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El día que se cruzaron León Trotski y André Breton

Una entrevista histórica al artista francés

"El pintor Diego Rivera, quien desde mi llegada a México me había ofrecido hospitalidad en su casa, se apresuró a combinar el encuentro. Por lo demás, Trotski sabía que en repetidas ocasiones yo había alzado la voz en su defensa y deseaba verme". Una entrevista sobre el encuentro de Breton, Trotski y Rivera en 1938, tomada de Manifiesto por un arte revolucionario independiente (Siglo XXI).

Traducción de Luciano Padilla López.

 

 

André Parinaud: —Señor Breton, me gustaría que dé algunos detalles acerca de sus relaciones con Trotski, tema que encaró durante nuestra última emisión, poniendo de relieve algunas dificultades que debió superar para encontrarse con el gran revolucionario. ¿Podría referirnos las circunstancias de su encuentro y describir la impresión que le causó?

André Breton: —En cuanto a ese encuentro, ni siquiera tuve que pedirlo. El pintor Diego Rivera, quien desde mi llegada a México me había ofrecido hospitalidad en su casa, se apresuró a combinar el encuentro. Por lo demás, Trotski sabía que en repetidas ocasiones yo había alzado la voz en su defensa y deseaba verme. En esa época en que, sin visa, él erraba por el mundo, debía a Rivera el asilo que recibió en México y la disposición del presidente Cárdenas a su favor. Desde entonces era huésped de Rivera, pero residía en otra casa, con su mujer, sus secretarios y los hombres asignados a su seguridad. Tan probable se consideraba un atentado que esa casa estaba flanqueada –a cincuenta metros de uno y otro lado– por dos puntos de guardia donde permanentemente estaban apostados cinco o seis hombres armados, con la misión de detener y someter a inspección todos los vehículos. A mi regreso, en un discurso pronunciado durante un meeting del Partido Obrero Internacionalista, que en esa época reprodujo la revista Quatrième Internationale, (31) referí las impresiones que guardaba de mi primer encuentro con Trotski, al cual seguirían muchos otros. No insistí suficientemente en lo prodigioso de su organización mental, que por ejemplo le permitía dictar tres textos a la vez. En cambio, ese día yo les hablaba a hombres nutridos por el pensamiento de Trotski, sin riesgo de que subestimasen sus recursos. Me parecía más importante mostrar en Trostki lo que podía haber de humano, en el sentido más elevado del término y, de ese modo, valorizar esa facultad suya tal como había logrado apreciarla durante nuestras excursiones por México entero: esa facultad de vincular cada hecho observado, por mínimo que fuese, a un dato general y, sin que ni una vez hubiese algo artificial o forzado, encaminarlo hacia la esperanza de un reajuste de los valores de este mundo que nuevamente acudiese a fortalecer el sentimiento de que la lucha revolucionaria es indispensable.

—¿Cuál era la “atmósfera” de sus encuentros con Trotski?

—Por mi parte, no llegaría a la pretensión de que en los intercambios cotidianos las extremas diferencias de formación y de otro tipo que podía haber entre Trotski y sus interlocutores habituales –Rivera, su mujer y yo– no conllevaban esporádicamente alguna rencilla. Sin importar cuál fuese nuestra deferencia, y pese a nuestro recaudo de chocar lo menos posible con él, no conseguíamos evitar oponerle en común un temperamento “de artista” que por naturaleza le era ajeno. Y en el destino de ese hombre no habrá sido lo menos singular el haber despertado la profunda simpatía de los artistas, cuando él mismo tenía del hecho artístico una comprensión muy aproximativa. Era notorio que sufría cuando uno de nosotros se demoraba acariciando una cerámica precolombina; todavía veo la mirada de reprobación que lanzó a Rivera cuando este sostuvo (lo que nada tenía de extravagante) que desde la época de las cavernas el dibujo no había hecho más que decaer y también su estallido una tarde en que, frente a él, nosotros nos dejábamos llevar pensando en voz alta que, una vez instaurada la sociedad sin clases, no dejarían de surgir nuevas causas de conflictos sangrientos, es decir, causas distintas a las económicas. Pero disensos como esos eran fugaces, de un carácter que no dañaba la armonía de nuestros vínculos.

