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Federico Galende: "La filosofía me interesa como una poética del saber"

Sobre su ensayo más reciente, Rancière

"La política es simplemente el modo que tienen los cuerpos de definir autónomamente sus maneras de estar juntos", explica el argentino radicado en Chile. "Un pensador profundamente democratizador", define Galende a Rancière, a quien le acaba de dedicar un libro publicado por Eterna Cadencia Editora con el subtítulo: "El presupuesto de la igualdad en la política y la estética". 

Federico Galende nació en Rosario y vive desde hace más de dos décadas en Santiago de Chile, donde dirigió los Libros de la Invención y la Herencia y la Revista Extremoccidente. Es miembro del doctorado en Filosofía y Estética y del departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile. En calidad de profesor invitado ha dictado cursos y seminarios en diversas universidades del mundo y es autor de los libros La oreja de los nombres. Lugares de la melancolía en el pensamiento de Occidente (2005); Benjamin y la destrucción (2009); Modos de producción. Notas sobre arte y trabajo (2011); Vanguardistas, críticos y experimentales. Vida y artes visuales en Chile (2014); Filtraciones I, II y III. Conversaciones sobre arte (2006, 2009, 2011); Comunismo del hombre solo. Un ensayo sobre Aki Kaurismaki (2016); La república perdida (2017), Memorias de octubre. Perfiles de la revolución rusa (2017) y las novelas Me dijo Miranda (2013) e Historia de mis pies (2018). 

En el último libro de ensayo de Eterna Cadencia Editora, Rancière, retoma el tema del pueblo y la puesta en común de formas de experimentación que son singulares, viejo dilema al que este libro aporta nuevas preguntas. Partiendo del pensamiento de Jacques Rancière, este libro se enfoca en el carácter performático que subyace a las prácticas, las palabras y las teorías en lo que respecta a la construcción de comunidades sensibles y al modo particular en que los seres nos transmitimos unos a otros la actualización de nuestras capacidades y el contagio de nuestras potencias.

 

¿Por qué es importante leer a Rancière en la actualidad?

Bueno, es una pregunta difícil de responder, en parte porque no estoy para nada seguro de que sea necesario leerlo, y en parte porque éste, a pesar de ser un libro sobre Rancière, se inscribe en una serie de problemas y urgencias que tenía yo en el momento en que lo escribí. Me interesaba discutir particularmente en Chile, por un lado, una tendencia académica que se había estancado excesivamente en una suerte de duelo infinito respecto a lo que había sucedido con la dictadura. Este duelo infinito se fundaba en un llamado -diría que de carácter ético- a eludir toda forma de representación, a hacer de lo irrepresentable más una meta del pensamiento filosófico que un punto de partida. Había algo de justa vocación catastrofista en todo esto, pero esa vocación quedaba en manos al mismo tiempo de un pequeño círculo de académicos y letrados que reproducían, incluso sin proponérselo, el vicio de una vanguardia que imponía performáticamente un estado colectivo de frustración, una especie de contagio de las impotencias. Y mi problema era romper con esto, proponer un esquema en el que el saber poético propusiera performáticamente todo lo opuesto: la producción de una realidad nueva fundada en el contagio experimental de las potencias. El carácter experimental de la filosofía para Rancière creo que tiene que ver justamente con esto: proponer supuestos que se autocorroboran en el despliegue común de su propia potencia. Esto en virtud de algo sencillo de comprender: no hay -no existe- una realidad independiente al carácter de las poéticas del pensamiento que están detrás de su configuración.

¿Para qué acontencimientos políticos actuales cree que su filosofía puede dar una respuesta o visión interesante? ¿Por qué?

Creo que en Rancière el pensamiento sobre el acontecimiento tiene una particularidad: no responde a la espera de un hecho fáctico impredecible, irreductible al saber -como en Heidegger-, o al porvenir de una justicia que, pudiendo llegar, puede siempre no hacerlo, como en Derrida, sino a transformaciones sensibles de los regímenes de sensibilidad, lo que en la práctica permite pensar la política como algo que va más allá del poder. Cuando decimos que la política no tiene que ver con el poder, lo que proponemos es que la política es simplemente el modo que tienen los cuerpos de definir autónomamente sus maneras de estar juntos. Y estas maneras suponen situar una comunidad en otra: donde antes había un tipo de comunidad, se ha creado ahora esta otra. Este, desde luego, es un asunto también del arte, porque el arte consiste precisamente en crear nuevas comunidades entre los materiales. Estamos viendo lo que acaba de suceder en Ecuador y lo que está sucediendo actualmente en Chile: en contextos como estos, la tarea de un filósofo no consiste para mí en descifrar la pregunta por el misterio del ser -por válida que sea esta tarea-, sino en reflexionar acerca de cómo se anudan y desanudan los cuerpos, los textos, las imágenes y las voces sobre la superficie de un pensamiento en común. Es lo que estamos viviendo, la escritura colectiva de un proceso que no remite ni a la configuración definitiva de la vida por parte de algún demiurgo maldito o de un biopoder, ni tampoco a la organización verticalizada de las prácticas a título de un paraíso igualitario que nos trasciende. Por eso para Rancière la propia idea de igualdad tiene un carácter performático, ¿no? En el sentido de que la igualdad no es una promesa, es un acto, un presupuesto, algo que se ejerce de manera experimental.    

