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Graciela Speranza: "Las obras son para mí disparadores de pensamiento"

Arte y literatura

"En algún momento me di cuenta (...) de que los críticos debíamos abandonar nuestras anteojeras de la carrera de letras y pensar la literatura en diálogo con otras artes", dirá en esta entrevista la autora de Lo que no vemos, lo que el arte ve (Anagrama), un libro cuya pregunta central es: ¿podemos imaginar el futuro lejano? 

Por Valeria Tentoni. Foto de Alejandra López.

 

 

Nacida en Buenos Aires en 1957, la crítica, narradora y guionista de cine Graciela Speranza acaba de publicar un libro nuevo cuyo título es también un llamamiento. Lo que no vemos, lo que el arte ve (Anagrama) llega a librerías con una obra de Eduardo Navarro en portada: hombres y mujeres de cara a un atardecer, detrás de máscaras de bronce.

Navarro tiene otra obra que se llama Si el ojo pudiera tocar, cuyo nombre podría haber ido perfecto para una de las secciones de este libro de ensayos alrededor de lo que el arte, como ninguna otra fuerza actual, puede revelar acerca del descalabro medioambiental y la vigilancia digital, dos preocupaciones que no son nuevas en Speranza.

La crítica, que también enseñó Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires, fue profesora visitante en la Universidad de Columbia y en la Universidad de Cornell, y enseña Arte Contemporáneo en la Universidad Torcuato Di Tella, se interna aquí en una serie de obras que reflejan el giro que está dando el arte en el antropoceno. Con ellas piensa asuntos como el de la agnotología (estudio de la ignorancia o duda culturalmente inducida), la "naturaleza perfeccionada", o las implicancias de una internet invisible. 

También autora de libros como Manuel Puig. Después del fin de la literaturaFuera de campo. Literatura y arte argentinos después de DuchampAtlas portátil de América Latina, finalista del Premio Anagrama de Ensayo, y Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo, Speranza es además autora de dos novelas: Oficios ingleses y En el aire. Dirige junto con Marcelo Cohen la revista de letras y artes Otra Parte y, entre muchas otras cosas, creó junto a Lucrecia Martel una exquisita audioteca de cuentos argentinos interpretados por actores y actrices nacionales. 

 

 

En Lo que no vemos, lo que el arte ve, se trabaja a partir de una serie de obras cuyas imágenes no vemos. Podemos ir a buscarlas a Internet, pero es interesante cómo aparece la descripción como procedimiento. También hay ahí pensamiento, ¿no?

Sí, claro. Más allá del gusto personal por el desafío literario, la descripción de la obra o la síntesis del argumento de un libro o una película es ya un ejercicio crítico. Un adjetivo preciso o un modo sintético de hilar una trama son también herramientas de la crítica. En el caso de las obras visuales, el desafío es doble porque se impone traducir un lenguaje a otro. Una instalación es, por definición, irreproducible, aún para la imagen, pero el reto de traducir la experiencia es muy estimulante. Y particularmente en este libro que no tiene imágenes, lo tomé como un encuentro posible entre la narración y la descripción literaria, la crítica y el ensayo. Una forma particular del ensayo, si se quiere, ya no en la línea clásica, a lo Montaigne, sino en la línea del ensayo crítico.

¿Cuál es la diferencia?

El ensayo que reflexiona sobre un tema, que ensaya libremente a medida que escribe, “Sobre la soledad”, por dar un ejemplo, no es tan dependiente del objeto como el ensayo crítico. En casi todos mis libros, al menos los últimos, hay una constelación de objetos artísticos, literarios, en torno a un tema, que va guiando el recorrido. Las obras son para mí disparadores de pensamiento, el esqueleto donde se montan las ideas y el argumento. En este caso en particular, la urgencia por dar a ver lo que no vemos funcionó como un imán de las obras.

Sin dudas tiene un efecto muy profundo, sobre todo si se acompaña el recorrido de obras visuales. Por un lado, la toma de conciencia de la terrible situación en que estamos, y por el otro las pruebas del poder del arte para ver más, tal cual reza el título. Es un libro de alerta, pero no desesperanzado, ¿no? 

