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Edgardo Scott: "Ningún género necesita defensa"

Por Edgardo Scott

"Cuando empecé a escribir estos relatos, de a uno y sin un claro propósito de conjunto, pero guiado por una cierta emoción y entonación, no pensaba cuáles eran los vínculos entre las ficciones de un escritor y su biografía": así presenta su autor Cassette virgen (Emecé).

Por Edgardo Scott.

 

 

Los relatos autobiográficos de este libro se fueron escribiendo a lo largo de diez años. Cuando lo empecé vivía en Bernal, a dos cuadras de las vías del Roca,
ahora que lo termino, vivo repartido entre París y la province, yendo y viniendo del 13ème arrondissement a la Región Centre, al pie de Sancerre y a pocas cuadras de la Loire (pero los franceses nunca tomarían como medida nuestras «cuadras»). El mejor paisaje de la casa de Bernal era un ciprés altísimo de medio siglo al fondo del terreno, ahora, de jueves a domingo, contemplo las dos enormes chimeneas de los incineradores de basura de París (dicen, los más grandes de Europa, pero quién sabe), tirando chorros de humo blanco día y noche a orillas del Sena; o si no, lunes, martes y miércoles, me distraigo de los múltiples trabajos abarcando el declive de los viñedos, planos y contraplanos que a causa del otoño modulan diferentes amarillos, un paisaje que debería ser natural y que por el contrario se me presenta artificial y notablemente estético. La suma de azares o contingencias que han determinado que viva dónde y cómo vivo no podría resolverla. Pero quizá es como si la vida también fuera una larga serie de paisajes que se suceden e interrumpen con frecuencia irregular e imprevisible.                                                             

Lo autobiográfico surgió a partir de cuentos o relatos particulares, de modo que el libro se fue armando con ese método y unidad; y como suele suceder con los libros de cuentos o relatos, hubo alguno que no resistió a la edición final, mientras otro nuevo supo incluirse a último momento. Todos comparten una misma primera persona, un mismo narrador. Y ese narrador, a su vez, se apoya en un material biográfico. Esta operación supongo que tiene que ver con el hallazgo de una forma para el recuerdo, a partir de las lecturas más intensas de cuando empecé a escribirlo: Robert Walser, Felisberto Hernández, W. G. Sebald, Carlos Correas,  Hebe Uhart, Iain Sinclair, Luis Chitarroni. Y todo atravesado por el Borges, de Bioy, el gran libro de la literatura argentina de este siglo.                               

Es que cuando empecé a escribir estos relatos, de a uno y sin un claro propósito de conjunto, pero guiado por una cierta emoción y entonación, no pensaba cuáles eran los vínculos entre las ficciones de un escritor y su biografía, cuáles son las ficciones donde se trasluce la biografía y cuáles las partes de su vida regidas por las leyes con las que escribe ficción. Los fui escribiendo guiado por esa voz que parecía accesible y por situaciones y personajes que se imponían sin fuerza, con nitidez. Por otro lado, ¿no es lo biográfico, para un escritor, apenas otra variante de sus ficciones? El inigualable Thomas Bernhard decía en sus relatos realmente autobiográficos que «si no hubiera pasado por todo lo que, reunido, es hoy mi existencia, lo habría inventado realmente para mí, llegando al mismo resultado». Siempre me pareció una gran ironía aquel slogan, aquella faja de venta: basado en hechos reales. Sin embargo, no quiero decir que lo biográfico, como materia narrativa, no tenga sus propias leyes; y que esas leyes, a su vez, no sean tan rigurosas —aunque menos conocidas y trabajadas— como las que han ido componiendo el aparato crítico de la ficción. Pero como dije, los relatos de Cassette virgen no están presididos ni organizados por las leyes de la ficción sino por los efectos, ritmos, tonos y accidentes que se funden en la escritura de una voz. Una voz que a lo largo de estos años he seguido, sostenido, perdido,  olvidado, recuperado. La escritura de esa voz quiere ser el objeto de este libro. Estas narraciones han perseguido entonces un motivo eminentemente musical.  Una voz, sí, y un tiempo. Un tiempo, como dijo Annie Ernaux, sin fechas ni marcas «seulement des images de lieux, des scènes». Imágenes, lugares, escenas.         