—¿Podría presentarnos a Trotski, si cabe decir, desde dentro, revelando los perfiles más destacados y originales de su personalidad?

—Desde dentro es algo que no me arrogaría, pero no conocí persona menos distante, más atenta al modo de pensar y de sentir del otro. En él, que en grado sumo fue el hombre de un sistema y que por sobre todo se quiso instrumento de su realización práctica, admiré el modo en que había logrado preservar el contacto con la naturaleza, ya fuese cuando pescábamos juntos o cuando se daba a recordar con gran animación las peripecias de una de sus antiguas cacerías de lobos en Siberia. Paso por alto su atractivo personal, que era muy grande: ni falta hace decir que en eso tenían mucha incidencia no sólo el prestigio que había ganado su actuación en 1905, en 1917, sino también las eminentes dotes intelectuales que se revelan en obras como Mi vida o Historia de la Revolución Rusa. Desde luego, muy distinto era cuando uno podía presenciar el funcionamiento de ese pensamiento que se expresaba del modo más vivaz –sin exageración dogmática alguna, nunca– y sabía distenderse en una conversación sobre bueyes perdidos, a la cual daba un tono jocoso, deliberadamente socarrón, que era suyo y de nadie más. No creo que alguna vez alguien haya escrutado con ojos más altivos u opuesto actitud más imperturbable a la persecución que desde entonces lo había golpeado en las personas de sus hijos, de sus compañeros de lucha y que, según sabía, estaba lejos de detenerse. Él se limitaba a bromear al respecto, llegado el caso…

—Desde su punto de vista, ¿qué queda hoy de esta importante figura?

—Es innegable que la guerra de 1939 y sus secuelas tendieron un velo de sombra sobre esa figura. Indudablemente las nuevas generaciones ya no sienten lo electrizante que surcaba ese nombre: Trotski, cargado del mayor potencial revolucionario durante tanto tiempo. Sin embargo, para algunos, entre quienes me cuento, ese nombre definitivamente constituye un obstáculo contra todo lo que podría volver a congregarme con un régimen dispuesto a valerse de cualquier medio con tal de suprimir a ese hombre. Me parece que, en cuanto a su alcance, eso supera por lejos el asesinato del duque de Enghien…(32) En el surrealismo, usamos mucho la sentencia de Lautréamont –“Toda el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual”–, (33) pero en este caso ya no cuadra tomarla sólo en sentido figurado…

—¿Cuál fue el fruto de sus encuentros con Trotski?

—Fue llegar con él a un acuerdo acerca de las condiciones que, desde el punto de vista revolucionario, debían estipularse al arte y a la poesía para que estas participasen en la lucha emancipadora, mientras permanecían por completo libres en su rumbo propio. Este acuerdo se expresa en un texto publicado con el título “Por un arte revolucionario independiente” y reproducido en Documents surréalistes. (34) Concluye en la fundación de una “Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente” que se designará abreviada con el nombre FIARI. Si bien por motivos tácticos Trotski había querido que al imprimir el folleto se sustituyese su nombre con el de Diego Rivera, este último no tuvo intervención alguna en la redacción.

—Según parece, en esa oportunidad volvieron a producirse algunas convulsiones dentro del surrealismo…

—En efecto, las reflexiones a las cuales me había inducido mi estadía en México debían volver inevitables esas reacciones tempestuosas. La revista Clé, órgano de la FIARI, iba a permitir trazar una discriminación muy nítida entre quienes se congregan en torno a la posición del manifiesto de México y quienes, con finalidades oportunistas la mayor parte de las veces, buscan ser acomodaticios con él. Pero en lo profundo nada afectaría tanto al surrealismo como la ruptura que acababa de producirse con Éluard.

—¿Cómo se generó esa ruptura?

