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Editorial

Cambio de aire

Por Alexandra Kohan

"La voluntad también puede ser un vicio": la autora de Y sin embargo, el amor Elogio de lo incierto fue la encargada de presentar Sodio, la última novela de Jorge Consiglio, en la librería. Compartimos su texto.

Por Alexandra Kohan.

 

 

Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada
hasta las lluvias
de su infancia,
que a las tardes crecían
entre sus piernas salpicadas
como alto y limpio pajonal que aislaba
las casonas
y desde sus paredes
celestes se ensanchaba.
 
Héctor Viel Temperley

 

Fumar y nadar. Así, juntas, esas dos actividades que implican, conciernen y necesitan de los pulmones, del aire que no puede faltar, se anudan en Sodio, la última novela de Jorge Consiglio. Los hilos de ese nudo que van a ser los hilos de casi toda una vida.

Fumar y nadar le proveen, al narrador/nadador, esa apariencia, esa ortopedia necesaria para pararse frente al mundo. Una apariencia que engaña, pero ¿a quién? A sí mismo, sobre todo a sí mismo. Fumar para aparentar que sabe lo que quiere, para aparentar determinación, certeza, seguridad: “los fumadores sabían qué era lo que querían. Y, sobre todo, cómo lograrlo”. Pero en el bautismo de humo, el nadador/narrador no lo logra: no puede saber lo que quiere porque la primera pitada, dada frente al mar, lo pone también de frente, no al mundo, sino a su mundo: a sus limitaciones: “soy flojo, me dije. Lamenté el hallazgo profundamente”. “Con desesperación, volví a nadar”. “Y esa experiencia me confirmó en un rumbo. Incierto, es verdad, pero rumbo al fin”. Fumar, otra vez, para aparentar frente al amor de la juventud -¿acaso hay otro?-. Esta vez no puede fallar. Y no falla. Disimula el asco. Por fin tiene entre sus manos la prótesis perfecta para mostrarse “como un gran señor”. Casi del mismo modo en que Amer, de Tres monedas, la novela anterior de Consiglio, necesitaba del tabaco porque sin él era un hombre a medias. La virilidad, la madurez, ese artificio necesario para ir al encuentro con los otros, con el mundo, se hace con tabaco.

 

Fumar. Nadar. Aparentar. Acaso tres actividades que requieren del cuerpo una exigencia mayúscula. Acaso tres actividades que requieren un cuerpo soberano. Sin embargo, si algo muestra el narrador de Sodio es que no tiene ninguna soberanía sobre nada. Son más bien los otros los que toman la iniciativa a la que él, que no tiene destino (28), se va plegando, un nadador que se deja llevar por la corriente. Sobre todo, aunque no solamente, es el deseo de las mujeres de esta historia, ese deseo a veces vuelto puro arbitrio, el que va llevándolo, arrastrándolo. Entre Raisa, cuyo nombre significa conductora y soberana, y Amanda, la que debe ser amada -una madre imbatible-, llevan de las narices al nadador por las aguas espesas, turbias y profundas de una vida en la que él, por momentos, parece tan solo un espectador. Siempre está un poco en otro lado. Es aquel que se deja estar. Aunque no hay ninguna pasividad en eso, más bien es un hacerse llevar. “Encendí un cigarrillo y me dejé estar” podría ser el lema de su vida.

 

Una familia entera se muda a Mar del Plata de un día para otro. “Nos va a venir bien a todos cambiar de aire”, dice el padre. Luego el nadador sabrá que fue por un amor no correspondido de Amanda, la que debe ser amada pero no lo fue. Es la infancia. No puede decidir. No es su voluntad. Pero, ¿cuándo es su voluntad? ¿Acaso se trata de voluntad? ¿Qué tiene que ver el deseo con la voluntad? Nada. “Más allá de lo que se diga, los vicios son, definitivamente, triunfos de la voluntad”. Pero la voluntad también puede ser un vicio.

