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Dios los cría: así comienza su libro Bette Howland

Eterna Cadencia Editora vuelve a traernos a esta escritora largamente olvidada con un conjunto imbatible de nouvelles.

Por Bette Howland. Traducción de Inés Garland.


En la familia de mi padre todos se parecían; todos eran idénticos a la rama de su madre. Abarbanel era su apellido de soltera, y así les dice mi madre hasta el día de hoy: “Los Abarbanel, esa banda de cotorras escandalosas”. Tienen el parecido de los de la misma especie. Hombres enormes, morenos, virilmente marcados de viruela, mejillas azuladas por la barba inminente, mucho pelo, narices notorias. (Eso es válido para la tía Honey también; supongo que por eso nunca se casó). Mi abuelo se debe de haber preguntado qué hacía metido ahí. Yo me lo preguntaba. No tan claramente; pero hasta un niño podía darse cuenta de que el viejo no estaba hecho de la misma madera; y en las ruidosas cenas familiares –todos hablaban al mismo tiempo, subiendo el volumen cada vez más, como si estuvieran hablando idiomas distintos– él se quedaba dormido en la mesa; con la cabeza apoyada sobre las manos juntas en el mantel con manchas de vino.

No se le movía ni un pelo del bigote.

Mentiría si dijera que lo recuerdo bien, pero de eso estoy segura; tenía bigotes. Un manojo de paja por arriba del labio. Un fardo; una escoba. Hacían cosquillas y picaban, me mordisqueaban el cachete. Qué berrinche armaba yo cuando tenía que darle un beso, daba vuelta la cara para un lado y para el otro. Sus cejas eran de la misma cosa áspera, pero blancas, y tan abundantes que apenas se le veían los ojos.

En cuanto al resto, me parece recordar a alguien flaco y encorvado, la pelada con el kipá de satén. Nunca tuvo mucho que decir sobre sí mismo. Excepto cuando estornudaba. Entonces se ponía violento:

¡Got-choo! ¡Got you!

Era una sorpresa. Estornudaba en inglés. Me quedaba esperando que dijera algo más; alguna cosa más que yo pudiera entender. Pero nunca lo hizo.

El apellido de mi abuelo –el apellido familiar– era uno de esos apellidos rusos como un trabalenguas; aunque se los dijera, sería difícil de pronunciar. En el viejo país (eso era Odessa, en el mar Negro; yo lo imaginaba realmente negro, de un negro ondulante, como los ojos de Honey) él llevaba adelante el negocio familiar: la fabricación de pintura, masilla, barniz. Lo que fuera que les ponían a esos materiales en esos días debe de haber sido muy fuerte; las puntas de sus dedos eran rosadas y brillantes. Nadie lo sabía y a nadie le importaba, hasta que un día tuvo que hacer los trámites para la licencia de conducir. Entonces, se descubrió que mi abuelo no tenía huellas dactilares.

Era en Chicago, como ya debería haber mencionado a esta altura; y lo que es más, durante la ley seca. Así que ya saben lo que significa. Mafiosos. Ametralladoras. Rat-a-tat-tat. Los policías (me imagino que fue así; pasó mucho antes de que yo naciera) decidieron entretenerse con él; se burlaron de él, amenazaron con encerrarlo en el calabozo y tirar la llave. ¡La osadía de estos novatos! Venir a este país sin huellas dactilares. Le hicieron creer que había

hecho algo mal, que había violado una ley: un matón, un gánster, peor que Al Capone. Culpable del crimen de Ausencia de Huellas Dactilares.

Él tenía miedo de que lo mandaran de vuelta a su lugar de origen.

Mi abuelo había tenido otra familia allá. Esa primera mujer perdió la cabeza durante un pogromo, asfixió a sus hijos y después se asfixió ella. Un hijo sobrevivió. El viejo lo abandonó cuando se vino a América –porque ¿qué podía hacer un viudo con un niño a su cargo?– con la intención de mandarlo a buscar cuando se estableciera. Pero pasaron otras cosas; perdieron contacto. Nadie más en la familia se dignó ni siquiera a mirar al hijo mayor, al propio medio hermano, hasta un par de años después de la guerra. El marido de la tía Flor (el segundo, el que decían que se hizo rico en el mercado negro) movió ciertos hilos y lo trajo. Y para entonces el viejo se había muerto.

