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Espectros de Libertella

Una constelación lectora

"La presencia de Libertella en los libros que leemos es otra de las formas de la repetición que distinguió sus textos, es otro grado de la reaparición recurrente que marcó su poética". Gastón Fernández se interna en una constelación de libros que incluyen entre otros los de María Moreno, Mauro Libertella, Tamara Kamenszain y Daniel Guebel.

Por Gastón Fernández.

 

Un cierto afán megalómano y totalizador me lleva a leer todo lo que un autor pueda ofrecerme, un cierto desdén me impide detenerme en reflexiones sofisticadas sobre la propiedad intelectual de sus obras, sobre la identidad detrás de una firma. Avanzo. Lo que me arrastra es la voracidad, la necesidad mundana de saberlo todo sobre, de conocer la lección de memoria, de encontrar en lo marginal de una obra la confirmación de una regla de lectura. Ese autor es el portador de una sensibilidad textual que me atrae, que me apasiona: imposible separar lo afectivo de lo intelectual. Pero sus libros se terminan, un día se lo lee todo (lo que hay, lo que se puede pagar, lo que se consigue). Así, toda lectura de una obra se agota. Lo otro es un decir, una teoría de la lectura, una psicología de los estados de ánimos del lector. Pero todo texto se agota: todo autor se muere o todo lector se aburre -y el que se agota entonces es uno-. De manera que, cuando se acaban los libros de alguien, quedan dos opciones. O bien se cambia de autor, de tema, de interés (lo que sería propiamente una lectura histérica: en cuanto se lo conquista se lo abandona). O bien se comprende que cuando se leen todos los libros, siempre pueden inventarse otros más: libros que pivotean sobre su figura, libros de los que es referencia ineludible, libros donde su nombre atraviesa fugaz la superficie del texto.

Alguien dirá que es esta entonces la proliferación significante, la inagotabilidad. Tampoco: estos otros libros también se terminan. A esta segunda forma de leer alguien supo llamarla lectura paranoica. Pero todo paranoico es sistemático, y acá no se pretende tanto. Se trata, y es suficiente, de la lectura de un autor como neurosis obsesiva, como reacción instintiva al horror vacui.

 

Héctor Libertella murió en Buenos Aires en 2006. Por ese entonces tres libros estaban por salir de imprenta: Diario de la rabia, El lugar que no está ahí y su autobiografía La arquitectura del fantasma. En los años siguientes se publicaron algunos otros libros póstumos (Zettel, A la santidad del jugador…), se hicieron libros, congresos, mesas y conferencias sobre él (El efecto Libertella, Congreso Lamborghini/Libertella, Filba Bahía Blanca, etc.). Y todavía se siguen escribiendo libros que lo tienen como eje -como personaje de ficción, como personaje de memorias, como objeto de análisis, como objeto de deseo-: Mi libro enterrado, de su hijo Mauro; El libro de Tamar de quien fuera su mujer, Tamara Kamenzain; Mis escritores muertos, de Daniel Guebel; La literatura amotinada, de Luis Gusmán; Aquí América Latina, de Josefina Ludmer y Black out de María Moreno. La lista termina aquí y, por supuesto, llegan las adendas: la satisfacción se pospone infinitamente. Toda serie discreta termina, todo neurótico padece y reniega de su culminación. Y esa postergación de la satisfacción, esa prolepsis de la completitud se extiende en la dilatada promesa de Rafael Cipolini de la edición de las Obras Completas de Libertella.

Alguien dice que la necrofilia cultural es ley del mercado, pero cuestionarla es elitista y moral, demasiada confianza en el valor de la anticipación y la fidelidad. En cualquier caso, no es que repentinamente guste Libertella. No es tanto que haya un mercado demandando sus textos, como la forma que sus afectos encuentran de recordarlo, de hacerlo presente, de escribir el eco de esa obra que nunca terminó de producir (o que nunca empezó –repeticiones, reescrituras-). Libertella acecha a sus lectores, reaparece en los blancos por donde se desliza su prosa hermética.

