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Entre paréntesis

Otra columna desde España

"Cohen dinamita la idea misma de lo literario, dejando en evidencia algo más sobrecogedor: la fractura entre lo real y lo simbólico, pensamos que por poder designarlo poseemos el mundo, y en realidad, nunca como hasta ahora, se hizo tan incuestionable que eso que llamamos realidad, eso de lo que podemos hablar, es algo incontrolable".

Por Antonio Jiménez Morato.

 

Quiero convencerme de que no es una fantasía de novelista distópico, sino una previsión de autonomista cauto.

Marcelo Cohen, Un año sin primavera

 

Marcelo Cohen es una figura determinante para entender la literatura en el mundo hispanohablante. En primera instancia por su labor, determinante, como traductor. Él ha sido el responsable de verter al castellano un número tan ingente de textos que muchas veces corremos el riesgo de olvidar todo lo que hemos leído a Cohen. Los traductores practican uno de los dos géneros más inaprensibles y poco reconocidos de la literatura. El otro es el de editor. Son dos figuras imprescindibles para que lleguen los libros al lector y casi nunca aparece su nombre en los libros. Curiosidades. Por suerte, hace unos años la editorial Entropía puso en circulación un libro breve pero fundamental para entender la traducción y tantas otras cuestiones relacionadas con la lengua, como es Música prosaica. Hace unos días, mientras leía los despropósitos que tantos leyeron en la mamarrachada esa del Congreso de la Lengua de Córdoba lo único que me venía a la cabeza era preguntarme por qué no sentaron a todos esos a escuchar una lectura en voz alta del libro de Cohen. Con eso habría sido suficiente para darle un poco de fuste a un evento lleno de paparruchas y solemnes bulos.

Pero, en todo caso, la fama de Cohen dentro del panorama literario no se debe tanto a su labor como traductor o ensayista, sino a su pujanza como narrador, vertida en siete libros de relatos y trece novelas. Veinte libros son muchos libros, y siempre se destaca al hablar de ellos la creación de un universo propio, el Delta Panorámico, que sirve como escenario de muchas de esas narraciones. Esto ha generado un equívoco en la percepción de su obra, me temo, ya que cuando se habla del Delta Panorámico se lo relaciona con otros espacio ficcionales salidos de la imaginación de sus autores como la Santa María de Onetti o la Zona de Saer, y de ese modo se buscan las hipotéticas claves interpretativas del mismo. Creo que dicho enfoque obvia el verdadero alcance de la apuesta de Cohen: el Delta Panorámico no es un territorio geográfico, espacial, sino lingüístico, discursivo. Lo que torna este entorno en un prodigio de narración especulativa, por usar un término querido al propio autor, es el trabajo de creación de un entorno sintáctico y morfológico propios, reconocible por el lector pese a su constante labor creadora y disruptiva. Cuando uno lee las narraciones del Delta Panorámico, desde la psicológica Donde yo no estaba a la más lírica Gongue, pasando por las más, solo en apariencia, convencionalmente novelísticas como Casa de Otto o Balada, la labor de desplazamiento de eso que hemos consensuado en llamar «realidad» se produce dentro del terreno lingüístico. El Delta Panorámico es una lengua, propiedad de Cohen, sí, pero que aún así se permea con la visita del lector, que es convidado a clausurar cada uno de los nuevos significantes, a sumergirse en sus innovaciones sintácticas. Cohen propone un mundo hipotético que dialoga de modo privilegiado con el contrastado, para obligarnos a intentar comprender los mecanismos de esa invención humana llamada Historia, tanto en sus plasmaciones contemporáneas como en sus discursos pretéritos, esas dos ficciones llamadas presente y pasado, reventando de ese modo la idea, algo superficial, de que la ciencia ficción habla del futuro o de que la narración especulativa plantea realidades alternativas.

