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Ficcion

Clair de lune: un cuento de Steven Millhauser

Con traducción de Carlos Gardini

"El verano en que cumplí quince años no podía dormirme". Uno de los extraordinarios relatos de Steven Millhauser (Nueva York, 1943), Premio Pulitzer de Ficción, tomado de El lanzador de cuchillos (Interzona). 

Por Steven Millhauser. Traducción de Carlos Gardini.

 

 

 

El verano en que cumplí quince años no podía dormirme. Permanecía acostado de espaldas, inmóvil, en una perfecta imitación del sueño, y me imaginaba profundamente dormido, con la cabeza vuelta al costado y un tendón sobresaliendo en el cuello, pero aun mientras me observaba a mí mismo, tendido y muerto para el mundo, oía el tenue zumbido de mi reloj eléctrico, un crujido en el altillo –como una pisada–, el grave murmullo de los camiones que rodaban por la lejana autopista. Sentía el cuello del pijama en la mandíbula. A través de mis párpados trémulos intuía que la oscuridad de la noche no era suficientemente oscura, y abriendo súbitamente los ojos, como para sorprender a alguien en mi cuarto, veía el claro de luna atravesando la persiana.

Distinguía la pantalla de la lámpara y el cuello de la lámpara, un gran girasol negro y encorvado. En el piso, junto a la biblioteca, el rey blanco y parte de un alfil negro relucían en el tablero de ajedrez bañado por la luna. El claro de luna llenaba mi habitación. La oscuridad que yo anhelaba, la oscuridad que antes me protegía, se había replegado a los rincones, donde formaba bultos gruesos y velludos. Sentía una pesadez en el pecho, una opresión. Quería ocultarme en la oscuridad. Cerraba desesperadamente los ojos, imaginando la negrura de una noche de invierno: la nieve cubría las calles silenciosas, en el porche había un pico apoyado junto al buzón negro y sus relucientes carámbanos, franjas de nieve cubrían los travesaños de los postes telefónicos y el borde superior de los carteles de metal: y siempre, a través de mis párpados, sentía que la oscuridad se replegaba ante el claro de luna.

Una noche me senté bruscamente en la cama y alcé las mantas. Los ojos me ardían de insomnio. Ya no soportaba esta invasión continua de la oscuridad. Me vestí en silencio, con sigilo, pues la habitación de mis padres estaba del otro lado de mis dos bibliotecas, y luego atravesé el pasillo y salí al living. Una franja de luz lunar bañaba el cojín de un sofá. En el atril las negras notas del “Segundo arabesco” de Debussy, que mi madre había practicado esa noche, contrastaban con la blancura de las páginas. En un cenicero profundo con forma de caracola, la cazoleta de la pipa de mi padre relucía como un trozo de obsidiana.

Vacilé un instante en la puerta, salí a la cálida noche estival. 

El cielo me sorprendió. Tenía un azul profundo, el azul del gorro de un hechicero, de los cielos nocturnos de las viejas películas en tecnicolor, de profundos lagos de montaña en campiñas suizas pintadas en viejos rompecabezas. Recordé la vez en que mi padre había extraído un círculo de plata de un bolsillo del saco de cuero de su cámara y me lo había dado, y a través del vidrio azul oscuro vi un mundo azul oscuro del color de esta noche. Salí de la sombra de la casa a la blancura de la luna. La luna era tan brillante que no podía mirarla, como si fuera un sol nocturno. La intensa blancura parecía caliente, pero por algún motivo pensé en la reluciente y gruesa escarcha del interior del refrigerador de una tienda apenas recordada: las paletas y vasos de helado con costras de cristal de hielo, el aire frío parecido al vapor.

Olí la marea baja en el aire y pensé en ir a la playa, pero me encontré caminando hacia el otro lado. Pues ya sabía adónde iba –lo sabía y no lo sabía– en esa noche azul como un hechicero, donde todas las cosas estaban transfiguradas, y mientras pasaba frente a los chalets vecinos, observé la sombra de las chimeneas, negras y nítidas sobre los tejados, las antenas de televisión limpias y duras contra el cielo nocturno.

Pronto los chalets cedieron el paso a casas pequeñas, y el olor de la marea se disipó. La sombra de los cables telefónicos se perfilaba claramente en las calles bañadas por la luna. Las sombras de los cables parecían pentagramas curvos. En la puerta blanca y brillante de un garaje, las sombras oblicuas e intrincadas de una red de baloncesto me recordaron los aparejos del barco de madera que había construido con mi padre un verano de mi infancia. No entendía por qué nadie estaba fuera en una noche como esta. ¿Yo era el único que había salido de su opresivo escondrijo a la luna estival? En un garaje abierto y vacío vi latas de pintura lunar en un estante, una escalerita de aluminio colgada de ganchos, sillas de jardín plegadas. Bajo los arces de grandes hojas, el claro de luna pestañeaba sobre mis manos.

