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Cassandra después

Un cuento de Julia Armfield

"El problema, claro, era que había estado enterrada pero ahora no lo estaba, aunque podía decirse que tal era el caso de muchas cosas". Leé uno de los cuentos de El gran despertar, novedad de Sigilo.

 Por Julia Armfield.

 

El regreso de mi novia era un hecho incontestable. Se sentó en el sofá y volcó agua en la alfombra. Mi madre siempre me había recomendado que no respondiese a la puerta entre medianoche y las tres de la mañana. Este barrio es raro, decía, en un tono más paranoide de lo que quería. Cómprate un cerrojo, ten las cortinas cerradas.

Después de una muerte los judíos acostumbran cubrir los espejos, pero yo era católica de nacimiento y agnóstica por goteo, y antes de responder a la puerta me examinaba compulsivamente el aspecto. La noche en que golpeó mi novia, mi cara en el espejo parecía papel de diario, entintada alrededor de los ojos y debajo del cuello. Ella estaba en el umbral vestida como la habían enterrado; me dio una palmadita en la barbilla, como solía hacer, y me dijo que parecía llevar días sin dormir. Es malo para la piel, mi amor. Deja de beber café. Había muerto seis meses antes y la piel se le estaba desprendiendo de los huesos, pero daba la impresión de no notarlo.

La tradición de la Iglesia Católica designa tres etapas del duelo: profundo, medio y ligero. Una vez mi novia había bromeado con que sonaban como marcas de compresas: Medio Duelo, para tus días difíciles. Bien entrada la década de 1950, se esperaba que las viudas guardaran un año de duelo profundo, seguido de seis meses de cada uno de los otros, durante los cuales solo podían vestir mezclas de negro y blanco, grises suaves o en ocasiones morados pálidos. Lo leí en un libro de etiqueta funeraria que había tomado en préstamo de la biblioteca, donde en «Proceso de Duelo Conyugal» leí también una advertencia sobre la posibilidad de acortar el período si al cabo de un año la viuda encontraba un pretendiente que considerase viable. Había retenido el libro hasta meses después de la fecha de devolución y empezaba a recibir mensajes furiosos de la bibliotecaria cuando mi novia volvió.

El problema, claro, era que había estado enterrada pero ahora no lo estaba, aunque podía decirse que tal era el caso de muchas cosas. Yo había sido católica practicante y ahora no lo era. De modo no muy diferente del de mi fe religiosa, su muerte simplemente había caducado. La hice entrar y la dejé sentada en el sofá mientras calentaba un poco de arroz chino y llenaba un vaso de jugo de piña. Era su comida reconfortante: grasas y bromelina. A menudo me había dado clases sobre las propiedades antiinflamatorias de la piña, la eficacia para impedir las cataratas y las enfermedades cardíacas. Al sacar el arroz del microondas noté que me había escrito en la mano la palabra «dientes» para acordarme de cepillármelos. Desde la muerte de mi novia había desarrollado el hábito de irme a dormir sin lavarme y levantarme con la lengua pastosa y un extraño sabor a yodo.

Cuando le di la comida alzó una ceja, aunque comió con amabilidad y solo pareció avergonzarse un poco cuando un bocado se le atragantó y tuvo que toser para expulsarlo.

No digiero, dijo a modo de explicación, pero eres una dulzura. Me senté frente a ella en la mesa ratona y le quité el barro de las mangas. Registré una especie de alarma lejana, un sentimiento que se alzó como un compromiso, como la obligación de aplaudir al final de una obra más allá de su mérito. El miedo se me instaló discretamente en la base de la columna, esperando motivos para subir un poco más. Ella avanzó un hombro hacia mí –¿ves algo que te guste?– y los tendones expuestos de su clavícula se retorcieron y soltaron.

Una vez, en la presentación de un libro, me había apoyado en una mesa con pilas de literatura queer y al enderezarme tiré al suelo un vaso con vino. Tranquila, dijo ella, entonces una extraña, pantalones de cuero falso, emblema de la compostura perfecta. Se sentó en la otra punta de la mesa, deteniendo con un pie el creciente charco de vino. ¿Conoces a la autora, preguntó, moviendo la cabeza hacia la muchedumbre apretada en torno a la mujer que estaba firmando ejemplares, o simplemente te gusta hacer escenas en las librerías? Era más alta que yo, rubia y con un corte como una gorra de natación. Yo tenía puesto un traje sastre –no que fuera una ropa habitual en mí–, y después me pregunté más de una vez si de haberme vestido de otro modo ella me habría hablado. Me dijo que se llamaba Cassandra y fraguó una loca expresión de profetisa que me hizo reír. Escribió su número en su ejemplar del libro de la presentación y me lo dio. Cuando lo abrí más tarde, noté que ya lo tenía firmado y había escrito el número debajo de la dedicatoria: Cassie, nunca habría conseguido hacer esto sin ti.

