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Prólogos

Debut y despedida: la novela de culto que Leonard Gardner nos dejó

Por Mauro Libertella

"Gardner encarnó el gran mito norteamericano del escritor que escribe desde la vida. En esa única novela volcó todo lo que tenía, todo lo que había acumulado en el disco rígido de sus experiencias, y se vació". Con traducción de Juan Nadalini, Chai Editora recupera un clásico estadounidense.

Por Mauro Libertella.

     

Stockton es una ciudad mediana en el estado de California, sobre el oeste de los Estados Unidos. En los años cincuenta y sesenta vivían ahí cerca de trescientas mil personas y el número no se ha modificado demasiado desde entonces, como si su destino fuera congelarse en una postal inmóvil que logre contener, de manera asombrosa, algo muy profundo de la esencia de ese país. Ciudad de palmeras raquíticas y diners abiertos toda la noche, podría ser una más de las decenas y decenas que se desparraman por el mapa norteamericano, si no fuera porque en 1969 un hombre publicó una novela donde la rebautizó como Fat City y clavó a esa ciudad, la ciudad donde nació y creció, en otro mapa, ya legendario: el de la literatura en inglés del siglo XX.

Fat City cuenta la vida de dos hombres, boxeadores, exboxeadores o aspirantes a boxeador, según el momento, la circunstancia y el estado de ánimo que vayan teniendo a lo largo del libro. A Billy Tully lo dejó su mujer y deambula por hoteles tratando de encontrarle algún sentido a su dolor. Fue un boxeador renombrado del circuito under pero la desesperación y el alcohol le impidieron seguir, como si hubiera perdido la fuerza, acaso el espíritu. Una tarde, en un gimnasio vacío, conoce a Ernie Munger, un muchacho de dieciocho años, de pecho lampiño y piernas flacas. “Tendrías que dedicarte al boxeo”, sentencia Tully cuando lo ve golpear un saco pesado. De ese modo le marca un destino, y así empieza esta historia de altibajos, de pequeños hitos privados y de caídas desoladoras.

El boxeo es un potentísimo formador de mitologías y de subjetividad en la historia norteamericana y es un prisma muy nítido para leer las tensiones –políticas, raciales, colectivas– de sociedades que siempre están en crisis. El boxeo ayudó a resolver dilemas históricos y consagró a tipos marginales como íconos pop. Los personajes de Fat City buscan también una redención, y en la novela están narradas las razones existenciales del deporte: la necesidad de salir del suburbio a los golpes y ganarse un lugar a fuerza de voluntad, y un terco instinto de superación que muy pocos boxeadores (solo los grandes) pueden realmente atravesar. 

En ese sentido, la de Leonard Gardner es una novela agridulce sobre un puñado de destinos truncos. La historia de dos o tres vidas que tenían que salir bien y salieron mal pero tampoco tan mal, porque finalmente hay un crecimiento, hay una superación: el boxeador es aquel que se cae pero se vuelve a levantar y, por eso, quizás como ningún otro, el boxeo es el deporte-metáfora por excelencia, ese que en un cuadrilátero de cinco por cinco puede contener el arco biológico completo de una vida.

Fat City no es, sin embargo, estrictamente, una novela “de boxeadores”. En sus poco más de doscientas páginas viaja al fondo de ese misterio sin respuesta que es la cabeza y el corazón de los hombres. ¿Qué es un hombre? Gardner, casi sin proponérselo, un poco por diseño y un poco por azar, escribió un libro sobre un grupo de varones que se acompañan en su soledad y de ese modo atrapó el sentido intangible de esa pregunta. Están Tully y Munger, pero también Rubén Luna, el entrenador, que atraviesa un matrimonio largo y desangelado y llega a la noche al gimnasio para buscar, él también, su propia dosis de sueño y portento. Les presta dinero, los cuida como a sus hijos, los aconseja sobre sus vidas personales, los cura cuando están lastimados y, aunque lo decepcionen y hasta lo traicionen, su amor por ellos es indestructible. Algunas de las escenas más hermosas de este libro suceden cuando están todos juntos, en un auto viejo, atravesando una ruta que los va a llevar a alguna pelea en un pueblo ignoto. Se diría que para eso boxean: para estar juntos.

Además del deporte y la vida errante de los hoteles, este relato funciona como una radiografía del jornalero y los trabajos precarios y a destajo. Billy Tully y los suyos se congregan en esquinas de la ciudad, en los instantes previos al amanecer, para procurarse un asiento en alguno de los camiones destartalados que llevan hombres a los grandes campos de cultivos a cosechar tomates o cebollas. Largos días al sol por noventa centavos de dólar y luego parar en un bar, antes de volver a casa, para tomar un par de cervezas en la barra intercambiando frases sueltas con el cantinero.

