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Cóndores inconmovibles planeando bajo

Por Mercedes Araujo

"Flecha se aleja, tan rápido, sin peso y nos mira de lejos. El que manda no, el que manda nos mira de cerca hasta que se cansa y se aleja, camina bailando, como un zorro". Uno de los textos que pueden encontrarse en la antología por los 10 años del Filba Nacional.

Por Mercedes Araujo.

 

 

Respirá, respirá el aire fresco. Trae vahos de jarilla macho.

Él es flecha y nos va a seguir todo el trayecto, lo presenta.

Respiro y veo el rabo de Flecha, va y viene, va y viene. Flecha es agalgado en las costillas, tiene el pelo corto y duro y un poco de barba. Caracolea las caderas con el hocico en el suelo, levanta las orejas.

La jarilla macho, la hembra y la jarilla orientadora. La orientadora, o la Norte-Sur que le dicen, la hojitas se disponen con el frente hacia el este y el reverso hacia el oeste, busca el sol tibio de la mañana y el de la tarde, pero evita el del mediodía. No es tonta, no se desagua. Olé, olé bien, el aire huele a tomillo.

La jarilla es lo contrario al cactus. El cactus no regula, consume agua sin cuidado, al final cualquier roce hace que explote y se seque, sentencia. Pensar en los excesos del cactus justo hoy.

Hace un día que llegamos y desde entonces atravesamos, primero un viento frío y húmedo que empujaba nubes turbulentas, luego víboras eléctricas rasgando el cielo y al fin, una feroz granizada anunciada por nubarrones cargados, a los que no les creímos nada. La granizada se anunció en un bramido, primero, después en un rugido estrepitoso y ahí nos quedamos, conversando de pie, las cabezas listas para la pedrada. Y los granizos del tamaño de un damasco, cayeron y rebotaron. Desde entonces, treinta escritores arrastramos cuerpitos escurridos bajo el aguacero.

Esta mañana partimos a la caminata encebollados, remera, buzo, campera. Nadie trae zapatos apropiados. Él no, él anda en remera y manda. Demasiada ropa, dejen las camperas en la camioneta, nos dejamos, corderitos de cara negra. Flecha avanza por una huella que sube acaracolada, hecha y contrahecha de curvas bordeando el acantilado. Recién arriba se da vuelta. Nosotros no, nosotros iremos poniendo una pisada detrás de la otra, cuidadosos y retobados, no nos gusta el barro y no trajimos el cuerpo con los músculos adecuados. Pero tenemos el corazón caliente, nos convencemos, y ahí vamos, las rocas aplacadas, los bordes filudos rodeando el arroyo. ¿Sobre qué escribir? Sobre nombres. De lugares: Rama Caída, Agua del toro, Los Reyunos, Los Chihuidos; de Cerros: El Sosneado, El Guanaquero, El Overo, el Blanco y el Malo, de chica los recité de memoria. Y sobre animales, un vizcachón, una ranita esteparia, el sapo espinoso, un pato del torrente, el gecko de Darwin, una dormilona ceja grande. Cada tanto alguien pregunta, ¿y esta planta, que huele medio dulce pero venenosa? La chañar brea, la plantita que se desnuda.

Esto no es montaña ni cordillera, es bloque exhumado, el sanrafaelino pampeano, enseña el que manda. Exhumó hace trescientos cincuenta millones de años, al verle la cara a la roca, se aprecian. Lo llamamos el milhoja. Una capa sobre la otra. Una adentro de la otra. La roca está atravesada por miles de pequeñas líneas de hierro oxidado. Resbalamos sobre la huella empantanada. Un escritor pelea con los pies en el barro de la orilla. Los zapatos son de ciudad avisa, si me encajo, voy a usar ojotas durante los próximos tres días.

Flecha se aleja, tan rápido, sin peso y nos mira de lejos. El que manda no, el que manda nos mira de cerca hasta que se cansa y se aleja, camina bailando, como un zorro.

Cada tanto advierte, acaricien la roca para sostenerse. O: por ahí no, eso es barro puro. Tarde, con una pata enterrada hasta el tobillo, intento movimientos parecidos a los de una cabra. Saltitos cortos. No sirven. Alguien dice, qué pena que Flecha no sea más alto, si no lo montábamos como un pony, por turnos. Nos enjuagamos la cara, las manos. Andamos como lisiados, damos pena, pero tenemos el corazón caliente, nos consolamos.

Busco, animales, guanacos, cuises, una lechuza de ojos manchados. No están, todo es amplio y vacío, hay monte, espinillo y una novedad, dice el que manda, las jarillas acogotadas por parásitas. Las acogotadoras son hermosas, de hojas verdes y minúsculas florecitas color bermellón, casi rubí, pero animales no hay, o quizás sí, escondido algún pichiciego, una serpiente, en algún lado deben estar.

Avanzamos y el sol aparece apenas por detrás del cerro e ilumina un telar circular sostenido desde el borde de un espinillo hasta el brazo ofrecido de un aguaribay, la araña teje; detrás, el agua del arroyo rebota contra las piedras y salpica gotas densas que motean la red, la luz se les posa, refracta y destella.

Insectos hay.

Como lisiados, en una pata, en la otra, agarrándonos desde los codos, la mano que desentierra. Le pedimos al que manda una tregua. Cuatro escritores, un cuerpo por piedra enorme, dejamos de resoplar y miramos algo más que los tobillos del que camina adelante. Brisa suave y perfumada, menta peperina.

Respirá, respirá bien.

El paisaje es desolado, añil, rojo, amarillo y anaranjado velados, lechosos. La ceniza injertada hasta en los pliegues y recién nos damos cuenta de que el suelo se volvió arenoso y pálido.

Entonces, los cuatro que achinan los ojos, tienen los cuerpos entregados a la piedra y la respiración jadeante, oyen. Abril del 32. El año de la tormenta oscura. La explosión del Descabezado, tres días en noches, la ceniza cubrió pasturas y envenenó el agua. Imaginen ese momento, una nube negra cubre el sol y hace de una tarde de abril cualquiera una noche cerrada que no amanece más. Imaginen la escena en cada rancho, ni puta idea de qué había pasado.

El que manda se calla, descansa con los ojos clavados al suelo y no nos dirige la palabra. De pronto se para, camina y se aleja más que nunca.

Los cuatro cuerpos sin despegarse de sus piedras buscan a Flecha con los ojos. No está. El que manda aparece a la distancia, se acerca, tiene los ojos sombríos y casi de costado murmura: no podemos seguir porque la huella está inundada. O volvemos o habrá que improvisar, anuncia. Ahora viene la parte difícil, además no hay agua. Rezongamos.

Ni avanzar ni retroceder. Flecha aparece y desaparece. Nos mira con cara de pena.

Los animales saben. El que manda arranca, pero esta vez nadie lo sigue. Se pierde entre los cerros cenicientos. Clavamos los ojos al cielo, las nubes corren y aparecen los primeros animales. Cóndores inconmovibles planeando bajo.

 

 

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