Después de no poder terminar el arroz, Cassandra se recostó en los almohadones del sofá y preguntó cuánto hacía que no me cortaba el pelo. Sostenía el jugo con cierta dejadez y me inquietó que decidiese volcarlo en la alfombra o tirármelo a la cara. Sentada en el bajo sofá de segunda mano, sobre la manta de crochet que había tejido mi madre para cubrir las marcas de botas, era una especie de horror apacible; la figura de una muchacha que un demente había sacado del ataúd y colocado derecha a participar en una cena.

Me dijo despreocupadamente que había encontrado contra la lápida un ramo de flores que decía QEPD, Clive y se había pasado casi una hora andando por el cementerio en busca de un lugar correcto donde ponerlo. No había ningún Clive cerca de mí, explicó, pero me parecía grosero no buscar. Al fin había dejado el ramo en la lápida de un tal Trevor, nombre en su opinión lo bastante próximo a Clive por época y tipo social como para ser casi equivalente. Lo que quiero decir con esto es que siento que me llevara tanto tiempo llegar aquí, añadió, dejando el jugo sobre la mesita para apoyar la mano en mi pierna. Noté que tenía las uñas sucias y una expresión rara, y sentí que el cuerpo se me tensaba como un puño y una helada rigidez me dominaba los músculos de las piernas.

La tradición funeraria católica favorece enérgicamente la sepultura por encima del ritual crematorio. Esto se relaciona sobre todo con la creencia en la resurrección del cuerpo, una extraña aproximación de requisitos y condiciones a los misterios sagrados que dictan que solo quienes hayan sido enterrados intactos tendrán acceso a la vida eterna. La idea siempre me recordó un chiste de domingo escolar: cuando mis primos fumaban bajo la ventana del vestíbulo, me tiraban las cenizas en los zapatos y yo me las sacudía pateando: ¡Y al tercer día resucitó! Ah, no, un momento, si lo cremaron. Falsa alarma. Aun si no era católica mi novia prefirió que la enterraran, una decisión que una vez me había comunicado de una manera muy considerada pero negándose a explicar las razones o por qué había sacado el tema. Yo le había dicho que quería que me cremasen, aunque era más que nada un disparo de respuesta al frío que sentí esa mañana. Ella me tomó de las manos y las sopló; incomprensiblemente irritada, cuando sopló tan fuerte que me dejó gotitas de saliva en los dedos yo retiré una mano para limpiármela. En ti hay una vena egoísta, dijo ella, en respuesta a aquello o tal vez a otra cosa. Un costado mezquino. No siempre eres muy bondadosa. Yo lo objeté y aparté el juicio del fuego para dejarlo en reposo, hasta que concluí que a fin de cuentas ella tenía razón y, como una nena, eso al contrario me gustó. Extrañamente el reconocimiento llegó a ser como un permiso; la vena mezquina, una vez dicha en voz alta, era una cualidad que me resultó fácil perdonarme.

Me había contado que las mujeres de su familia tendían a morir de maneras raras, y después de terminar una porción de torta ópera escribió una lista en una servilleta de bodegón. Con un ademán increíblemente sexi, la agitó antes de deslizármela como una oferta en una subasta muda. Yo la agité a mi vez y la leí mientras ella pedía la cuenta, tomando nota de las altas consonantes inclinadas que parecían contrabandear vocales en el papel.

◆ Tía abuela Helen: murió en la marea en Margate, cubierta de medusas

◆ Abuela Louise trató de suicidarse primero comiendo un tiesto de poinsettias (cosa que no funcionó) y luego tragando lavandina (cosa que sí)

◆ Prima tercera Caroline: se cayó por la ventana de un cuarto piso recibiendo una entrega de adornos de Navidad.