—En rigor, del siguiente modo: no bien supe, en México, que acababan de publicarse algunos poemas de Éluard en la revista Commune, órgano de la “Casa de la Cultura”, (35) por supuesto me apresuré a instruirlo por carta acerca de los incalificables procedimientos que esa organización había usado en mi contra, y no me cabía duda de que él volvería a tomar distancia respecto de ella. Pero yo seguía sin tener una respuesta de Éluard y, a mi regreso, quedé pasmado al oírlo alegar que una colaboración como esa no implicaba algún tipo de colaboración especial de su parte, que él se había convencido de que un poema suyo se defendía dondequiera que fuese, por sus cualidades intrínsecas, de modo tal que en el transcurso de esos últimos meses, no menos a gusto que con Commune, había colaborado con publicaciones fascistas –son los términos que él utilizó– en Alemania y en Italia. Me limité a hacerle notar que, de su parte, semejante actitud implicaba la impugnación de cualquier tipo de acuerdo pasado entre nosotros y volvía inútil cualquier nuevo encuentro. Desde entonces, nunca más volvimos a vernos. Así, bruscamente terminaba una amistad que a lo largo de los años no había hecho otra cosa que crecer hasta instalarse en un plano fraternal.

—¿Cómo explica la actitud de Éluard?

—Creo que la eclosión repentina de una suerte de sentimiento “olímpico” en él, cimentada sobre una confianza cada vez mayor en su propio valor, era el obstáculo contra el cual acababa de chocar nuestra entente. En lo sucesivo, a menudo me pregunté cómo había llegado a ese punto. Es cierto que Éluard era el único de nosotros ante quien la crítica se deshacía en elogios desde tiempo atrás. Los contados raptos de violencia suyos de que se había tenido noticia no se le imputaban a él en persona: se atribuían al contagio, se achacaban a sus amigos. De él no se quería retener más que sus poemas, por completo despojados de agresividad y –contrariamente a la mayor parte de los poemas surrealistas– nacidos solo del criterio estético. En esta vertiente, el surrealismo lo refrenaba, limitaba su necesidad de expansión. Por mi parte, aún no había llegado a descubrir que Éluard no conseguía tolerar las prohibiciones que el surrealismo había decretado en el plano literario y en otros. Al respecto, los títulos de algunos de sus libros (La rosa pública, Fácil) son señal de una reivindicación muy tajante…

—¿Cabría afirmar entonces que la actividad de la FIARI desemboca en un fracaso?

—Sí, pero hay que remontarse a las causas de ese fracaso. Si en un comienzo la actividad de la FIARI no da muestras de ser más arrolladora, hay que atribuirlo a la situación internacional, que desde Múnich (36) se había vuelto sombría y confusa. De poco sirve que en el comité nacional de la organización que formamos se hayan agrupado los representantes de las diversas tendencias revolucionarias no estalinistas: todavía falta mucho para que entre estas tendencias pueda hacerse realidad la indispensable unidad orgánica, de modo que el mensuario Clé no pasó del segundo número.(37) Semejante fracaso en semejante momento se confunde con tantos otros. Todo transcurre como si, en los rumbos más diversos, la actividad intelectual marcase un compás de espera, como si de antemano el pensamiento hubiese avisado que ya no había modo de poner freno a ese flagelo.

—¿Cómo se traduce la actividad surrealista en los años que van de 1937 a 1939?

—Durante el transcurso de los tres años previos a la nueva guerra, el surrealismo reafirma su voluntad de no componenda con el sistema de valores propuesto por la sociedad burguesa. Esta voluntad se expresa con el máximo de intransigencia y de audacia en el libro de Benjamin Péret Je ne mange pas ce pain-là. (38) También aparece en toda su plenitud en dos poemas de Jacques Prévert, “La cruz en el aire” y “El tiempo de los carozos”, que se exhiben de un modo que no puede ser más fiel al espíritu surrealista, aunque su autor haya optado por seguir su propia senda. En este sentido, la trayectoria de Prévert y también –podríamos decir– la de Raymond Queneau, que en este momento encuentra su camino definitivo, toman su principal impulso del humor. Ese humor, heredado de Jonathan Swift, de Alfred Jarry, de Jacques Vaché, tiene más vigencia que nunca. Cobra valor de recurso, de refugio supremo, y eso me compromete a un deseo de darle un lugar propio aislado (como sucederá con la Antología del humor negro) a partir de cierta cantidad de obras que lo incluyen en grado variable.(39) Las otras incitaciones que en el surrealismo se vuelven (más que nunca) imperiosas están vinculadas con el amor en su forma más exaltada, tal como sucede en Je sublime de Péret, en El amor loco, al igual que con lo maravilloso que Pierre Mabille sondea a lo largo de las eras en Le miroir du merveilleux, búsqueda que retoma En el castillo de Argol de Julien Gracq, completamente imbuido de los ciclos del Grial.