En la entrada del domingo 15 de junio de 1958, después de comentar con Borges una decisión de Cervantes en torno al Quijote, Bioy anota: «Hablamos sobre si es un error que el autor se asome en el texto». Lamentablemente nunca retomaron ese tema. En esta era de aplicaciones y redes sociales, ya nadie parece dudar de que la figura de autor deba apuntalar al libro; un poco como si esa figura de autor fuera un accesorio indispensable de la obra: su marketing elemental. No obstante, no veo que la pregunta implícita en aquella conversación de Borges y Bioy, hace más de cincuenta años, haya tenido respuesta. Sin embargo, a pesar de que las autoficciones y las ficciones que coquetean con episodios o coordenadas declaradamente biográficas del autor estén en su apogeo, la autobiografía y la biografía tienen mala prensa entre nosotros. Saer, por ejemplo, en El concepto de ficción, la rechazaba particularmente y postulaba al Diario como «superior a la autobiografía, porque su estructura es más abierta», para afirmar después que «Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non-fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia.». Estas suspicacias o sospechas cuando no abiertas acusaciones dan cuenta de una evidente y curiosa aversión de Saer —y de tantos otros— a estos géneros que, lógicamente, no practicó. Y aun cuando Saer esgrima razones no tanto sólidas como remanidas sobre lo peor de los géneros de no ficción, se nota que lo mueve —parecido a Borges en sus peores páginas, las páginas políticas, «Utopía de un hombre que está cansado», por ejemplo— un impulso amargo, un rencor, una incomprensión o una impotencia que no puede rehuir su escritura.                                   

Ningún género necesita defensa porque ninguno es esencialmente bueno, mediocre o malo. En todos es posible la mejor, la menor y la peor literatura. Por su parte, el notable diarista y ensayista Alberto Giordano, que identificó y acuñó aquello de «el giro autobiográfico» en la literatura argentina hacia 2009, también ha escrito: «Las autobiografías suelen fracasar en el intento de reanimar el pasado porque actúan retrospectivamente, desde un presente de impostada fijeza (la conformidad del escritor con lo que fue y está siendo su vida, a la que considera algo digno de ser contado)». ¿Su vida? «Life is a pure flame, and we live by an invisible sun within us.», escribió hacia el final de su Hydriotaphia, el genio de Thomas Browne. Tal vez Giordano se refiera a esa llama, menos a una vida vuelta patrimonio o bien, que a la vida que nos habita y nos atropella, que nos marea y deshace y recompone. Y tal vez toda la odiosa confusión o malentendido con estos géneros se deba —más allá de los malos libros, pero de esos hay en todos los géneros— a la presunción de una previsible y conveniente —si no celebratoria— imagen de la figura de autor que el propio autor, con tonta vanidad, falsa modestia o demagogia, vendría a aportar. La Autobiografía, de Borges, en ese sentido, tiene mucho de esto; pero incluso Relato de mi vida, del gran Thomas Mann, no logra escapar a esa suerte. Yo prefiero reconciliarme con Saer cuando en el mismo texto, dice: «Como a tantos otros, es la emoción poética lo único  capaz de redimir a estos géneros irrazonables». Emoción poética, géneros irrazonables, me gusta eso. Sir Thomas Browne, Fernando Pessoa o Luis Gusmán, de hecho, sonreirían con esta discusión. «Moverse es vivir, decirse es sobrevivir. Este libro es solo un estado de alma», escribe Pessoa vía Bernardo Soares en su «Autobiografía sin hechos», de su maravilloso desasosiego; también algo de ese estado y de ese espíritu de supervivencia me gustaría que cruzara alguno de estos relatos.                                                             

Durante mi infancia y adolescencia, los cassettes fueron objetos clave. Eran la manera de escuchar la música que no estuviera en la radio; y con los walkmans, gracias a los cassettes que grababa o me grababan mis amigos, fueron la gran compañía en tardes y tardes por colectivos y trenes del suburbio. Pero además, como a los quince yo empecé a tocar el piano y a cantar y pasaba horas componiendo canciones, porque creía que de esa forma un día no muy lejano llegaría a ser lo que la cultura universal de la época, de manera superficial y masiva, me proponía como modelo, esto es, una estrella de rock (sic), los cassettes eran la forma de grabarme y escucharme y escuchar —paradójicamente y por primera vez— todo lo extraño e irreal que se dejaba oír en esa voz supuestamente «propia». ¿Dónde estarán esos TDK? Eran negros, con una sobria etiqueta blanca y vivos rojos. Que no haya conservado ninguno es otra muestra, para bien y para mal, de que nunca he podido sentir apego por ninguna cosa.                                 

Este también es el libro que más he disfrutado escribir. Los relatos fueron brotando acaso como la planta silvestre que intuye Felisberto en el epígrafe inicial.     

Eso no garantiza nada, y menos, resultados. Pero si el autor es en verdad el primer lector de lo que ha escrito, así como la araña es la primera habitante y rehén de su propia red, el lector que contempló la aparición de estos relatos los ha leído con una extraña sensación de placidez. O con una plácida y cálida sensación de extrañamiento. Parecida a la que proyecta la vida resplandeciente de otoño, hoy milagrosamente plena de sol, toda regada de oro, amarillo y ocre.


París/Saint-Satur, mayo de 2021

 

 

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