La lista se extendía por doce o trece horrores y abarcaba del parentesco íntimo al meramente tangencial. De la prima segunda Anya (cinco grados de lejanía) estaba documentado que había sido empalada en los cuernos de un ciervo, mientras que de Marina (parentesco no especificado: algo que ver con el tercer marido de la bisabuela) se apuntaba de modo algo críptico que la habían convencido de una sed terrible. Mientras yo leía pagó la cuenta rechazando mis protestas con un gesto. Salta a la vista que yo dejaré de estar por aquí antes que tú, dijo, bien puedo malgastar el dinero.

Esa salida al bodegón fue nuestra tercera cita, si bien dentro de una especie de tecnicismo. La primera cita (así llamada) había comprendido el encuentro en la librería. La segunda la había propulsado una llamada de pánico, ya de noche, y la había instigado yo tras convencerme de que no iba a proponer nada y ella propuso beber una copa. Colgué y me vestí enseguida, echándome encima un suéter rojo oscuro que esperaba la distrajese de la cascarita que me había arrancado en el mentón. Quince minutos después de la hora fijada me encontró en la puerta del pub y dijo alegremente que había dado dos vueltas por el lugar y no me había reconocido. La cita fue una mezcla de naturalidad y acartonamiento. Cassandra preguntó una sola vez si debía haber ido a otro lado, pero cuando le pregunté por qué lo decía se limitó a sonreír. Relájate. No paras de escabullirte.

En un lugar de la mejilla se le había caído tanto la piel que se veía la inclinación vertical de los dientes. Mirándola mientras hablaba, pensé en los dibujos recortables de los manuales de biología con el cuerpo humano revelado como una casa de muñecas: capas de dermis y tejido graso en hojas que se iban retirando para mostrar un corte transversal anotado del hígado y los pulmones. Me llevé el tazón de arroz sin terminar y el vaso de jugo y al dejarlos en la encimera de la cocina eché una mirada a la postal que una vez ella había puesto en la nevera. Un grabado en cartón de una ciudad subrayado con tipografía en tinta negra. Tal vez no exista ningún cielo pero en algún lugar existe un San Francisco. En las semanas siguientes a su muerte yo había sacado esa postal y vuelto a ponerla varias veces y me había paseado por la cocina sujetándola con el pulgar y el índice, acercándome al cubo de basura pero sin decidirme nunca a tirarla. Había hecho toda clase de cosas en esas semanas tensas, mordientes, que se me habían hundido en la carne como colmillos. Había encendido varillas de incienso y abierto las ventanas esperando que entraran pájaros. Había llamado a emisoras de radio y participado en concursos para ganar Toyotas, batidoras de cocina y vacaciones en España. Una mañana, poseída por una manía chocante, me había arrancado dos uñas de raíz y me había quedado varios minutos mirándolas antes de tirarlas al inodoro y apretar el botón.

Dónde está la fruta, dijo Cassandra levantándose del sofá para juntarse conmigo frente a la heladera. Estaba húmeda, hecha una pegajosa permanencia empapada, y del pelo le chorreaba cieno en las baldosas. Miraba el tazón de fruta, abandonado e hirsuto de granadas rancias. Le dije que no recordaba desde cuándo no iba a hacer las compras y giró los ojos hacia mí. Siempre me pareció un milagro que no tuvieras escorbuto. Pensé en todas las otras cosas en que ya no podía fiarme de mí; en las facturas de electricidad que había pasado por la trituradora, los iris enanos que se me habían muerto en las macetas. Me dijo que en cuanto amaneciese iría al negocio de la esquina a comprarme una bolsa de naranjas de sangre, pero yo le advertí que podía asustar a los demás clientes. Bueno, no quisiera avergonzarte, replicó fríamente. De pronto descubrí que dudaba de la fuerza de mi tronco, una sensación de aire escapando de un neumático que pisó vidrio. El miedo que se me había asentado en la base de la espalda trepó un poco, aferrándola como manos hostiles.

Más allá de la ventana el cielo era gris ballena. Se me ocurrió que estaba sudando, aunque la noche era fría; tenía en las piernas manchas verdes de todas las veces que vagando aturdida por la casa las había estrellado contra las puertas y los bordes de las mesas bajas. Pero lo que yo quiero, dijo Cassandra como retomando una conversación totalmente normal, es que me cuentes qué has estado haciendo. Todo. La miré y pensé en lo mucho que siempre me había encantado su atención y cuánto al mismo tiempo la había odiado. Ella me devolvió una mirada ecuánime; el labio desprendido parecía un tramo de valla rajado por un rayo. No mucho, dije después de una pausa, siguiendo con mis cosas. Me interesa más cómo has estado tú.

