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El ojo de Dios

Por Lucy Fricke

Compartimos el arranque de la novela publicada recientemente por Odelia Editora, escrita por la autora alemana nacida en Hamburgo, quien ha recibido varios premios por su trabajo.

Por Lucy Fricke. Traducción de Maria Tellechea.

 

 

Estaba varada acá desde hacía tres días. Durante la noche, las ratas aligeraban el paso por las callecitas, durante el día, los turistas se amontonaban alrededor de la Fontana di Trevi. En la puerta de los museos, guardas con metralletas; debajo de la tierra, estaciones de tren tan oscuras que a la mugre solo podía olerla, y para ir al Vaticano tenía que registrarme por la web.

Había pasado la noche en el Babylon, un hotel de la categoría más baja, en el que solo había coreanos trabajando a destajo. No sé si fue porque nunca había querido venir a Roma, pero me enamoré inmediatamente. Siempre sentí cierta admiración por lugares y personas que andan orgullosas por la vida, que son tan conscientes de su belleza que les resbala lo que el mundo piense de ellas. La ciudad era una diva venida a menos, completamente roñosa, que apenas mantenía limpias sus iglesias, mientras afuera las palomas cagaban cuanto patrimonio de la humanidad encontraban.

Mi intención inicial era hacer solo el trasbordo acá. Desde el aeropuerto hasta la estación final de la red de subterráneos, Anagnina, y de ahí con el ómnibus al pueblo en las montañas, donde había alguien que quería visitar desde hacía diez años. Él no sabía nada, le habría dado lo mismo, estaba muerto hacía tiempo. Pero también de los muertos había que despedirse, en particular de los muertos, y la cuestión era que yo lamentablemente estaba prendida de este hombre de una no muy buena manera, en cierto modo lo idolatraba. Algo así se podía convertir en un problema tarde o temprano, como de hecho cualquier cosa tarde o temprano se podía convertir en un problema, en particular el amor, en particular los hombres.

Entonces emprendí viaje. Después de diez años ya es hora de ir emprendiendo viaje, pensé, y ahora estaba acá varada. El día de mi llegada me había quedado de pie en la terminal de ómnibus, veía gente subir a ese vehículo que llamaban pulman, que parecía llegar siempre con retraso, que andaba por estas calles hacía ya décadas, un vehículo al que le faltaba la hilera trasera de asientos y los limpiaparabrisas. Pero yo ya había viajado en la caja de una pick up durante días mientras atravesaba una jungla, me había subido a avionetas literalmente ventosas y al asiento del acompañante de una moto cuyo conductor estaba teniendo el mejor viaje con LSD de su vida, como me había asegurado en el trayecto mirándome a los ojos por largo tiempo. El miedo no era una de mis cualidades más destacables. ¿Por qué no conseguía irme de la ciudad? ¿Era dejada, impasible o tan solo cobarde a la hora de aceptar la realidad, de aceptar verdades que no tenían nada que ver conmigo? ¿Aceptar la muerte de este hombre?

Eso me preguntaba con la vista clavada en la cúpula del Panteón, directo en el orificio, en el cielo gris de Roma, en el ojo de Dios. Un par de metros más allá había quedado atrapado un globo rosado, de los que estos días se estuvieron repartiendo por toda la ciudad en cada local de Victoria’s Secret. De modo que el Panteón tenía colgada en la cúpula una publicidad blasfema de ropa interior, que con cada ventisca se movía un poquito más en dirección al ascenso, en dirección a la libertad. Cientos de seres envilecidos no hacían otra cosa que mirar el espectáculo, todos los ojos dirigidos al globo rosado activaron el modo video en sus teléfonos, y cuando finalmente tomó vuelo hacia el cielo romano, el pueblo comenzó a aplaudir y festejar, como si hubiera aparecido el Mesías.

Sentí una vibración en mi cartera justo cuando en los altoparlantes se empezó a escuchar un severo silencio por favor en cuatro idiomas. Atendí de todos modos y del otro lado se encontraba Martha.

 —¿Dónde estás? —preguntó.

Miré hacia la cúpula, como si tuviera que cerciorarme a mí misma, antes de decir: —Estoy en el Panteón.

—¿Atendés el teléfono en una iglesia?

—No es una iglesia, es el mayor infierno de turistas que existe sobre la Tierra. Acá no se puede dar ni un paso, no hay manera de que pueda salir.

—Intentalo, por favor —dijo Martha en voz baja—. Me gustaría estar sola un rato con vos, en algún lugar tranquilo.

—Estoy en Roma, acá no existe estar sola —dije, mientras trataba de abrirme camino a través de la masa.

—¿Y qué estás haciendo en Roma?

—Nada, solo pensé que tenía que venir a conocer algún día.

—Te estás poniendo cada vez más rara.

—Por lo menos con la edad mis crisis son cada vez más cultas —respondí—. De hecho cada vez la pasamos mejor, mis crisis y yo.

Pasé por la puerta más grande que había visto en toda mi vida. Tenía como mínimo una altura de seis metros, además era de bronce. Si el cielo tenía puertas así, no iba a haber forma de que yo pudiera entrar. —¿Todavía estás ahí, Martha?

Lo que siguió fue un sí tan peligrosamente débil como nunca le había escuchado, tan fatídico que no lo dudé ni un segundo. No hice preguntas, nos conocíamos tanto que ya sabíamos cuando la otra estaba a punto de derrumbarse. Martha comenzaría a llorar por teléfono, y llorar por teléfono era aún peor que llorar en el asiento trasero de un taxi. Por teléfono no podés contener a nadie, una voz es apenas un poco más que un dedo meñique. Iba a regresar, ahora mismo.

Cuando corté, me cayó una cagada de paloma en la cabeza. Que eso no auguraba buena suerte lo había aprendido hacía rato.

 

 

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