Publicada originalmente a fines de los sesenta, esta novela se entronca en una tradición donde están los primeros discos de Tom Waits, las películas de Clint Eastwood, las fotos de Robert Frank, los libros de John Fante y de Richard Yates. Ha pasado medio siglo y sin embargo la actualidad de su registro emocional es asombrosa, incluso inquietante; cincuenta años después, esa sensación crepuscular de algo que se está por terminar parece escrita ayer. En 1972, John Huston llevó la novela a la pantalla grande. Los fans coinciden en que fue su última obra maestra.

Más extraño es el caso de Leonard Gardner, su autor. Nacido en Stockton en 1933, su padre, texano, fue un inspector postal con una oficina en un majestuoso edificio federal en el centro de la ciudad; su madre, inglesa, era ama de casa y tenía una doble inclinación por la religión y el arte. Cuando cumplió siete años, Leonard y su hermana contrajeron la temida fiebre reumática y él pasó dos años fuera de la escuela. Para ayudarlo con su recuperación, el padre le compró sus primeros guantes de boxeo e instaló una bolsa de entrenamiento en el garage. Pasó dos años dándole golpes a esa bolsa mientras conversaba con su padre sobre las viejas glorias del deporte. Así, el viejo Gardner le transfirió al hijo una pasión.

A los doce años empezó a frecuentar el Lido Gym, un punto de encuentro neurálgico de boxeadores amateur y profesionales que sería el centro de la acción de la novela que escribiría mucho después, aunque todavía no lo sabía. Fue en aquellos años, sin embargo, cuando nació también su gusto por la escritura. A los diecinueve dejó el terruño y vivió un tiempo en Ciudad de México para radicarse, luego, en San Francisco, porque en Estados Unidos para ser escritor primero hay que tomar la ruta, salir al camino. 

Escribió Fat City durante cuatro años, en su casa de San Francisco, pero en ocasiones volvía a Stockton para activar el recuerdo de esos gimnasios y esos hoteles donde sucedía la trama de aquello que estaba escribiendo. El libro se publicó en 1969, al filo de una década brillante, y se convirtió rápidamente en un clásico de culto. Tenía todos los elementos para serlo: era una novela norteamericana en toda su paleta cromática, hablaba de la soledad y del amor y de la amistad y del dolor y era áspera e inolvidable. 

¿Y qué pasó después? ¿Qué extraño efecto produjo ese libro en ese escritor? Leonard Gardner nunca volvió a publicar otro libro. A principios de los setenta trabajó en la adaptación con John Houston y luego soltó un par de cuentos para revistas como Paris Review, pero nada más. Dijo que Fat City tenía originalmente cuatrocientas páginas y en el proceso de corrección eliminó más de la mitad del material para que cada frase tuviera una importancia única en la trama. Quizás un escritor así solo puede escribir un libro. Ahora tiene más de noventa años y hace veinte que asegura, al que se lo pregunta, que está “puliendo una novela”. Hay que verlo: un hombre que se pasa toda la vida ajustando la terminación de una frase, modificando un adjetivo, quitando un paréntesis. Gardner encarnó, en esos remotos años sesenta, el gran mito norteamericano del escritor que escribe desde la vida. En esa única novela volcó todo lo que tenía, todo lo que había acumulado en el disco rígido de sus experiencias, y se vació. 

Hoy, su Stockton natal se transformó como lo hacen siempre las ciudades: las casas se convirtieron en edificios, los viejos bares de borrachos son ahora pequeños cafés de especialidad. Sin embargo, algo sobrevive; en la ciudad de hoy están los restos de la ciudad vieja, los escombros de un gimnasio, de un hotel de mala muerte. Aguzando el oído aún se puede escuchar el sonido de un guante de cuero golpeando un saco de entrenamiento. “Fat City” es una expresión del mundo del boxeo que significa algo así como el paraíso en la tierra, pero también remite al viejo sueño de dar el batacazo, de pegarla. En 2012, Stockton fue la primera ciudad de Estados Unidos de más de doscientos mil habitantes en declararse en bancarrota. Destinos truncados, ilusiones perdidas. ¿No es ese el único escenario posible para una novela así? 

En 2015, el sello New York Review of Books Classics incorporó Fat City a su colección, de enorme prestigio. La ciudad dorada empezaba poco a poco a reconstruirse luego de tocar fondo y el libro que mejor la había retratado volvía a las librerías, en una edición definitiva. Lo que había ocurrido a fines de los sesenta ahora entonces podía volver a suceder. Esto: un chico solo, en el banco de una plaza cualquiera, leyendo la historia de Billy Tully y Ernie Munger. Un chico o una chica en una ciudad remota, bajo la sombra prodigiosa de un árbol, leyendo una vez más un libro, este libro.

 

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