Meneó la cabeza. Nunca quieres hablar de ti. Sé que crees que es de buena educación, pero la verdad es que me hace sentir que no me tienes confianza. Suspiré, tratando de nivelar la lógica de su lenguaje con la locura de su apariencia. Ella meneó la cabeza otra vez y una fracción de lombriz le cayó de la oreja.

Me había llevado a galerías de arte, cafés ucranianos y secciones poco conocidas de librerías. A citas en tardes de cielo alimonado y al aire abierto; yo la había tomado de la mano en el metro elevado y dejado que me besara sobre un plato de rugelach. Mira qué pelo tienes, decía a menudo, mírate las manos, mira cómo dices las cosas. Era su forma de lisonjearme, aunque a la vez se podía entender como una tarea para soportar semejante escrutinio. Para mi cumpleaños, dos meses después de conocernos, me había invitado con Muscadet y ostras en un lugar que conocía y nos las habíamos ingeniado para emborracharnos hasta la ridiculez en alrededor de una hora. Las ostras eran buenas; lujo barato; arrugas de sal, espinas y marea. Miré cómo se le movía la garganta al tragar y pensé en todos los chicos que había besado. ¿En qué estás pensando?, me preguntó, lamiéndose el labio de abajo y las puntas de los incisivos. Le conté que mi padre siempre rociaba las ostras con un pellizco de limón, la contracción temblorosa de las pastosas criaturitas con la punzada. No me di cuenta de que ya las conocías, replicó ella, inclinándose hacia atrás en el taburete como si la hubiese empujado. ¡Y yo convencida de que te estoy abriendo horizontes! Me reí, le serví más vino y apuré una ostra con un brío desacostumbrado. Hay que ver los aires que te das. Pásame otra. 

De noche, cuando habíamos salido, me acostumbré a friccionarme las manos con loción para obligarme a esperar antes de responderle los mensajes. Lo pasé de maravilla, escribía, y luego enviaba la foto de un perro que había visto en un tren. Mientras esperaba que se me secaran las manos, yo circulaba por la impaciencia, por la apatía, por el sorprendente y efímero deseo de no textearle nunca más. Yo también, respondía siempre, poco después de superar el último impulso y empezar el ciclo otra vez. Luego le contaba qué música estaba escuchando y ella daba sus opiniones y así seguíamos hasta que una de las dos se quedaba dormida.

¿Entonces te has hecho lesbiana?, me había preguntado una amiga tomando té con una caja de donas. Yo había intentado explicarle lo que pensaba usando la escala Kinsey, decirle que no era eso pero tampoco bisexualidad, y por la mitad me había dado por vencida.

Una noche Cassandra y yo habíamos ido a un club gay más que nada de hombres. Era casi otoño, el frío se sentía en la piel como uñas rasguñando madera y en la cola ella me cubrió los hombros con su campera. En respuesta yo la había besado y al instante me había arrepentido, porque unos hombres que estaban en la acera me ovacionaron y yo me aparté avergonzada y me doblé el tobillo en el borde del zapato. Adentro nos compré bebidas y traté de no besarla de nuevo, aunque ella me alcanzó en la mejilla y luego en el ángulo de la boca. En la pista me había lanzado los brazos desnudos a los hombros y yo había sentido un shock de electricidad tan violento que había retrocedido tambaleándome. Habíamos terminado bailando con un grupo de hombres bastante indiferentes, el más amistoso de los cuales me tiró de la trenza y, a propósito de nada en especial, había gritado me encantan las aprendizas. De repente me había dejado hundir, empapada de tequila y música fuerte, había bailado ridículamente y abrazado el cuello de mi novia. ¡Qué cursilada este lugar!, parece que le había gritado en un momento y ella me había dicho que no ofendiese a la clientela.

A la salida del club yo había descubierto que me habían robado la billetera y había acabado bañada en llanto en un café abierto toda la noche. Inclinada sobre una mesa junto a la ventana había revuelto una y otra vez el bolso, vapuleado y ácido de náuseas secas. Cassandra se me había insertado bruscamente en la visión, en cuclillas con las manos en mis muslos. Recuerdo poco de lo que hablamos esa noche, pero sé que le dije que aquello parecía un castigo y que puso los ojos en blanco. No puedes avergonzarte de todo, dijo, de un modo que abarcaba más que el café, la noche entera, todo.