En el prólogo a Rancière, el presupuesto de la igualdad en la política y la estética, menciona los movimientos de mujeres como el "Ni una menos". ¿Cómo pueden dialogar Rancière y estos movimientos?

El "Ni una menos" llevó a cabo la que quizá sea la revolución más contundente del siglo XXI, y esto, en un contexto en el que el de la filosofía parece ser el del giro sensible, tiene todo que ver, pues los movimientos feministas no solo transformaron los regímenes sensibles de un encuentro gobernado por un sinfín de figuraciones masculinas, sino que también destruyeron parte del paternalismo que imponían hasta ahora verticalmente la idea de que para hacer una revolución las masas proletarias debían organizarse exactamente del modo en que lo dictaban los pensadores públicos o los padres de la ley. Deleuze prefería en este sentido a la pensadora o el pensador cometas, abstraídos sus pensamientos en constelaciones sensibles que no se dejaban guiar por las estructuras impuestas por el pensador público. Eso sí, ahora tenemos que vérnoslas con nuevos dilemas de formas -me demoro dos o tres veces más de lo que me demoraba antes a la hora de escribir cualquier cosa porque estoy obligado a buscar los inclusivos-, pero los problemas de formas son siempre problemas filosóficos.

Este libro propone poner en entredicho ciertos esquemas del campo de la filosofía. ¿Cuáles son esos esquemas que hay que desarmar?

En realidad, esos esquemas los discutí de manera más acentuada en un librito que dediqué al cine de Aki Kaurismaki, titulado Comunismo del hombre solo. Mi asunto era allí discutir más bien el esquema maníaco-depresivo en el que ha habitado el pensamiento occidental durante las últimas cuatro décadas. Si se lo piensa bien, pasamos de tener que asimilar la promesa de pastores y sacerdotes que iban a transformar la totalidad de la historia para construir el hombre nuevo y este tipo de cosas, al edicto biopolítico según el cual la vida había sido ya configurada en su totalidad por los poderes celestes. Entre esas dos sanciones parece que no hubiera nada. A mí la filosofía me interesa de otra manera, me interesa como una práctica colectiva de producción de realidades que no existían, es decir, como una poética del saber.

¿A qué autores, quizás no tan conocidos u olvidados, cree importante leer y rescatar?

A Willy Thayer, a Alejandra Castillo, a Carlos Casanova, a Miguel Valderrama, a Catalina Porzio, a Rodrigo Karmy, a Paz López, a Macarena García, a Pablo Oyarzun, a Andrés Claro, a Bruno Cúneo, a Carlos Pérez López, a Soledad Nívoli, en fin, podría seguir, la lista es infinita.

En Chile se acaba de reeditar Filtraciones, la serie de entrevistas a personajes importantes para las artes y la cultura en ese país. ¿Cómo ve ese campo en Argentina?

-Lo veo muy distinto. Argentina es un país en el que, por mucho que nos quejemos, existe un debate intelectual más o menos amplio, un debate que asoma con diferentes rostros a lo largo de las últimas décadas y que pone de un lado una tradición ilustrada, de carácter más republicano, y del otro una tradición popular que va de Boedo a Eduardo Rinesi. En Chile esto no sucede, en parte porque no tuvieron un Borges, a quien debemos en la Argentina el que haya hecho de la universidad el reservorio de un aparato crítico profundamente ligado a las prácticas del ensayo y de la literatura, y en parte porque fue un país que sufrió una revolución neoliberal -profundamente destructiva- a manos de Pinochet. Cuando armé el Filtraciones, un libraco colectivo de casi mil páginas sobre la escena cultural, lo hice pensando en rehacer un mínimo de escena en común. Así y todo, estoy seguro de que la mayor parte de quienes participaron leyeron sus entrevistas y dejaron después el libraco aparte. Es curioso, porque lo que terminó resultando es un libro estrictamente chileno leído exclusivamente por extranjeros que quieren tener una idea de Chile.

Además de ensayos y libros de entrevistas, publicó dos novelas. ¿Cómo le parece que se relacionan la filosofía y la ficción?