La aparición de su fantasma en el escenario de la literatura argentina es una profecía autocumplida de su biografía, ese espectro que echó a andar en sus últimos días, confinado a la escritura de sus textos finales. Al menos si confiamos en lo que dice su hijo Mauro, que se refiere a esos últimos libros que corrige y termina Héctor como libros pensados como obra póstuma. Libros que cifran el lento destilado del pathos en la letra de un hombre en el umbral de muerte, que literariamente la desea. El fantasma de Libertella asedia sus textos, su circulación inviste a su escritura de una corporalidad evanescente, unos libros que solo son posibles de ser presentados cuando él está en retirada. La arquitectura del fantasma es, como dice Gusmán, el pasaje del fantasma de la obra a la obra del fantasma.

Uno podría ver en la escritura hermética de Libertella una forma de correrse, de descentrar la presencia del escritor (Derrida diría altisonante “rechazar la metafísica de la presencia”). Ese vacío que deja es llenado por la densidad barroca de su letra, por el miedo al blanco que se satura de sentidos. Ese espacio que se abre es por el que circulan los fantasmas. Pero esos fantasmas son más bien el juego carnavalesco del que desea ser descubierto; son una serie de impostaciones, de máscaras nietzscheanas, de identidades asumidas, en fin, estrategias de mercado. Y en ese trabajo de la letra uno puede ver cómo acecha el fantasma de Derrida: el espectro textualista, al que le dedica largo rato Kamenzain en El libro de Tamar. En ese trabajo obsesivo de la inmanencia o en esas disyunciones temporales (“el futuro ya fue”), aparecen los cruces entre vanguardia y Derrida, ese que se detuvo en el espectro de Marx que atraviesa Europa, que es el mismo que acecha en Dinamarca. Ese fantasma de Derrida que se borra a su vez, que se esconde de la historicidad con las sábanas de las referencias.

Esta obsesión textualista parece recrearse de algún modo en los textos sobre él. Una suerte de mistificación del nombre Libertella con sus apariciones en Varela Varelita y demás. Libertella es una figura textual, sus rasgos se diluyen en los de la escritura: es un personaje que cumple una función en la estructura de un relato. En Aquí América Latina Ludmer ficcionaliza un paseo por la ciudad con Héctor, una charla donde a través del recorrido se producen dislocaciones temporales, y esa disyunción le permite un pasaje entre los años dos mil y los setenta. Son dos errantes fuera del tiempo que acechan la ciudad y hacen crítica a través de una narración. En Mis escritores muertos, Guebel elige centrar la trama en los ampulosos homenajes y discretos monstruos de la ciudad de Di Paola, mientras que para la figura de Libertella solo reserva una lateral reivindicación de su literatura y un lamento por el distanciamiento. Sobre el final del libro, la sombra de Héctor vuelve a escena: Guebel se encuentra a Mauro en la presentación de una novela -Héctor ya había muerto-. Allí le entrega La arquitectura del fantasma y le pide que se lo firme. Y allí se realiza entonces la santísima trinidad del padre, el hijo y el espectro.

En Black Out, Libertella se acomoda plenamente a la narración de María Moreno de las noches borradas de la memoria y las crónicas de sus andanzas con sus amigos escritores muertos. El texto trabaja intensivamente dos formas de la ausencia como dos momentos en que los fantasmas de los autores se van construyendo para Moreno (quizás no tanto en esos recuerdos como en el acto mismo de recordar). Una María Moreno melalcohólica recuerda a Miguel Briante, Dipi, Norberto Soares, Charlie Feiling, Héctor Libertella, compañeros de bares y de libros, rescatando nuevamente a sus amigos del olvido de la muerte y del olvido del blackout. Libertella decía que descubrió que sus lagunas mentales no tenían agua sino alcohol. Moreno compara “La forma” de Di Paola y La arquitectura del fantasma para decir que son textos contra la carne, contra esa cantinela de la corporalidad que llenan bocas complacientes. Frente a eso la dosis perfectamente calculada de la botella de whisky que predica Libertella. Si no es la materialidad del cuerpo en un libro, tendrán que ser nomás fantasmas de mi alcohol.