Oh, sabía adónde iba, no quería saber adónde iba, en el aire cálido y azul con pequeñas ráfagas de frescura, pequeños estallidos de olor a hierba y olor a hojas, a lilas y resina fresca. 

En el centro de la ciudad corté camino por el estacionamiento del banco, crucé la calle mayor y seguí adelante. 

Cuando llegué al túnel de la autopista, vi la mitad superior de los camiones rodando contra el cielo azul oscuro y, debajo de ellos, enmarcado por paredes de hormigón y una tajada de carretera, un mundo más oscuro y verde: un mundo acogedor de carreteras sinuosas y casas tapiadas, una verde negrura donde titilaban las manchas amarillas de los faroles, las manchas blancas del claro de luna.

Mientras pasaba bajo la alta y temblorosa autopista dirigién dome a la parte vieja de la ciudad, las paredes oscuras, salpicadas de inscripciones con tiza, me hicieron pensar en criaturas acechantes

 emergidas del infierno, cargando en los hombros las pistas de una cancha de boliche celestial.

Del otro lado del túnel miré la luna casi llena. Estaba un poco borrosa de un lado, pero tan dura y nítida del otro que parecía que podía cortarme el dedo con ella.

Cuando volví a mirar arriba, verdes hojas de roble tapaban parcialmente la luna. Caminé bajo árboles altos junto a setos altos. Sobre un poste había un buzón que parecía una hogaza. Franjas de luz lunar macizas como tablones bajaban al sesgo. 

Entré en una calle más oscura, y al rato me detuve frente a una casona que estaba a cierta distancia de la calle. 

Y mi propósito, alimentado por la intensa luna y la azul noche estival, me resultó súbitamente claro: entraría por el fondo de la casa, como un malhechor. Quizás hubiera un columpio. Quizás ella me viera desde una ventana. Nunca la había visitado, nunca la había acompañado a su casa. Mi sentimiento era demasiado secreto, y estaba encerrado en túneles oscuros y tortuosos. Éramos amigos

 de la escuela, pero nuestra amistad nunca había superado los límites de la escuela. Quizá pudiera dejarle alguna señal, algo para mostrarle que había recorrido la noche estival para entrar en el fondo de su casa.

Pasé bajo uno de los grandes tuliperos del frente y caminé por el costado de la casa. En una ventana negra vi mi súbito rostro. En alguna parte creí oír voces, y cuando rodeé el fondo de la casa para entrar en el resplandor de la luna, vi cuatro muchachas jugando a la pelota.

Jugaban al béisbol en el brillante claro de luna, como si fuera un día de verano. Sonja bateaba. Yo conocía a las otras tres muchachas, pues todas eran compañeras de escuela: Marcia, como lanzadora; Jeanie, como primer relevo; Bernice, en el perímetro, a pocos pasos de mí. Vestían ropas que yo nunca les había visto, pantalones sueltos, pantalones cortos y camisetas y camisas de varón, como si estuvieran vestidas para una obra sobre varones. Bernice tenía una gorra de béisbol y una chaqueta atada a la cintura. En la escuela usaban faldas hasta la rodilla y blusas bien planchadas, vestidos de verano livianos con cinturón de cuero. Esas muchachas ambiguas me excitaban y perturbaban, como si hubiera tropezado con un rito secreto. Sonja, al verme, se echó a reír.

–Vaya, mirad quién está aquí –dijo, con esa voz socarrona que siempre me obligaba a adoptar un cauto tono de broma–. ¿Quién es ese alto forastero? –Se apoyó el bate amarillo en el hombro, negándose a sorprenderse–. Vamos, no te quedes ahí. Puedes atajar. 

Usaba pantalones holgados arremangados hasta las pantorrillas,  una camiseta abolsada con las mangas por encima de los codos, zapatillas blancas sin medias. Su cabello me sorprendió: estaba recogido,  mostrando las orejas. Yo recordaba su rubia cascada de cabello sobre un costado de la cara.

Todas se volvieron hacia mí, sonrieron y me invitaron a acercarme. Yo me acerqué riendo, echándome el pelo hacia atrás, hundiendo las manos en los bolsillos.

Pronto estuve detrás de la base del bateador, atajando, anunciando bolas y strikes. Las chicas se tomaban el juego en serio, Sonja y Jeanie contra Marcia y Bernice. Marcia tenía una enérgica bola curva que insistía en desviarse.