Sí, vengo pensando en estas cuestiones desde hace bastante tiempo. Mi libro anterior, Cronografías, estaba más enfocado en la experiencia del tiempo, pero el impulso de la reflexión era el mismo: la inminencia de un final acelerado por el maltrato suicida del planeta, la aceleración de la vida digital. Una vez más me pareció que el arte podía dar visibilidad a estas cuestiones de un modo en que otros lenguajes no pueden hacerlo. Y quizás el entusiasmo por el arte y por las obras viene a compensar la desazón frente a un mundo descalabrado. El futuro es muy sombrío y los informes sobre la crisis ambiental y sobre los efectos de la inmersión en el mundo digital son muy desalentadores. En términos personales, ¿qué hacemos? ¿Separamos el plástico reciclable en la basura, tratamos de no gastar mucha agua? Las soluciones reales dependen esencialmente de acuerdos locales y globales. Es difícil tener una visión abarcadora de la complejidad del problema y de las soluciones posibles, pero deberíamos darle otra centralidad en las discusiones culturales y políticas, exigir al menos que las respuestas posibles estén en la plataforma de los candidatos políticos que votamos. No tengo las herramientas teóricas ni las redes de participación de Maristella Svampa, por ejemplo, que ha escrito trabajos admirables con diagnósticos más precisos y posibles respuestas concretas. Desde mi lugar, esto es lo que puedo hacer, dar a ver lo que no se ve a través del arte y la literatura. 

Señalás también un problema de escalas, graficado con la Geografía Experimental de Trevor Paglen.

Sí, el tema de la escala es central. El arte, por las herramientas propias de sus lenguajes, tiene mayores posibilidades concretas de ampliar o reducir la escala y dar consistencia material a las metáforas y la imaginación del futuro. Es cierto que hay temas que se transforman en agenda de museos y bienales y redundan a veces en obras muy ilustrativas que no aportan demasiado a la reflexión ni al arte. De ahí que fue muy difícil elegir las piezas del recorrido. En principio, las obras que no plantean algún desafío formal, tienen para mí un interés muy relativo respecto del resto. Me parece que el arte comunica, interpela y perturba cuando renueva las definiciones del arte, cuando abre preguntas, cuando pone al espectador o al artista en otro lugar. Ese fue el criterio para elegir las obras, ese fue el imán. Me llevó mucho tiempo, pero tuve la suerte de dar clases un semestre en la Universidad Columbia en 2014 y en la Universidad de Cornell en 2019, donde las posibilidades que abren las bibliotecas son infinitas, y de pasar bastante tiempo en Nueva York, donde es más fácil acercarse al arte del mundo entero. 

¿Y con qué criterio, una vez elegidas las obras, les diste un orden de aparición?

Veo todo el arte que puedo, leo todo lo que puedo, literatura y ensayo, pero trabajé una vez más con la idea de constelación y otro poco confiada en la idea del ensayo que avanza a medida que piensa. Las obras se fueron encadenando como en un dominó. Las dos primeras partes del libro atienden a las que me parecen las grandes amenazas del mundo contemporáneo, el descalabro climático y la duplicación digital del mundo, y la tercera a los intentos del arte de “reconstruir”, componer, hacer lo real más real con otras formas de realismo. Pero, a la vez, está el entusiamo por las obras que van iluminando aspectos particulares de esos “hiperobjetos” inabarcables, y van abriendo el diálogo con otras obras. Y está también la urgencia por seguir poniendo el tema sobre la mesa, obra a obra, gota a gota, a ver si horada la piedra de nuestra negligencia. 

Hay muchos conceptos novedosos, como el de "cultura de la descongestión" o la idea de que Internet va a desaparecer, mientras que los usuarios y las usuarias cargamos casi compulsivamente contenidos privados en las redes.

Ese es quizás el fenómeno más soprendente y el efecto más eficiente de la maquinaria, del “complejo Internet” como lo llama Jonathan Crary. El mundo digital y sobre todo el de las redes sociales es puro presentismo, pura aceleración. Responder inmediatamente, juzgar inmediatamente, celebrar inmediatamente, odiar inmediatamente. Y la aceleración lleva a la adicción, a la dependencia y a un grado de autoexhibición, cuyos daños colaterales son quizás ya irreparables. Hemos naturalizado la exposición al punto de entregar nuestros datos alegremente y terminamos pagando un precio muy alto por lo que nos ofrece la web. No se trata de tecnofobia ni de ignorar los dones del mundo digital. ¡Leo en Kindle desde hace muchos años! Pero las evidencias del control, vigilancia y la extracción de datos son cada vez más alarmantes y los efectos de la inmersión en la vida digital cada vez más irreversibles. 