Al día siguiente me desperté con resaca y fui a la iglesia católica del final de mi calle, en donde no había estado nunca. Dentro olía no a incienso, como huelen las iglesias en las biografías, sino a sudor y cera para muebles, pan rancio y Gucci Guilty. En la puerta alguien me dio un himnario con marcas de dedos en la pegajosa contratapa de plástico. Me senté en un banco cerca del fondo y hojeé el índice tratando de descifrar los grafiti de escuela dominical: acá estuvo Roxane; una sola sagrada iglesia católica y apostólica; santa cecilia era tortillera & santa luisa también.

Después Cassandra supo encontrarme; traía café y tartitas de manzana, y ofreció ayudarme a pedir otra tarjeta de crédito y una licencia de conducir nueva. Deslizó una mano a mi alrededor y me besó en la esquina de la boca de una forma que me hizo amarla con locura, aunque minutos antes le había prometido a Dios lo contrario. 

Era evidente que el libro de la biblioteca sobre costumbres de duelo estaba fechado, sobre todo por cómo enfatizaba que en los meses posteriores a la muerte el doliente se abstuviera de bailes y festejos. 

Durante el período de duelo, decía, se aconseja inhibirse de asistir tanto a funciones públicas como a fiestas privadas y de organizar reuniones numerosas en el hogar. Se puede cenar con amigos selectos y continuar con aquellos deportes y pasatiempos que se consideren razonablemente apropiados, pero la vestimenta debe ser siempre oscura y solo pertinente al deporte del caso.

Una viuda, seguía, no ha de aceptar atenciones románticas abiertas ni clandestinas por espacio de un año. Si se desestimara esta regla, debería abandonarse enteramente toda prenda de luto y fingida adherencia al período de duelo.

En la cocina, Cassandra había encendido la radio y estaba cantando con Barry Manilow la canción sobre una despedida y el regreso a una ciudad donde nada parecía claro. Bajo la luz del techo vi qué poco pelo tenía y cómo traqueteaban los dientes en los alveolos, dislocados por tanta tierra y tanto tiempo fuera de vista. ¿Es una posesión esto?, pregunté, y me miró como si se sorprendiera. No, dijo bajando la radio, en el sentido técnico no. Más bien una manifestación. La acusé de enredarme en minucias semánticas y ella me acusó de ineptitud para los matices. Discutimos y tuve la impresión de que todo era muy a la manera de antes, salvo por cómo se le veían los huesos a través de la piel.

¿Tú sientes eso especialmente?, inquirió, y yo la miré deprisa. Tenía una expresión lisa pero en la mirada famélica de aire había algo punzante y amargo. Quiero decir en términos generales, pinchó, pero me negué a morder la carnada.

Te veo cansada, dijo a la larga y se estiró para apartarme el pelo de la cara, aunque tenía los dedos húmedos, viscosos, y yo sentía la frente mojada también. Creo, quise decir, que nunca merecí que me prestaras atención, pero solo encogí los hombros y me di vuelta, tratando de recordar cómo se ahuyentaban los fantasmas en las películas. Noté que mi teléfono titilaba en la encimera; luz verde, más que azul, lo que significaba que era un mensaje de un sitio web de citas.

Soy nueva, decía mi perfil. No sé bien qué estoy buscando. 

El fin de semana siguiente a la primera vez que dormí con mi novia fui a cortarme el pelo. Mi peluquera, una mujer propensa a pasarse de confianza, me contó sin motivo que hacía poco una amiga suya se había «vuelto gay» y que ella, la peluquera, no estaba segura de querer invitarla de nuevo a la cena de buffet que hacían el segundo sábado de cada mes. La sensación no fue muy diferente de la de perder pie, o comprender que la persona con quien se está viviendo un momento emocional está más borracha de lo que una pensaba. Siguió cortándome el pelo y yo me quedé en el sillón sin pedirle que explicara qué quería decir exactamente. Una vez hubo terminado, despegué el velcro de la capa negra con que me había cubierto y mi pelo cayó como volcado de un frasco.