Cuando a propósito de la literatura Piglia menciona que la realidad esta previamente ficcionada -en el sentido de que se puede ir a buscar la teoría del estado a un Arlt, un Borges o un Macedonio-, lo que está haciendo para mi gusto es retomar una idea que estaba ya en Erich Auerbach y que reside en el hecho de que la historia no puede reducirse de ninguna manera a una dimensión fáctica, fundada en algo así como la carne de los hechos, sino que se la deben pensar en conjunción con una dimensión significativa que le da la literatura. En ese sentido, uno puede pensar el antiguo testamento como una especie de primera novela, una que se prosigue en Dante incorporando en el mundo de las formas las lenguas vernáculas, en el estilo humillis de los padres medievales, en el cine de Pasolini, en la literatura de los realistas del siglo XIX, en Béla Tarr, en Saer o en Bellatín. Como se imaginará, podríamos seguir con la lista y no acabaríamos nunca. Pero para decirlo en pocas palabras: la filosofía y la ficción jamás estuvieron escindidas. Si se intentó, como lo muestra Quignard en su Retórica Especulativa, donde toma el caso de Frontón, una especie de ghostwriter incipiente que le escribía los discursos a Marco Aurelio, separar el derecho político a decir ficcionalmente -así definía Derrida la literatura- de la opresión de la paradoja en los discursos formales y organizados como el que viene de Grecia, pero en realidad no creo que haya diferencia alguna entre la ficción y la filosofía. Entre otras cosas porque esa separación de la que estoy hablando fue ella misma una ficción también. Dicho en otros términos: la ficción no es una no realidad, es un disenso en el corazón de ésta que lleva a nuevas poéticas y nuevas configuraciones.

En estos últimos días, se vivió en Chile lo que puede verse como una revolución inesperada. ¿Qué puede decir sobre estos acontecimientos? ¿Como lo relaciona con la visión que plantea en su libro?

A pesar de que todo lo que pueda decir sobte este asunto es inevitablemente provisorio, me atrevería a anticipar que no se trata de una revolución, sino de una sublevación, de un encuentro imprevisible que está en proceso, una especie de coreografía muy heterogénea que desconfigura o desactiva algunas de las perversiones de este sistema. La primera de estas perversiones, anticipada un poco por Foucault en sus seminarios de 1978-79 en el College de France, tiene que ver con que la revolución neoliberal creo la figura del capital humano en un ensamble directo con la idea del estado como algo que debe ser sometido a las mismas reglas que las de una empresa. Lo estamos viendo hoy en Argentina, sin ir más lejos: el estado como una empresa que debe llevar sus cuentas de acuerdo a unos sistemas de acreditación que rigen en el planeta y que es dictado por el Banco Mundial o por el FMI. En Chile la gente se acostumbró a llevar sus penas y aflicciones de manera personal, a competir en calidad de capital humano que puede eventualmente lograr o fracasar en las metas que se propone. Seguramente miles y miles de chilenas y de chilenos a los que no les iba bien consideraban secretamente que esto sucedía a causa de que eran mediocres, de que estaban haciendo mal las cosas, encerrados y aislados al interior de un mundo cada vez más particular y obsesivo. Pero cuando todo estalla y las personas comienzan a notar que al otro le suceden también cosas similares, que los salarios no alcanzan, que la concentración de capital en manos de unos pocos es escandalosa, que la vida se ha convertido en un modo de sobrevivir para no estar muertos, entonces se crea una nueva comunidad, un nuevo espacio, la gente sale a la calle, se subleva, traza un pensamiento colectivo y este pensamiento aparece como un acorazado frente a la amenaza y el miedo. A la vez, los gobiernos no alcanzan a comprender esto, y responden haciendo pequeños ajustes a los números del estado-empresa. Pero la crisis sobrepasa con creces la cuestión de los números: es una crisis que, promovida logicamente por la desigualdad intensiva que provoca el desenfreno de la lógica de acumulación de un pequeño grupo de familias poderosas, terminar por tranformarse en crisis institucional, un poco al estilo del que se vayan todos del nuestro 2001. Y entonces lo que irrumpe es el pueblo en su condición de resta, la famosa parte de los sin-parte de la que habla Rancière. En este sentido, creo que estamos hoy en Chile en el instante de la política, un instante creativo que no pertenece al despliegue del tiempo histórico -con sus líneas trazadas, sus progresos y evoluciones-, sino a una interceptación de este tiempo en una espacialización performática y transformadora. Por esta misma razón, no sabemos mucho hacia dónde se dirigirá esto, pero es importante marcar que la arrogancia del académico que mira todo desde fuera y traza los destinos sobre el escritorio, no tiene en este momento ningun lugar. Tenemos que salir a las calles, todos somos protagonistas, escribimos libros que siguen abiertos y estos libros abiertos -y a medias- simplemente deben acompañar. Las intelectuales, los intelectuales, no somos legisladores; estamos aquí para colaborar con un disenso que tiene una vocación colectiva, estamos aquí para corroborar, por medio de los disensos que trazan los cuerpos en la esfera común, algo que también nos afecta y que tiene que ver con que la realidad no es algo que debamos asimilar, sino el efecto de una poética escrita con los otros. Efecto de una inteligencia en común.

 

 

 

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