—¿Cuál fue la actitud surrealista en la época de la guerra? ¿En qué medida se considera involucrado por este conflicto el surrealismo?

—De un día para otro, la guerra llega para desbaratar las aspiraciones que nos eran propias. La libertad de expresión se ve degradada una vez más. Se sucederán las jornadas antes de que uno llegue a saber qué fue de los demás, antes de lograr restablecer los contactos. Los surrealistas, desde luego, no se hacen ilusiones sobre la validez absoluta de la justificación para la causa aliada e incluso a fines de septiembre de 1938, en un folleto titulado “Ni de vuestra guerra, ni de vuestra paz”, darán explicaciones al respecto. Con todo, sobra decir que no hay adversarios más declarados del racismo y del totalitarismo que ellos. La firma del pacto entre Alemania y la URSS (40) y las reacciones a que da lugar acentúan aún más el carácter inextricable de una situación que por primera vez traslada a la realidad la atmósfera de las ficciones de Kafka.

—¿Qué fue de usted entre 1939 y junio de 1940?

—Por mi parte, intenté, todo cuanto pude… volverme de corcho, para seguir a flote. En cuanto a la guerra –esa o cualquier otra–, es algo que equivale al eclipse de todo lo que hace al espíritu. Al cubrirse con un uniforme, cada cual queda librado a una existencia completamente individual, más o menos precaria. Por mi parte, en ese momento cumplo lo mejor que puedo (pero un poco como en sueños) las funciones de médico de la escuela de pilotos de Poitiers. Una vez evacuada la escuela, la desmovilización me alcanzó en zona libre, a dos o tres kilómetros de la línea divisoria.

—Desde junio de 1940 hasta su partida a los Estados Unidos, ¿cuál fue su actitud ante la derrota militar y la situación resultante de ella?

—En ese momento, lo único que me parece de incumbencia de los intelectuales es impedir que esta derrota puramente militar, que de ningún modo es logro de los propios intelectuales, intente acarrear el derrumbe de las obras del espíritu. Ni falta hace que diga que a finales de 1940 la situación del mundo de las ideas es extremadamente sombría. Y, de modo aun demasiado evidente, las nauseabundas concepciones en reclamo de que un “Estado francés”, encubierto como una autoridad que se autoproclama patriarcal, suplante a la Tercera República son de aquellas a las cuales menos puede adecuarse el espíritu surrealista. Por lo demás, en la prensa algunos cortesanos del nuevo régimen hasta quieren señalar al surrealismo como uno de los responsables de la derrota militar. Las perspectivas inmediatas son de lo más alarmantes. El cerco se estrecha día a día. En ese trance llega la noticia, para mí desgarradora, del asesinato de Trotski.

—Y bien, ¿a partir de ese momento usted retomó contacto con algunos de sus amigos?

—Sí, durante el invierno de 1940, en Marsella, Victor Serge y yo somos huéspedes del Comité de Ayuda a los Intelectuales estadounidense, con cuyos dirigentes residimos en la espaciosa Villa Air-Bel, en las afueras de la ciudad. (41) Día a día, muchos surrealistas nos damos encuentro allí y sobrellevamos lo mejor que podemos las angustias del momento. Acuden Hans Bellmer, Victor Brauner, René Char, Óscar Domínguez, Max Ernst, Jacques Herold, Sylvain Itkine, Wilfredo Lam, André Masson, Benjamin Péret, aunque entre nosotros vuelve a tomar la delantera cierta actividad lúdica. En especial, de esta época data la elaboración, entre varios de nosotros, de un juego de cartas diseñado a partir de nuevos emblemas, con símbolos correspondientes al amor, al sueño, a la revolución, al conocimiento y al cual me refiero únicamente porque tiene el interés de exponer en relación a qué cosas concordábamos en ese momento.(42)

—¿En qué circunstancias se produjo, señor Breton, su partida con destino a los Estados Unidos?