A veces, cuando me habían acostado en una montaña de ásperos sobretodos, al escuchar esas voces alrededor de la mesa –seguían discutiendo (solo que yo no podía entender el porqué del griterío, si el volumen era porque estaban enojados o si se reían)– me despertaba en la habitación de Honey. ¡Qué maravilla las cosas que podían pasar! Me habían llevado en brazos mientras dormía y yo ni me había dado cuenta.

Había un empapelado de grandes rosas; la cama blanca y alta; la ondulación de las cortinas transparentes, la luz luchando por entrar; y la ropa interior enorme de Honey colgando de los postes de la cabecera y la piecera y desparramada sobre el cubrecama. Enaguas, medias, bombachones, sostenes; inflados y con arrugas como si estuvieran rellenos de su cuerpo.

Y ahí, justo a mi lado, en un montón de almohadas, estaba la cabeza de Honey, el pelo negro como una mancha.

La nariz grande, de perfil; los párpados pintados; un rulo suelto pegado a la mejilla.

Yo tenía que parpadear; tan sorprendida estaba que podía oír como abría mis propios ojos.

Y con eso, más rápida que una saeta, Honey giraba hacia mí su ojo como un globo brillante, me sonreía de costado y soltaba un chasquido que hacía con la mejilla.

Todos los Abarbanel hacían ese sonido con la mejilla y pellizcaban las mejillas ajenas. Pero Honey más que nada hacía el chasquido. Yo podía verle los empastes de oro en los dientes.

Hola, nena. (Así hablaba). ¿Cómo estás, ojitos preciosos de mi corazón? ¿Esti, mi pequeña bestia? (Esti era mi nombre). Otro hermoso día. Gracias a D. (Honey nunca nombraba a Dios, usaba iniciales).

Como si hubiera sido ella la que se había despertado primera; como si todo el tiempo hubiera estado muriéndose de ganas de que yo me despertara también, acostada esperando, solo fingiendo que dormía –yo pensaba que los adultos solo fingían dormir– con el único objetivo de mostrarme su sorpresa. Bajaba las piernas por el costado de la cama y los resortes se movían con ella.

Yo debo de haber sido una amargada. Eso es lo que pienso. Todos me hacían bromas, hacían muecas, abrían muy grandes los ojos y empujaban la pera hacia adelante. Pasó mucho tiempo hasta que me diera cuenta, estaban imitándome a mirándolos a ellos.

En el tocador con el espejo vaivén yo olía las polveras de Honey y sus potes de cremas y sus botellitas azules de Evening in Paris; todo comprado en tiendas de baratijas.

Es lo que le regalaban, del mismo modo en que a mí me regalaban rompecabezas y juegos.

Cuando tuve edad de ahorrar, es lo que le regalaba yo también. Me mostró un prendedor con forma de acorazado, hecho con cuentas blancas, y lo alzó a la luz para que la luz brillara a través. Decía (ella me lo leyó): recuerdo de Pearl Harbor.

Un piano vertical estaba instalado en el comedor y un banco tan lleno de partituras que había que sentarse encima para cerrarlo. Cuando las hermanas, Honey y Flor, se sentaban furtivamente una al lado de la otra, se cerraba.

Claro que sí. Flor tocaba, Honey daba vuelta las páginas.

Cantaban canciones en yiddish con las voces temblorosas y cantaban los últimos éxitos, bailando con los hombros,

Flor castigaba los pedales.

Flor era grande, como todos los Abarbanel, pero su piel era suave y muy blanca –el cuero cabelludo blanco–, blanca como esa parte que subía por el medio de su pelo negro y áspero. Las cejas se le juntaban en el entrecejo; la nariz se zambullía entre ellas, recta de punta a punta, los ojos a cada lado muy separados y divididos.

Las uñas duras y rojas repiqueteaban en las teclas.



 

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