El hombre que vivía en estado de epifanía
Leonardo Da Vinci
Lunes 10 de abril de 2017
Da Vinci (Venecia, Milán, Florencia, Roma, Amboise, 1452-1519), "un gran monstruo que resume lo que toda una cultura puede llegar a ser y a conseguir" en la pluma del autor de Bellas Artes. "Leonardo Da Vinci parece ser cifra del individualismo en donde se sientan las bases de la modernidad capitalista a partir del siglo XV".
Por Luis Sagasti.
Pasados los tres años del secundario cualquier alumno sabe que si responde Da Vinci a una pregunta sobre quién descubrió qué o quién inventó algo tiene muchísimas probabilidades de acertar. En Oriente, donde para nosotros no existen entidades individuales (Chi Huan Ti puede ser tanto un emperador, un río o una gastronomía) Leonardo deviene genérico: los chinos. Difícil anticipárseles, es cierto. Parecieran ser el origen de todo antecedente. Lo que es muy interesante de ver –Joseph Needham: Science and Cultura in China- es cómo las fuerzas creativas de esa cultura se detienen en el punto exacto en el que, para los de este lado del mundo, recién comienzan a desperezarse las cosas; pensemos en la pólvora y la imprenta.
Curiosamente, dicho esto aparte, a nadie con el apellido Davincino parece habérsele ocurrido jamás nada.
Leonardo Da Vinci parece ser cifra del individualismo en donde se sientan las bases de la modernidad capitalista a partir del siglo XV. Un gran monstruo que resume lo que toda una cultura puede llegar a ser y a conseguir. Y hay, si se quiere, como una morbosidad en la búsqueda incansable de sus singularidades. Por ejemplo, declarar que era ambidiestro parece no ser suficiente, se le agrega, entonces, que podía escribir con las dos manos al mismo tiempo, e incluso con una mano atrás y otra adelante; solo falta que pudiera hacerlo en dos idiomas distintos.
La difusión de su biografía se asemeja mucho a ese arcón inagotable que constituyen los Beatles -siempre una rareza, una versión no conocida de alguna canción, fotos inéditas-: no hay mes en que no aparezca en los medios, un detalle, un dato no sabido, una invención nueva del genio florentino. Y como si eso no bastara allí apareció en los noventa un maravilloso fake en tres d: El libro de cocina de Leonardo Da Vinci, un manuscrito ilustrado en donde nuestro hombre inventa el sacacorchos para zurdos, el tenedor, la servilleta, el sándwich y la lista sigue y se eleva por encima de dudas y cejas enarcadas y a nadie en su sano juicio se le ocurre verificar el asunto porque, bueno, después de todo se trata de nuestra mejor franquicia para enfrentar a los chinos.
Porque así lo vemos en todos los retratos, a Leonardo se lo imagina siempre viejo. Pero su biografía no convoca tanto la idea de sabio, de filósofo o de pensador, pese a haberlo sido, sino a la de alguien que no para nunca de hacer cosas, ya sea inventar, diseñar, proyectar, dibujar, teorizar… Tiene el empuje de un niño, la curiosidad indemne, el asombro a cada paso como si nunca hubiera cumplido años: el gran Leonardo parece haber vivido siempre en un estado de gracia epifánica.
A la edad en la que lo imaginamos, la mayoría de las personas lleva ya una vida reposada, lenta y acaso silenciosa. Añadámosle, entonces, una invención involuntaria: no la del niño prodigio (no sabemos si lo fue) sino la del viejo prodigio.
Se le atribuye la asombrosa escalera del castillo de Chambord en el valle del Loire, diseñada a modo de una doble hélice con la intención de que nunca se lleguen a ver los que suben o bajan por sus caracoles al mismo tiempo. La idea era que el rey Francisco I no se cruzara nunca con la servidumbre (especialmente si estos subían y el monarca era quien descendía). Y fue desde lo alto de una torre, en medio del campo, donde un día advierte que las olas del mar no traen agua nueva a la orilla sino que de alguna manera esta es siempre la misma: se trata, claro, de una onda que atraviesa las aguas generando así sus crestas. Abajo, allí en el campo, el viento mecía las espigas de trigo. Una onda sedosa que sacude una planta que no se mueve nunca de su sitio. La serie la detenemos aquí, en el puente que une el mar amarillo y el mar de la sal. Estamos seguros que de ahí se habrá dirigido al vuelo de las aves o los atributos del péndulo o la conveniencia de ciertos colores hasta que el sueño se pose sobre cada uno de sus afanes (solo por pocas horas, claro).