Cassandra besaba bien, era buena conversadora y una buena jueza de paz. Yo era mala en la cama y lo sabía, pero siempre había sido mala para el sexo y me estresaba decirle que no se trataba de ella. Le expliqué que me sentía flotar fuera de mí y observar todo con holgura, a distancia. Le expliqué que después no me sentía mejor ni peor, pero sí con la impresión abrumadora de no haber entendido lo importante. Ella meneó la cabeza, me besó y me dijo que no me tomara las cosas tan en serio. Más tarde nos quedamos dormidas juntas y me desperté boqueando de la pesadilla de que ella me clavaba garras en los costados.

Por entonces mi cuerpo era un desastre: me crujían las articulaciones, digería con dificultad, la boca era un martirio de úlceras y me sangraban las encías. Lo que me excitaba, entre otras cosas, era que me mordiesen y me agarrasen por las raíces del pelo. Durante el sexo, a veces mi novia me decía que nunca había deseado tanto a nadie y yo a veces le decía lo mismo y a veces no decía nada de nada. Después del sexo a ella le gustaba comer budincitos de arroz que guardaba en la heladera de mi casa. Los sábados por la mañana iba a nadar en el lago del parque mientras yo ponía a lavar la ropa y pasaba la aspiradora. Volvía oliendo a musgo y lentejas de agua, y yo le secaba el pelo y le leía el horóscopo del diario. Los domingos los pasábamos en casa solas, mirábamos películas y hacíamos salsas para pastas, y a menudo eran esos mis momentos preferidos.

Es como unas vacaciones, ¿no?, me preguntó una amiga, lamiéndose mermelada y azúcar de donuts del nudillo de un pulgar. Esto de la chica. Una solución temporaria, nada más. Pensé en la lista de Cassandra en la servilleta, el tácito aplazamiento prometido –Tía abuela Helen: murió en la marea– y no supe qué decir. A veces me convencía de que lo había inventado yo –amor, atracción, todo–, de que cada persona que había conocido era un invento mío.

Temí que empezara a salir el sol y ella aún estuviera ahí. Quería saber si el manual de duelo tenía alguna nota de etiqueta para visitas de difuntos recientes, pero parecía insensible consultarlo delante de ella. Por mucho que insistiera en que su presencia no constituía una posesión, había detrás de su vaguedad un propósito extraño, una incapacidad para decir algo imperioso que estúpidamente me traía a la cabeza películas de fantasmas con asuntos inacabados, póltergeists que asolaban casas señoriales en vez de exponer sus quejas en voz alta. Ella daba vueltas y vueltas por mi cocina recogiendo cosas y dejándolas caer, reordenando los imanes de la heladera. Me encontré deseando que hubiera vuelto como vampira o mujer loba, un ser con colmillos y voluntad destructiva. Tal como estaban las cosas, al parecer, la tarea de hacer algo de la visita recaía en mí.

Noté que le costaba mantener el cuerpo derecho. Se apoyaba en la mesada de la cocina y la rodilla se le doblaba demasiado hacia atrás: los tendones se escabullían a través de tejidos frágiles. La piel de los dedos parecía más suelta que una hora antes, los lechos de las uñas se habían fruncido y agrietado. A veces, cuando ella estaba dormida, yo le había espiado la oreja, preguntándome si se podría verle el alma, enterrada bajo la cóclea o la blanda base del tímpano. Ahora era extraño poder ver directamente ciertas zonas: el fondo de la garganta y la caja torácica, donde la piel se había gastado para revelar los interiores oscuros, los abiertos huecos del pecho. Siempre me había imaginado su alma como una costura en tela, un hilván metálico en tejido de lana. Mirándola por dentro me pregunté si podía esperarse encontrar esa costura o, como mucho de lo que reconocí, simplemente se le había desprendido del cuerpo y estaba perdida.

Qué estás pensando, me preguntó, y me di cuenta de que no podía decirle que la había extrañado, aunque era así y también deseaba que se fuera. Es terrible cuando no me hablas, presionó, y otra vez sentí el rencor rondando los espacios de la conversación que yo me negaba a llenar. Era terrible, se corrigió, lo que me cayó como un golpe bajo.