Por eso resulta paradójico, y al mismo tiempo muy seductor, el aporte que en ese universo, ficticio y tangible como pocos, representa Un año sin primavera. De difusa adscripción genérica, ya que se presenta al mismo tiempo como diario, como anotaciones sobre el devenir climatológico –acaso la más fugaz y perpetua de las obsesiones humanas–, dietario de lecturas, homenaje a la relación indisoluble entre poesía y relación con el mundo, desagüe de obsesiones profesionales y vitales, este volumen, engañosamente breve, pareciera ser un paréntesis en medio de la ingente actividad poligráfica de Cohen. Pero, sin dejar de ser todo esto, es, en realidad, una poética desviada y potentísima del resto de la producción de su autor. Abundan las descripciones, muestras de la relación más tangible y fiel de la capacidad deíctica y descriptiva de la lengua, que debe trasponer en un universo de significantes arbitrarios la rotunda e irreductible materialidad del mundo. En ese plano, podría leerse Un año sin primavera como un ejercicio de tensión de las ideas de Saussure y Peirce, que ven en la escritura una trasposición fatalmente fallida de la realidad del lenguaje, la enunciación, y la postura opuesta de Derrida, que ve en la escritura realidades que escapan a esa mera trasposición y cuestiona, al completo, la idea de la relación arbitraria entre referente y signo para ofrecer todo un universo en el que ambas realidades no es que se relacionen de modo arbitrario, sino que terminan por desactivarse entre sí. Cohen abole el paso del tiempo y sus condiciones meteorológicas al volcarlas en escritura, al fijarlas y proponer un nuevo universo, que es ficticio sin serlo, donde pueda pasar un año sin cambios estacionales. La escritura fija ese transcurrir alterado, trastocado por un capricho profesional, y al mismo tiempo genera un nuevo año, especulativo, en el que la primavera ha desaparecido.

Pero eso, que podría deberse a una mera circunstancia de agendas, de cambio de hemisferio, es el verdadero asunto del libro. Acaso el más apegado a lo tangible, a lo mensurable, el más «científico» y menos «ficcional» en apariencia de sus libros, que sin embargo es el más terminantemente especulativo de sus textos. La voz que vertebra Cohen en este libro está constantemente informando no ya del tiempo que hace, al estilo victoriano, de los cambios meteorológicos, sino del cambio climatológico. Cohen atiende a la paradoja de que, frente al meteoropoder inducido que permite la evolución tecnológica –canales dedicados por entero a la meteorología, en todas sus versiones, información en tiempo real a través de la web, aplicaciones para teléfonos inteligentes que informan del tiempo que hará con precisión casi absoluta–, un dominio de la información sobre lo que sucederá, y por tanto una negación de la esencia especulativa que regía nuestra relación con esos cambios, fuente de tantos mitos primigenios en tantas cosmogonías –salvo las religiones monoteístas todos los panteones tienen, por ejemplo, sus dioses del trueno, o estos fenómenos son leídos como actos divinos, algo que se hace más patente si cabe en la cultura anglosajona donde se llega a hablar a efectos legales en las pólizas de seguros de acts of god–, si por algo se caracteriza el antropoceno, o mejor dicho, la consecuencia más evidente del mismo, es el descontrol absoluto que hemos provocado en el clima. Cohen va hilando la observación individual de esos cambios con atinadas explicaciones sobre la irrupción de esa nueva realidad, forjada, como su literatura, de innovaciones lingüísticas, acaso la más famosa sea la acuñación misma del término cambio climático, como la de antropoceno y tantas otras, que son meticulosamente constatadas en este texto. Así, frente a una literatura especualtiva lo que Cohen cartografía es el mundo especulativo al que nos enfrentamos o, dicho de otro modo, el libro pivota en torno a los modos en que deshacemos las certezas sobre esa realidad consensuada y mensurable en el transcurso a un universo inédito y acechante, que se venga de nuestros propios actos y al que, de modo ingenuo, pensamos poder controlar tan sólo por ser más capaces de reflejar mediante los avances científicos. En última instancia Cohen, tan consciente de los mecanismos del lenguaje, por extensión de la creación del mundo, va tanteando el tema central del presente: la ingenua idea de que mediante el acto divino de nombrar podemos realmente tener autoridad sobre nuestro entorno. Mediante este astuto punto de vista Cohen dinamita la idea misma de lo literario, dejando en evidencia algo más sobrecogedor: la fractura entre lo real y lo simbólico, pensamos que por poder designarlo poseemos el mundo, y en realidad, nunca como hasta ahora, se hizo tan incuestionable que eso que llamamos realidad, eso de lo que podemos hablar, es algo incontrolable.

 

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