—Si hiciese falta justificar ante mí mismo y ante algunos más de nosotros las gestiones que efectuábamos, tendientes a obtener asilo en un país extranjero, aduciré que la situación de ciertos surrealistas ante el régimen de Vichy era excepcionalmente delicada y, en cualquiera de los casos, no tenía punto de comparación con la de otros intelectuales ni, con mayor motivo aún, con la de ex surrealistas que habían seguido colaborando con revistas y periódicos más o menos tolerados por el régimen de entonces, o que incluso se hacían oír con regularidad en la radio. El viaje del mariscal Pétain a Marsella dio la señal para que se produjese mi arresto (43) y el de los integrantes del Comité de Ayuda estadounidense. Los largos interrogatorios que siguieron no tuvieron otro objetivo que sondear el fondo del pensamiento surrealista; pero me creo facultado a decir que los inquisidores no estaban a la altura. Se negó el visto bueno de la censura tanto a mi poema Fata Morgana como a mi Antología del humor negro…(44) Al editor de este último libro, quien se informaba de los motivos de la prohibición, se le aconsejó que no volviese a llamar la atención sobre un autor que –cito textualmente– era “la negación del espíritu de revolución nacional”. Con esto queda claro que, en la mejor de las expectativas, se me privaba de cualquier derecho a expresarme. A uno de esos que más tarde me increparán por mi partida rumbo a los Estados Unidos –ya nombré a Tzara–, me resulta demasiado fácil recordarle sus propias gestiones ante el Comité de ese país en procura de una visa, gestiones que incluso me pidió respaldar. Acaso él desconozca que lo hice con insistencia, y de todo corazón…

—¿Usted permaneció cinco años en los Estados Unidos, señor Breton? ¿Qué acontecimientos merecen destacarse durante su estadía allí?

—Creo que, en cuanto a actividad pública, los cinco años que pasé en Nueva York no justifican una exposición menos sucinta que aquella que reservé a mis hechos y actitudes dentro de los límites de los dos conflictos armados en que participé. En las circunstancias en que se pone medida a mi libertad, yo no soy en modo alguno y mi tentación es dejarlas atrás cuanto antes. Respecto de esa libertad, sin embargo, debo decir que quien le puso medida fui yo mismo antes que el juego de las instituciones estadounidenses lo hiciese. Entre tantas causas de desesperanza, en Nueva York conocí breves pero grandes alegrías, como la de almorzar de vez en vez, lejos de todo lo que podía serme adverso, con mi admirable amigo Marcel Duchamp (y en voz baja, como corresponde, añadiré que, contra todas las expectivas, también encontré la felicidad). Me disgustaría conmigo mismo si fuese injusto con ese asilo que un país me había otorgado, casi obsequiado, así como con esas dichas y, ¿cómo podría ser?, con esa felicidad. Desde el lugar que las circunstancias me habían asignado, me enorgullezco de no haber traicionado el espíritu de la resistencia en Francia, cuando acepté irradiar día a día los mensajes de “La Voz de América”, lo que no excluía grandes servidumbres (al menos libre y deliberadamente aceptadas por mi parte).

—¿Usted consideraba compatibles su actividad de locutor radial y la actividad surrealista que seguía realizando en Nueva York?

—Aún mejor que eso. Me parecía que la primera debía ser el costo que pagar por la segunda. Durante esos años, la actividad surrealista en Nueva York se tradujo esencialmente en una exposición internacional, organizada en  1942 por Duchamp y por mí (en reclamo y en beneficio de una obra de asistencia a los prisioneros) y en la publicación de una revista titulada Triple V, cuyo comité de redacción estaba integrado por Marcel Duchamp, Max Ernst, David Hare y yo. Baste decir que yo había justificado dicho título, Triple V, así:

VVV, esto es, V + V + V (según recordamos, en ese entonces uno formaba esta letra V, a la cual se atribuía el sentido de victoria, al separar dos dedos); Triple V, es decir, no sólo  V como vaticinio (y energía) de retorno a un mundo habitable y pensable, victoria sobre las fuerzas retrógradas y mortíferas actualmente desencadenadas en el planeta, sino doble V, es decir, V más allá de esta primera victoria, V sobre aquello que tiende a perpetuar la servidumbre del hombre por obra del hombre y más allá de esa W, de esa doble victoria, y, una vez más, sobre todo lo que se opone a la emancipación del espíritu, de lo cual es condición previa la liberación del hombre. (45)

Esto es suficiente demostración de que entre mi actitud de speaker en la radio de Nueva York y de animador de la revista VVV no había contradicción alguna. En los dos casos, romper las cadenas del yugo nazi primaba sobre cualquier otra cosa. Me permito tomar alguna distancia, dar algunos pasos atrás al respecto solo en un momento en que el resultado de la lucha ya no da lugar a dudas. La noticia de la liberación de París me espera en Canadá, frente al mar. Los sentimientos que me inspira se expresan en las primeras páginas del libro que en ese entonces acabo de iniciar y que se llamará Arcano 17.