Yo había besado a un hombre, una sola vez en una velada del trabajo, y luego había esperado que Cassandra fuera comprensiva. Realmente no sé bien por qué pensé que sería así, salvo porque antes no había estado nunca con una mujer y quizás preveía ingenuamente el mismo apoyo incondicional que recibía de mis amigas. No tenía ninguna intención. Cuando se lo conté, ella lloró y yo, irritada sin escrúpulos, le exigí varias veces que me escuchase porque no estaba oyendo lo que intentaba decirle. Lo que oigo es que nos tomas como un experimento, me dijo, que para ti la norma es otra cosa. No supe qué contestar y me encontré disculpándome, sorprendida de comprender mi culpa tan de repente. Qué mezquina puedes ser, pensé en compulsivos círculos de mantra, una voz mental que a veces era la mía y a menudo la de Cassandra. Por tres días no volvimos a hablar, durante los cuales me entró tal pánico a perderla que le envié treinta y nueve mensajes histéricamente insustanciales: una foto de mi desayuno, una cita de una película, un largo texto sobre cuál de mis líneas de tren había tenido ese día una demora.

Al fin perdí todo resto de juicio y un jueves por la noche pasé por su casa a disculparme, llevando una selección de ofrendas: un ramo de girasoles y un paquete de budincitos de arroz. Le dije que iba a esforzarme más y que si el hombre aquel del club gay me había identificado. como aprendiza delante de todo el mundo ella debía tenerme confianza. No creo que fuera eso lo que quiso decir, replicó, pero ya la había divertido bastante como para que me dejara entrar y, poco después, permitirme besarla en el sillón reclinable que tenía en el charco de luz de una lámpara de pie. Cuánto más yo misma me siento ahora, le dije, sin saber del todo si quería decir en ese momento o desde que nos habíamos conocido. Terminé por quedarme toda la noche y todo el viernes, gozando, por ese lapso, del sentimiento de algo más decidido o más cierto, aunque, la verdad sea dicha, si las cosas hubieran sucedido de otro modo, no sé si a la larga no habría vuelto a estropearlas.

El viernes a la mañana me dio un beso, se levantó y se fue a nadar, como siempre, y no volvió. No llevaba encima nada para identificarla más que la dirección escrita en el revés del traje de neopreno, y si cuando golpeó la policía yo no hubiera estado aún en su habitación nunca habrían llegado a avisarme.

A menudo los entierros católicos están precedidos por una vigilia conocida como Recepción del Cuerpo. Es un ritual centrado sobre todo en la familia cercana; un breve servicio de la noche anterior al sepelio, durante el cual se traslada el ataúd a la iglesia y los más íntimos del difunto se reúnen a rezar el rosario. Está entendido como un período de quietud y reflexión, pero también permite a los deudos la primera visión del ataúd a fin de atenuar la impresión al día siguiente. 

Como he dicho, mi novia no era católica, y aunque lo hubiera sido nadie habría sabido quién era yo para invitarme a la vigilia, si es que hubiera habido una adonde ir.

Mi teléfono seguía titilando en verde pero mi novia no daba la impresión de notarlo. A estas alturas se le estaban desgajando los costados, visibles a través de la ropa roída, un desprendimiento de las costillas que parecía no dolerle pero que cuando lo miré me aguijoneó los hombros y el pecho. Como si la impulsara un temporizador, me entró una sensación de pánico, un hormigueo de lágrimas frustradas. Sabía que una versión mejor del cuento de fantasmas que tenía lugar en mi cocina habría supuesto pedirle disculpas por haber asistido a su entierro como una vecina, por no presentarme a su familia e informar a mis padres que aquel fin de semana no podría verlos porque había muerto una colega. Sabía que otro cuento de fantasmas, más satisfactorio, habría terminado con la venganza consumada y un viento cinematográfico dispersando las cenizas de mi novia.

El caso es que hablé torpemente y tropecé con su expresión torva. Le dije que lamentaba no haber sido mejor o no haberme esforzado más y me miró con ojos que eran de por sí una aparición, por mucho que ella pudiese haberlo negado. Le dije que me había dormido en la cómoda verdad de mis límites y ella sacudió la cabeza de una manera que sentí cruel y paliativa a la vez. Apreté la cara contra la parte demasiado blanda del pecho donde aún tenía la piel intacta y me descubrí comprendiendo que en algunos lugares la superficie del mundo es más fina. Que es por esos lugares por donde escapan las cosas raras, verdaderas.

No hablamos mucho más, aunque se rio cuando solté la trivialidad de que no tenía nada que ofrecerle para que durmiera. A la mañana le dije a la mujer que me había mandado mensajes por el sitio para citas que en ese momento no podía hablar; estaba en la cocina barriendo los huesos de una chica que había amado.

 

 

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