 

Fumar. Nadar. Cambiar de aire. Un niño al que le empieza a cambiar el cuerpo más rápido de lo que puede cambiar de aire. Un niño imposibilitado de leer las pistas maternas menos por incapacidad que por el vicio de ella de escabullirse, de no ser hallada nunca: “Así era ella. Mi madre: mejor ignorar lo que nos afecta. Pensar lo indispensable. Variar de rumbo. A esto se abocó con cuerpo y alma. Tenía una destreza única: les cambiaba el sentido a las palabras. Las frases que armaba, como es obvio, tenían otro significado. Y esta noción, este nuevo concepto, era inestable, su definición variaba con las circunstancias. Interpretar a mi madre resultaba imposible”. Por eso, en el polo opuesto, su padre, ese “Conrad de cabotaje”, pero solo por la barba, es decir, por la apariencia, le proveía “el consuelo de la repetición”. La radio como ritual, “las emisoras certificaban nuestra estabilidad emocional”. Un niño en busca de certezas. Certezas que solo va a encontrar más tarde frente a las bocas, a las dentaduras, a los huesos que son los dientes. Los de los extraños pero también los de Amanda, también los de Raisa.

 

Fumar. Nadar. Desorientarse. Imposibilitado de pasar a otra cosa, de hacerse un destino, el narrador sigue las pistas ambiguas, equívocas de las mujeres de su vida. Raisa, ese amor de juventud ¿acaso hay otro? también es ambigua, esquiva, equívoca, y desorienta a la vez que se ve ella misma desorientada. “Conservaba la misma mirada -la atención no coincidía con el objeto enfocado por los ojos- que yo había registrado la primera vez que la vi. Al igual que los peces casi no pestañeaba”. Como la madre, que era un faro: “me distraía y orientaba al mismo tiempo”. Quizás en esta frase se condensa toda la odisea del narrador. Es la misma luz la que orienta y distrae. No hay orientación, sino en esa distracción. Quizás haya que dejar de pretender que la orientación venga de ese faro. Quizás haya que distraerse del todo.

 

Fumar. Nadar. Enamorarse. Mar del Plata, Buenos Aires, Brasil. Una cartografía amorosa que, sin embargo, al igual que un mapa antiguo, no termina de corresponder del todo con la realidad física que describe. Un amor que nunca es correspondido del todo pero que alcanza ¿alcanza? para mantenerse (des)orientado.

 

Fumar. Nadar. Olvidar. Neddy Merrill, el nadador de John Cheever, nada porque olvidó, nada porque niega. Atraviesa las piletas del condado imaginándolas como un río con el nombre de su mujer. El nadador de Consiglio no nada porque olvidó, sino para olvidar. Para entrar en un limbo en el que “la confusión de la vida, con su uña perturbadora, resultaba tolerable”. Porque la repetición de los movimientos, otra vez la repetición como estabilidad, “fundaban una espiral de bienestar”. Porque para el narrador, los hábitos eran su refugio, su único modo de preservación: “lo idéntico, un bálsamo”. Nadar y fumar “fundaron mis estrategias de supervivencia, un blindaje frente al incierto porvenir”.

 

Fumar. Nadar. Despertar. “intenté seguir durmiendo, pero no pude”. Algo lo despierta y ya nada será igual. Hacia el final de la historia se precipita, por fin, un acto propio. Algo pasa, algo atraviesa y se atraviesa ineluctable en el camino. Algo irrumpe, extraño, disolviendo por fin todas esas referencias que impedían hacerse un destino. Ya no se puede seguir durmiendo. Una mordedura cicatrizada. Algo despierta, algo lo despierta, algo se despierta y ya no se puede seguir igual. Por primera vez en la historia, en su historia, el deseo “aunque fuera una herramienta vieja y envenenada seguía siendo la única fuerza que movía el mundo”. El deseo, en la escena final, es por fin un poco menos ajeno. Casi sin aire, el nadador por fin despierta y empieza a escribir un destino un poco más propio. Como en el epígrafe de Hitchcock, podría decir “siempre regreso antes de alcanzar el final. Salvo una vez”. 

 

Nadar. Fumar. Por fin vivir. En el hades le ponen a Orfeo una única condición para llevar de nuevo a Eurídice a la vida, para sacarla del inframundo: no mirarla hasta tanto no hayan salido de ahí. Orfeo no soporta la tentación y la mira. Por eso la vuelve a perder. Eurídice dos veces perdida. Orfeo finalmente queda muerto en vida. El Orfeo de Consiglio mira también de frente sabiendo “que había llegado a ver algo que jamás debería haber visto”, pero lo hace sabiendo también que esa es la única posibilidad de perder algo que lo lleve, por fin, a cruzar un umbral y empezar a vivir. 

 

 

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