–¿Strike? –protestó Sonja–. No seas ridículo. Le erró por un kilómetro. ¡Que se muera el árbitro! –Sus orejas achatadas me irritaban. Jeanie me miraba con cara de pocos amigos, los puños en las caderas. Usaba una camisa de varón más larga que sus pantalones cortos, así que lucía desnuda, como si se hubiera puesto la camisa sobre la ropa interior. Sus piernas bronceadas relucían en el claro de luna, su rubia cola de caballo rebotaba al menor movimiento, y en los pliegues de su camisa suelta sus senos saltarines aparecían y desaparecían, haciéndome pensar en bolas de estambre. Las muchachas  se mecían con fuerza, corrían a las bases de papel, lanzaban como varones. Gritaban “¡Mira eso!” y ¡Así se hace!”. Al cabo de un rato me dejaron jugar mientras ellas se turnaban en el papel de árbitro. Mientras jugábamos, me pareció que las muchachas se deshilachaban: la camisa a cuadros de Marcia estaba apenas metida en los pantalones desteñidos, mechones de cabello caían sobre las mejillas húmedas de Jeanie, Bernice, un destello en el aparato dental, arrojó la chaqueta que llevaba ceñida a la cintura, los puños de la camisa de Sonja insistían en caerse. Marcia atajó un roletazo, giró y me lo arrojó a la segunda base, Sonja corrió desde la primera base y de pronto resbaló; sentada en la hierba, debajo de mí, apoyada en los codos, estiró las piernas a ambos lados de mis pies, un remache de cobre reluciendo en un bolsillo del pantalón, el destello de la cremallera, un mechón de cabello sobre una ceja. Me fulminó con la mirada. 

–¡Entré con tiempo de sobra! –exclamó, y lanzó una ronca carcajada. Jeanie también se echó a reír, y Marcia y Bernice. Algo cedió en mi pecho y lancé una risa estridente y liberadora, la risa de la niñez, hasta que me dolieron las costillas y me ardieron los ojos. Nuevas carcajadas bajo el cielo azul de la noche estival.

Sonja se levantó, se arremangó la camiseta.

–¿Por qué no bebemos una Coca? –sugirió–. Ya estoy cansada. –Se enjugó la frente húmeda con el brazo bronceado. La seguimos por la escalinata de la cocina, blanqueada por la luna–. Silencio, gente –susurró, alzando los ojos al cielo raso mientras echaba cubos de hielo en unos vasos y servía refrescos tintineantes y susurrantes. Las otras muchachas salieron con los vasos, y oí sus voces por la ventana abierta. Sonja se sentó junto a la escurridera y yo me quedé frente a ella, apoyándome en la nevera. Quería preguntarle si siempre jugaban de noche, o si era algo que solo había ocurrido esa noche, esa azul noche de ensueño, noche de aventuras y revelaciones, noche de la visita imposible que ella no me había pedido. Quería oírle decir que la noche azul tenía el color de los viejos rompecabezas, que el mundo era un misterio azul, que mientras estaba acostada me había imaginado recorriendo la noche para llegar al fondo de su casa, pero ella solo se quedó sentada, meciendo las piernas, bebiendo su refresco, sin decir nada. Una tronchada franja de luna cruzaba la escurridera, caía bajo el fregadero, se curvaba en el linóleo antes de detenerse en la sombra.

Ella estaba sentada frente a mí, las manos en la franja plateada del borde del fregadero, meciendo las piernas en el claro de luna. Apretaba las rodillas pero separaba las pantorrillas, y un pie estaba medio vuelto hacia el otro. Podía verle los huesos de los tobillos. Tenía los pantalones arremangados, una pierna más que la otra. Las oscilantes pantorrillas se ensanchaban un instante antes de desaparecer.

El suave vaivén, las pantorrillas crecientes y menguantes, los puños arremangados, las costillas gomosas de la escurridera, el destello de la ventana, todo esto me parecía tan misterioso como

 el claro de luna que me había guiado por la noche hasta esta cocina, el claro de luna que bañaba los cuchillos y tenedores y los oscilantes tobillos de Sonja.

 En ocasiones Sonja recogía su vaso y, reclinando la cabeza, bebía un burbujeante sorbo de refresco. La columna de su garganta temblaba cuando ella tragaba, y aunque estaba sentada, era como si moviera todo el cuerpo: sus piernas se hamacaban, su garganta oscilaba, sus manos iban del fregadero al vaso, y algo trémulo parecía brotar de ella, como si hubiera tragado un efervescente fragmento de claro de luna y lo exhalara por las piernas y los dedos. 

Por la ventana yo veía la hierba iluminada por la luna, el bate de plástico amarillo, un rincón del garaje y un retazo de noche purpúrea, y oía los murmullos de Marcia, el rumor de los camiones que rodaban por el cielo, un insecto crujiente.