Kamenzain en El libro de Tamar parece abjurar de la militancia por el texto que compartió con Héctor, esa que por momentos la separa de su marido, les impide a ambos ver problemas conyugales. El reencuentro con el poema que Libertella le dejó por debajo de la puerta tras separarse, esa remota aparición, es lo que le permite pensar la teoría del texto como un problema familiar. Tamara da un giro no lingüístico esta vez. Una lectura que reniega del textualismo y reivindica el contexto intentando reconstruirlo –y solo puede completar ese contexto con un texto autobiográfico–. Pero al mismo tiempo parte del análisis más textualista posible, la novela es sobre todo el camino de lectura empecinada de ese poema que encuentra en el cajón, esa forma tan personal de ausentarse de Libertella que la impulsa –nuevamente, como en aquel primer libro de ensayos– a entregarse a la escritura en prosa. La sombra de Héctor como el Virgilio de Kamenzain en su travesía por la prosa. La travesía que elige enfrentar para llegar a escribir ese último poema que cierra el libro, su propia versión de Tamar.

 

Mauro escribe Mi libro enterrado con la convicción del valor que la sencillez y la sinceridad le pueden dar a su prosa. El valor literario viene dado por la forma en que se elabora y distribuye la verdad de su relato y no por la mera exteriorización de los sentimientos. Su simpleza es argumental y sintáctica: Mauro logra, doble homenaje al padre, que la sintaxis sea el arte de disponer al lector. Será cuestión entonces de sacar a la luz los consabidos fantasmas familiares, esas oscuridades, pero también esos destellos que caracterizan la forma en que Héctor piensa. Libertella sabe bien que la materialidad no está en el cuerpo ni en el modo en que se exponen los dolores: lo que tiene materialidad es el signo habitado por el espectro del sentido, la cinta por la que este se desliza. Por eso Mi libro enterrado es un libro sólido. Libertella es maestro de la alquimia, esa que logra que la barra del signo se convierta en barrote de la cárcel del lenguaje. Siempre le gustó y se tomó al pie de la letra ese título de Austin “¿Cómo hacer cosas con palabras?”

Libertella habla de La librería argentina como un libro de O. Lamborghini: “O. Lamborghini murió, tal vez este sea su libro, la vida de un hombre contada en un instante al azar”. La literatura surge entonces de la relación entre obra y muerte, es la lenta descomposición de un cuerpo en una obra, la forma en que un cuerpo se convierte en el cuerpo del texto, el goce del que se sustrae a la etérea ficción del cuerpo para insertarse en la materialidad del signo. Se trata de lo que está más acá que la metáfora del cuerpo, del “muerto que habla”.

La presencia de Libertella en los libros que leemos es otra de las formas de la repetición que distinguió sus textos, es otro grado de la reaparición recurrente que marcó su poética. Y es también otra forma de la obsesión que nos enseñó a convertir en texto, esas repeticiones sentenciosas en busca de un lector, el reemplazo de la argumentación por la insistencia, el que gana por demolición. La repetición y el fantasma hacen superponerse distintas temporalidades: el fantasma siempre es lo que reaparece, lo que no termina de irse, lo que no termina de reaparecer. Cada vez que uno intenta fijar a Libertella, se desplaza, reaparece en su lugar ese fantasma que repite la frase que ya leímos en el libro anterior; cada vez que uno intenta leer sobre Libertella lo vemos partir y hacerse uno con el texto, desprovisto de lo real, su figura reaparece en la materialidad de las letras. La prepotencia de Libertella, de su nombre y de su trabajo, viene de ahí, del poder de la repetición y del fantasma: esas formas que vienen del pasado y nos llevan a la vanguardia, allí donde el futuro ya fue.

 

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