efectivamente es deportado desde España el cronista Alejandro Seselovsky, para Orsai, y de ese orden sacrificial son los estragos sufridos por el cronista Leonardo Faccio, para Etiqueta Negra, que está allí para desmontar las imposturas de un discurso dominante –el de la industria de los laboratorios– con su experiencia vivida. Entre la puesta performática y la técnica etnográfica, el periodismo de rol confiere al personaje del cronista un protagonismo en las antípodas de la banal egomanía de la llamada “Crónica del yo”. Esto no es exhibirse, sino exponerse; es menos la autopromoción que el riesgo y el escarnio padecidos para dar mayor tersura y entidad a una trama.

En su variante lúdica, la composición del rol encuentra modelos en los textos de Javier Sinay y de Cristian Alarcón. Ambos expresan el goce de hacer pública la construcción del personaje, de mostrar esa trastienda como un in progress de la crónica que hace de las fallas un motor narrativo. El error o el malentendido que afectan al aprendiz facilitan el extrañamiento, y de ese modo ejercen menos una cruzada que un arte de la transmutación para que el escenario se luzca, y este puede ser un lúgubre cementerio de provincia o el majestuoso carnaval de Barranquilla, en Colombia.

“El protagonista es normal y raro al mismo tiempo –describió Jorge Carrión a la vertiente performática de la crónica, en su prólogo a Mejor que ficción–, es testimonio de un mundo nuevo”. La autoobservación y la ofrenda del propio cuerpo como texto testimonian un cambio de método que llevó a Robert Boynton –en El nuevo nuevo periodismo– a afirmar que “si la experimentación literaria y la ambición artística eran las marcas del Nuevo periodismo, la de sus herederos es la profundidad reporteril”. Cuando esa permanencia prolongada en territorio –el formar parte de la escena narrada– no está asociada al fingimiento de una identidad, la vertiente es llamada “periodismo de inmersión”, y obliga a ciertos recursos: una primera persona en presente que favorece la vivencialidad, una atmósfera envolvente, un clima antes que un mensaje.

En estos casos, se trata de abandonarse a la escena (un viaje, un retiro espiritual, un bajofondo) para que la incomodidad y la inadecuación se desplieguen en el territorio de lo conocido o lo cercano. El desafío es mayor cuando –en los textos de Cicco y de Martín Rejtman– hay que narrar el encierro, en una habitación de hotel o en la casa propia, para que se plasme –por la negativa– el mundo exterior. “Inmersión” significa mirar por tiempos largos, estar ahí hasta mimetizarse con las paredes o las piedras, pretendiendo la invisibilidad para que la historia fluya como la vida, sin impostaciones ni adulteraciones, como una corriente que es captada, justo cuando ocurre, por un observador inerte.

Como el etnógrafo, el periodista de inmersión y el de rol no escriben otra cosa que confesiones: rozan el engaño, pero para dar cuenta de posibilidades y técnicas –la experiencia sensorial, la infiltración, la espontaneidad, el registro de habla popular– que definen una línea ética y estética.

 

Memorias

“¿Por qué –se pregunta el ensayista Scott Russell Sanders– hay tantos cronistas asumiendo la primera persona singular, y por qué tienen tantos lectores?”. La respuesta: “Es una manera de retomar una voz privada, idiosincrática, en una época de balbuceos anónimos. En la tevé, en los diarios, en el teléfono, allí donde haya palabras humanas encontramos más y más abstracciones, más fórmulas vacías. Por contraste, el ensayo personal nos confronta con lo concreto y lo particular. La no ficción se hace cargo de un territorio abdicado por la ficción contemporánea”.

La proliferación de memorias personales y familiares en la prensa gráfica del período fue también interpretada por el escritor y psicoanalista Germán García –en un texto de María Moreno publicado en Radar– como “una reapropiación del bildungsroman alla Werther, es decir, de algo tan antiguo como Goethe, pero que se retoma como ficción de vanguardia entre arte-vida”.

Más inclinados al peso de la autenticidad que al de la verdad, en el sentido de promover un desnudamiento contrario a la prueba, los autores de memorias se reparten entre aquellos que eligen autorretratarse y quienes indagan en una genealogía familiar propia o ajena. Entre los autorretratados incluidos, purgar significa menos hacer una catarsis que descender a los infiernos del pasado para que la vergüenza o el dolor vividos transmuten en aullido de liberación: los cronistas construidos por los textos de Daniel Molina, Leila Guerriero y Esther Díaz acotan, desarman, se lanzan –vuelven, se quedan, regresan– para operar en el presente del relato. En contacto con una foto propia (Ana María Shua), o entre el espanto y la devoción ante una maestra arpía (Nicola Costantino), o en nostálgica aprensión a la vida de pueblo (Guerriero), o sin sorpresa al revivir el hostigamiento deseante de sus agresores (Daniel Molina), todos ellos son conscientes de que la paradoja y la contradicción son sus mejores armas narrativas para que se recree todo lo complejo y enrevesado que puede ser el núcleo de sentidos que organiza (restituye, posibilita) el devenir de una vida cualquiera.

En la zona de “Genealogías”, la familia reformula sus requisitos y sus dogmas: en los textos de Laura Ramos, Juan Forn, Eduardo Berti e Hinde Pomeraniec se contradice la cláusula de amor sin mesura hacia los propios; se habilita a recordar con claroscuros, lejos del tributo, saldando cuentas en público, y las heridas empiezan a cerrarse en la medida en que lo indecible se nombra. En las crónicas de Luciana Mantero y Pablo Plotkin se reformulan los viejos mandatos de la familia biológica para dar cuenta de cómo incide la cultura sobre la biología a través de un flamante repertorio de permisos y potestades en clanes ensamblados y polisé-micos, menos articulados por el tabú y la represión que por la amorosa convivencia y una afirmación común.