En la selección de obras algunas podrían pensarse cercanas a la ciencia ficción, a lo distópico.

En el recorrido del libro hay toda una línea de obras que funcionan como cápsulas de tiempo. No ya la pura anticipación de la ciencia ficción, las distopías, pero sí el arte y la literatura que, como las novelas de Ballard, piensan que el futuro es hoy. La pregunta que me hago en el comienzo -¿podemos imaginar el futuro lejano?- surge de una obra de Agnes Denes, que plantó once mil abetos blancos con la forma de una montaña espiralada en Finlandia, para que se transformaran en un bosque primario dentro de cuatrocientos años. Quizás hace cuatro décadas, cuando surgió el proyecto, imaginar el mundo dentro cuatrocientos años era posible, pero hoy ya es mucho más difícil. La obra, como cápsula de tiempo, deja abierta una pregunta perturbadora, que va cambiando de tono a medida que pasa el tiempo.

Desde el título se planta la idea del arte como fuerza visionaria. ¿Qué podés decirnos de esto?

Fuerza visionaria e incluso intervenciones concretas en la imaginación de futuros posibles. Los proyectos de Tomás Saraceno, por ejemplo, que combinan saberes e investigaciones específicas de la ciencia aplicada para ver si es posible volar sin combustibles fósiles o construir ciudades flotantes o aprender de la colaboración colectiva de las arañas... El arte contemporáneo se ha abierto al diálogo con otras disciplinas, con otros saberes, diálogos sin jerarquía en los que ninguna disciplina oficia de árbitro. La pregunta que se abre ahí es: ¿pero sigue siendo arte?

Hablás de lo contemporáneo como un corrimiento del presente, ¿cómo pensar al arte contemporáneo?

El arte se redefine todo el tiempo. Y los artistas más interesantes son probablemente los que consiguen ampliar los límites de lo que llamamos arte. En este sentido, quizás el caso más extremo que aparece en el libro es el de Forensic Architecture, una agencia interdisciplinaria dirigida por Eyal Weizman, que justamente trabaja a partir de la idea de un “umbral de detectabilidad”, en hechos de violencia y violación de derechos humanos: qué es lo que no se ve, cómo hacerlo visible, cómo reconstruirlo. Son investigaciones en las que colaboran arquitectos, cineastas, artistas visuales, periodistas, abogados y técnicos de todo orden, con una sinergia  que produce obras tan particulares como eficaces. Y otra vez, ¿pero es arte o activismo? Creo que es una de las formas posibles del arte, un arte que sintoniza las urgencias de nuestro tiempo. Claro que no es la única: sigue habiendo maravillosos pintores abstractos, si vamos al otro extremo del arco. La Documenta 15 que acaba de inaugurarse está curada por un colectivo indonesio de artistas que ha convocado a cincuenta colectivos del mundo, sobre todo del sur global, claramente insertos en la trama social y en proyectos cooperativos, una especie de reacción frente al comercio multimillonario, a esta altura bastante obsceno, tras los grandes nombres del arte contemporáneo. Espero que el arte preserve su extraordinaria variedad, pero me parece muy alentador que Forensic Architecture haya encontrado un espacio en el mundo del arte y haya reconectado el arte con la política de un modo realmente creativo y eficaz. 

 

 

 

Advertís que el arte se las está viendo con una realidad inédita. Quería preguntar por lo sublime, ¿cómo perseguirlo ante estos cambios, cómo encontrarlo?

