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Editorial

Bette Howland: "El único estímulo real era el dolor"

Por Bette Howland

"No había sabido que palabras como esas estaban tan cerca de la superficie, en la punta de la lengua": así arranca S-3, el primer texto autobiográfico de Bette Howland.

Por Bette Howland. Traducción de Inés Garland.

 

 

 

En la unidad de terapia intensiva había una mujer a la que le habían hecho una cirugía a corazón abierto. Le habían implantado un monitor en el corazón; el monitor soltaba un pitido por segundo, día y noche, un compás persistente que no se apuraba ni se demoraba jamás, tal como parece que hace un corazón humano, incontables veces durante el día más común y corriente de nuestras vidas. Si se hubiese demorado, las enfermeras se habrían acercado a toda velocidad, con sus tacones rápidos y enérgicos, y habrían desaparecido detrás de las cortinas. La mujer estaba inconsciente, nunca se había despertado; su vida era un mecanismo; el compás regular se oía por toda la sala.

Yo debo de haber estado escuchando ese pitido por mucho tiempo antes de reconocerlo.

Me golpearon después las palabras de apertura de un ensayo que escribió una chica ciega sobre la ceguera. “Debe de estar oscuro. Eso es lo que la gente siempre te dice. Pero no está oscuro. No está nada”. Tal vez me equivoque, pero antes de todo eso no estaba oscuro: no estaba nada. Y podría haber tomado cualquier cantidad de tiempo subir a la superficie, llegar al umbral de la confusión. Había una especie de dolor difuso, un dolor que se debatía, y un sabor salado: el sabor del agua de mar. (Era el vapor de un respirador). Mi conciencia parecía fija, alineada con un anuncio particularmente penetrante:

Bip… Bip… Bip…

–Está todo bien ahora. Vas a estar bien –alguien me susurró al oído–. Ya pasó todo, ya pasó. Vas a empezar de nuevo. –Renovada, decía la voz–. Vas a renacer.

Yo no podía ver absolutamente nada.

De todo esto, nada me parecía raro; no tenía la energía para reflexiones de ese tipo. En ese momento no tenía pensamientos propios, no tenía emociones. El único estímulo real era el dolor y no podía descifrar de dónde provenía. Estaba agotada, absolutamente fuera de servicio. Tenía las manos aplastadas, pegadas con cinta adhesiva a unas tablas y sujetas a unos tubos (las sentía como remos); los tobillos también. Sentía en carne viva las áreas alrededor del ano y la uretra –más tubos, imaginé sobre la base de experiencias previas–. Me había arrancado los tubos que salían de la boca y de la nariz en un brote de semiinconsciencia. Estos tubos eran ahora mi mayor preocupación; me parecía que me tenían atada, me desconectaban, enredaban mi vida: quería liberarme. Luchaba todo el tiempo por levantar la cabeza y pegarles un tarascón; golpeaba los dientes tratando de partirlos en dos de un mordisco.

–¡Renaciste! –susurraba mi madre. Había estado esperando tres días, acampando en los pasillos del hospital y acechando las habitaciones a la espera de que yo me despertara. ¿Había planeado lo que iba a decir? ¿O se le ocurrió en ese momento? Nunca pregunté, aunque sé lo que estaba tratando de hacer. A su manera me estaba reviviendo, resucitando –como todas esas máquinas, máscaras, agujas, tubos que veía saliendo de mí por todas partes–.

Pero ella quería alimentar ese otro sistema, la función más vital de la vida. Era una madre después de todo, yo era su hija; ella pertenecía a ese sistema. Y yo lo había repudiado; así que ahora ella estaba tratando de ponerlo en funcionamiento otra vez.

Renacida. Renovada. Bip… Bip… Bip…

No había sabido que palabras como esas estaban tan cerca de la superficie, en la punta de la lengua. Por mucho tiempo habían sido mi secreto más profundo, mis protectoras, mis compañeras más íntimas. Y me sorprendía ahora escucharlas repetidas en voz alta de ese modo. Así que no eran secretas después de todo. Ni siquiera me pertenecían –evidentemente eran de propiedad común–. El primer sentimiento confuso que tuve, por lo tanto, en esos primeros momentos de esa, mi nueva vida, fue de desengaño. Mis deseos parecían defectuosos, deteriorados, im- potentes, apáticos.

Pero las deficiencias de una existencia previa no se apoderaban de mí ahora, no podían competir con la única cosa que me preocupaba inequívocamente: los tubos. Me escuchaba a mí misma rogando para que me los sacaran.

 

 

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