 

 

(31) El elocuente cabezal completo de la revista era Quatrième Internationale. Revue Théorique Mensuelle du Parti Ouvrier Internationaliste Bolchevik-Léniniste, Section Française de la IVe Internationale. Continuó con distintos títulos (y tuvo un período de publicación clandestina). El discurso al cual se refiere Breton es “Visita a León Trotski”, incluido en este libro. [N. de T.]

(32) Breton compara dos asesinatos que buscaron consolidar el ascenso de un régimen y frenar la oposición interna o en el exilio: el de Trotski y el del duque de Enghiem. Napoleón, poco antes de coronarse emperador, se propuso intimidar a los émigrés con el fusilamiento de un célebre “príncipe de sangre”, el último de los Condé, secuestrado en el exilio y condenado por un tribunal militar por alta traición, entre otros cargos. Aun los encargados del plan lo reconocieron como un error histórico suscitado por la razón de Estado. [N. de T.]

(33) Es la tirada final de Poésies I, París, “Journaux Politiques et Littéraires”, Librairie Gabrie, 1870, que a su vez se hace eco de la lady Macbeth de Shakespeare. [N. de T.]

(34) En su edición francesa, es el segundo tomo de la historia del surrealismo de Maurice Nadeau. [N. de T.]

(35) Era publicación de la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios (AEAR) que Breton menciona en “Visita a Trotski”; como también se explica allí, de esa asociación dependía la Casa de la Cultura, que tiempo después absorbería todas sus actividades. [N. de T.]

(36)En septiembre de 1938 se firmó en Múnich un pacto en que Alemania, Italia, el Reino Unido y Francia consintieron que el territorio de los Sudetes pasara al Reich. Fue el preludio de la anexión alemana de Checoslovaquia. [N. de E.]

(37) Los dos publicados en 1939 (en enero y febrero, respectivamente). [N. de T.]

(38) Una posible paráfrasis de ese título, que el propio Péret eligió como su epitafio, es: “Antes que comer de ese pan, prefiero morir de hambre”. [N. de T.]

(39) Antología compilada por el propio Breton, quien más adelante, por un prurito de discreción, tampoco menciona que El amor loco es de su autoría. En cuanto al difícil proceso que desembocó en la publicación de ese libro, véanse más detalles en la nota 44. [N. de T.]

(40) El Ribbentrop-Mólotov, de no agresión. [N. de T.]

(41) Creado en Nueva York en 1940, el Emergency Rescue Committee buscó ayudar a víctimas del nazismo, así como a perseguidos e “indeseables” del régimen colaboracionista francés; simultáneamente, presionó para derribar las medidas restrictivas estadounidenses en materia de refugio y asilo. A instancias del periodista Varian Fry, de Daniel Bénédite y otros estadounidenses y franceses, el Comité desarrolló una misión en Marsella entre 1940 y 1941: se calcula que salvó a dos mil personas. La Villa Bel-Air, que recibía sobre todo a intelectuales, se proponía como la contracara de los infames campos de concentración de Vichy. [N. de T.]

(42) Es el Jeu de Marseille diseñado por numerosos artistas refugiados. Breton lo describe en el nº 2-3 de VVV, marzo de 1943. Véanse más detalles, imágenes y bocetos en . [N. de T.]

(43) Breton, a quien las fuerzas de seguridad bajo control del régimen de Philippe Pétain consideraban un “anarquista peligroso”, permaneció cuatro días detenido. [N. de T.]

(44) La resolución es de febrero de 1941. La censura ya había impedido la publicación de la Antología en abril de 1940. [N. de T.]

(45) Publicado en el ya mencionado nº 2-3 de esa revista. [N. de T.]

 

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