Da testimonio el ser distinto; se estudian las cicatrices propias para que, en el proceso, se descubran prácticas de estigmatización social, influencia de la publicidad en los mandatos que rigen la vida cotidiana, arbitrio y dominación del sistema de consumo de íconos de belleza femenina y el modo en que cada uno de ellos omite, distorsiona, aligera o dramatiza su presente o su pasado para integrar una red de relaciones y sentidos.

Como señaló el periodista estadounidense-mexicano Francisco Goldman, sobre Di su nombre, el relato de la muerte de su pareja tras ser sorprendida por una ola del Pacífico, “la crónica se convierte en lucha para recuperar esa parte de uno que se había perdido junto con el objeto perdido autónomo”. Así se trate de estas variantes individuales, o de las historias asociadas a la formación y/o disolución de clanes tradicio¬nales o no convencionales, la memoria es autoproductiva: trabaja sobre un significante vívido asociado a la biografía del autor o personaje. En la construcción de paraísos perdidos –y zonas idealizadas de la infancia– que se da en muchos de estos artículos –los de Laura Ramos, Eduardo Berti y Juan Forn, por ejemplo– intervienen miradas melancólicas que ponen a la construcción imaginaria del pasado reciente y remoto en el mismo nivel que lo empírico; se produce una apropiación, no una distorsión. La realidad cambia su estatuto; se funde con el sueño, el recuerdo, la fantasía, y su alteración abandona el terreno de la falla o la infracción para formar parte de una verdad modificada por las miradas que se posan sobre ella.

Una voz subjetivamente descarada –como escribieron María Angulo y Jorge Miguel Rodríguez Rodríguez en Periodismo literario– no siempre responde al yo íntimo (o sí, pero no es significativo), pero “es ese ethos exhibicionista, irónico y sincero el que subyuga al lector, que se siente fuertemente atraído como un voyeur, por una personalidad desinhibida”. De modo fragmentario, estentóreo, por oleadas, estas prosas vibran de entusiasmo; dan cuenta no solo de una pulsión, sino también de una funcionalidad para los procesos de indagación en la interioridad del ser. Para desprenderse de una verdad falaz, autoimpuesta, el yo creativo formula una paradoja. La escritura de uno mismo, y de los próximos, se torna lodosa, como una inducción a ciegas, muchas veces por mera resistencia a los descubrimientos que pueda suscitar o, como afirma Roland Barthes en Barthes por Barthes, “porque aburre, intimida o estorba”.

 

 

Rutinas

Entornos cercanos, reconocibles, empiezan a ser desnaturalizados: el espacio que da cobijo a las rutinas diarias –los consumos culturales, las prácticas del trabajo y el ocio– será organizado en un mapa. Ese territorio organizado –iluminado– es “el abajo”, en términos de Michel De Certeau: donde termina la visibilidad, donde viven los practicantes ordinarios de la ciudad, “cuyo cuerpo obedece a los trazos gruesos y a los más finos de un ‘texto’ urbano que escriben sin poder leerlo”.

Ese chick lit neurótico de las columnas de “Te muerde” (de Mariana Enriquez para TXT), el flaneurismo desorientado de las de “La ciudad de la furia” (de Margarita García Robayo para Crítica de la Argentina), la gracia tímida y la potencia disimulada con la que ellas (Luisa Valenzuela, Sandra Russo y Cecilia Absatz) se rebelan –para La mujer de mi vida– ante la autoridad del diván, en su apogeo, se articulan en una voluntad común: pervertir el cómodo trans¬currir de una rutina de repetición periódica y desarmar el anestésico runrún de las acciones automáticas; hay que vivir de nuevo, refrescándose, como si la escritura se hiciera cargo de reconciliar a alguien con su vida.

Los personajes de estas piezas se comportan como arquetipos sociales identificables. Ya no se trata de encarar la conquista de una terra incognita, objeto revisitado por la no ficción desde las crónicas de Indias en el siglo xvi. Dentro de la crónica argentina posterior a Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, el modelo del explorador-viajero/héroe vuelve dominante un tipo de cronista en zona de riesgo, en desplazamientos al filo del peligro, navegando el límite entre la legalidad y la inseguridad personal. Por el contrario, el cronista de lo cotidiano se identifica más con el modelo exclamativo modernista latinoamericano de fines del siglo xix, con los viajes azorados de Miguel Cané o Rubén Darío matizados –esta vez– por un estado de vacilación o falla; el miedo, la fobia, la ansiedad, desde “Abstinencia: una historia de amor”, de Sonia Budassi, a “Diván y talismán (químico)”, de María Moreno, son motores narrativos que permiten un vínculo productivo con su entorno inmediato.

En su zona de “Terapias”, este libro incluye a quienes, en todo tipo de consultorios, salas de espera o banquillos de acusados, resignifican el cuerpo y la mente anormales; se desnudan para que, en el develamiento, se derrumben los últimos ecos de la vergüenza pasada. Estar ahí con ellos, acompañarlos, o asistir a un movimiento revelador –iluminador– de la conciencia ante el hecho fortuito –en “La parca”, de Martín Caparrós para Altaïr– es una manera de sentir que estamos menos solos y que nos atrae, a esta altura del partido, más lo que nos vincula que lo que nos diferencia de los otros.

 

 

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