Era cautivo del hechizo azul y oscuro de la cocina, de las pantorrillas oscilantes, de la vajilla reluciente, del claro de luna en el linóleo, de ese silencio que parecía llenarse con algo semejante a una piel tensa, un temblor. Me quedé inmóvil y alerta en medio del hechizo.

Sonja aferró el borde del fregadero, meció las pantorrillas bajo las rodillas apretadas, arqueó la cintura. Sus ojos brillaron como un claro de luna negro. Había en sus brazos una tensión que yo podía sentir en los míos, una tensión que ondulaba en su garganta; de pronto se echó a reír.

–¿De qué te ríes? –pregunté, sorprendido, defraudado.

–De nada –dijo ella, bajándose del fregadero–. De todo. De ti, por ejemplo. –Caminó hasta la puerta–. Terminemos por hoy, gente –dijo, abriendo la puerta. Las tres muchachas estaban sentadas en la escalera.

Marcia aspiró profundamente, se desperezó despacio y arqueó la espalda; la camisa a cuadros le ciñó los pechos, como si los irguiera hacia el azul cielo nocturno, la luna estival.

Luego las tres se despidieron deprisa y echaron a andar por el jardín, perdiéndose de vista detrás del garaje. 

–Por aquí, honorable señor –dijo Sonja. Frunciendo el ceño, apoyándose un dedo en los labios, me condujo desde la cocina hasta el sombrío living, donde vislumbré destellos de bronce y cristal: el borde de la pala del hogar, la base de una lámpara, el vidrio negro de la pantalla del televisor. Llegó a la puerta flanqueada por delgadas franjas de vidrio, movió el picaporte, abrió la puerta de madera, sostuvo el cancel. Detrás de ella un tramo de escaleras alfombradas trepaba a la oscuridad.

–¡Gentil caballero, abur! –dijo con una reverencia burlona.

Me empujó. Le vi alzar el brazo y sentí sus dedos en la cara. Cerró la puerta con una risotada.

Pasó tan deprisa que no supe qué había pasado. En algún momento entre el “abur” y la risa había pasado algo distinto, un hecho que pertenecía a un ámbito más elevado y oculto, algo relacionado con la cocina azul y oscura, la vajilla reluciente y las piernas oscilantes, el misterio de la azul noche estival. Era como si, bajo la cascada de luz de luna, bajo la luz azulada que empapaba las cosas, disolviendo el mundo diurno, se hubiera liberado una forma nueva.

Me quedé un rato frente a la puerta, como esperando que se transformara en otra cosa: el sendero de un bosque, una cortina ondulante. Luego me alejé de la casa por baldosas rojas y negras, miré las oscuras ventanas por encima del hombro, y eché a andar por la acera bajo altos robles y olmos. 

Sentía una nueva liviandad en el pecho, como si hubiera eliminado un nudo que me impedía respirar. Era una noche de revelaciones, pero ahora veía que cada partícula de la noche era igual a las demás. La senda de notas negras en la página del libro de música, el bate amarillo en la hierba, la inclinación precisa de cada cuchillo en la escurridera, los tobillos de Sonja meciéndose en el claro de luna, la espalda arqueada de Marcia, la mano alzada hacia mi rostro, todo esto era tan único e irrepetible como la historia de un antiguo reino. Pues yo había querido dar un paseo antes de acostarme, pero había salido de mi habitación a la primera noche de verano, la única noche de verano.

El claro de luna se derramaba bajo los altos árboles, atravesando el ramaje. Toda la noche había bañado jardines, chimeneas, letreros, postes telefónicos y aceras hinchadas por raíces. Caía lentamente a través del follaje, pegándose al aire tibio, formando grumos en la sombra de las hojas. Sentía el claro de luna en las manos. Me embargó una fatiga, una fatiga trémula de euforia. Tenía la sensación de estar expandiéndome, volviéndome más liviano. Bajo las ramas, el aire estaba tan denso con el claro de luna que apenas me dejaba avanzar. Mis pies parecían pisar un aire grueso y esponjoso. Sentí un extraño vértigo, y cuando miré abajo vi que caminaba encima de la acera. Alcé el pie y subí un poco más. Luego me puse a trepar la tupida maraña de luna y sombra, a veces patinando, hundiéndome un poco, sosteniéndome con ayuda de las ramas, y pronto salí a la claridad de la luna sobre la copa de un árbol. Oscuros campos de aire azul se extendían por doquier. Miré abajo: las hojas iluminadas por la luna, la parte superior de un farol, las franjas de luz lunar que se inclinaban como escaleritas blancas bajo las hojas. Avancé cuidadosamente encima de los árboles, dando pasos leves que se hundían profundamente, luego trepé un poco más, hasta que una brisa me arrastró hacia las azules comarcas de la noche.

 

 

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