Bruno Latour reflexiona sobre esta cuestión en su ensayo “Esperando a Gaia”. Lo que solía despertar el sentimiento de lo sublime era esa mezcla de asombro y temor del hombre perturbado frente a la potencia y la majestad de la naturaleza. Pero precisamente, frente a la naturaleza, las preguntas han cambiado. ¿Van a seguir existiendo las cataratas y los glaciares que hoy nos asombran? ¿Hasta cuándo? Y enseguida: ¿de quién es la responsabilidad de conservarlos? Lo que hoy más asombra y perturba es la intervención del hombre en esos paisajes deslumbrantes. Pienso en una serie de fotografías del norteamericano Trevor Paglen, con maravillosos cielos de atardeceres coloridos que parecen Rothkos, en los que hay un puntito minúsculo apenas visible, un Reaper Drone, arma mortal de los ataques militares norteamericanos. Una especie de sublime contemporáneo. Y pienso también en Vija Celmins, una visionaria a su manera. Pinta o dibuja océanos, desiertos, cielos nocturnos y galaxias con un grado tal de ilusionismo que apenas se distinguen de una foto. A simple vista podría pasar por un virtuosísimo hiperrealismo. Pero es mucho más que eso. Hay un rizo conceptual que la lleva a invertir muchísimo tiempo en reproducir ese pedacito de mar o ese pedacito de cielo que recorta como fuera del tiempo, sin ninguna presencia humana, una imagen gigante en un espacio pequeño fijada en la tela para siempre, que invita a redimensionar el lugar del hombre en el universo. 

También aparecen algunos libros en este ensayo, pero sobre todo se trabaja con artes visuales.

Sí, la literatura va colándose a su manera en el argumento. Las novelas fragmentarias de Olga Tokarczuk y Jenny Offill, algunos cuentos de Patricio Pron, la reconstrucción de uno de los casos más devastadores de extractivismo depredador en México en una suerte de “fotonovela” experimental de Verónica Gerber Bicecci, una novela fractal potencialmente infinita de Agustín Fernando Mallo, el cuarteto de las estaciones de Karl Ove Knausgård que en una serie nutrida de breves ensayos invita a alejarnos de las pantallas, tomar distancia y volver a mirar las cosas. Y también un cómic negrísimo de Nick Drnaso, Sabrina, y hasta una obra teatral de Rafael Spregelburd, Spam

Entre otras cosas, enseñaste muchos años Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires, trabajaste con obra de Manuel Puig. ¿Cómo fuiste interesándote más por las artes visuales?

Nombrás a Puig y, en parte, todo comenzó con sus novelas. Supongo que el arte siempre estuvo ahí, desde la fascinación con una colección de fascículos que llegaba puntualmente a casa todas las semanas durante mi infancia, Grandes maestros de la pintura. Y más tarde, con una gran muestra de surrealismo en Londres que me dejó una marca muy perdurable y posiblemente me llevó muchos años después a un proyecto sobre la supervivencia del surrealismo en la literatura y el arte latinoamericanos. Pero mi primera formación fue en letras, y Puig ocupó un lugar único, un autor que abrió interminables debates críticos sobre su particularísima apropiación de la cultura de masas y al que dediqué mi primer ensayo de largo aliento, que fue mi tesis de doctorado. Encontré respuestas iluminadoras en el arte pop y el cine, dos modelos que sin duda inspiraron sus innovaciones literarias. Pero también fue muy importante acercarme a la obra de Guillermo Kuitca, a partir de un documental que hicimos con Alberto Fischerman y después un libro de conversaciones sobre su obra, un curso acelerado sobre arte contemporáneo. Guillermo no solo es un gran artista sino también un observador muy sensible y agudo del arte contemporáneo. Y más tarde, durante bastante tiempo escribí guiones de cine. En algún momento me di cuenta de que ese vaivén entre la literatura, el arte y el cine no era simple diletancia, sino que ese diálogo estaba muy vivo en los escritores y en los artistas, y los críticos debíamos abandonar nuestras anteojeras de la carrera de letras y pensar la literatura en diálogo con otras artes. Ese diálogo empezó a naturalizarse en mi trabajo y se volvió un camino estético o crítico. 

Además sos autora de dos novelas, ¿pero cómo te llevás con la búsqueda de belleza en la escritura de ensayos? 

Nunca cultivé esa forma de escritura académica que ha llegado a grados de tecnificación e ilegibilidad muy altos, en una especie de lenguaje “metalúrgico”, una caracterización irónica muy precisa, si mal no recuerdo, de Beatriz Sarlo. Es un género que, como diría Saer, no comparto. Por otra parte, uno escribe porque lee y porque aprecia la buena prosa, razón por la cual sería una contradicción escribir crítica sin buscar la precisión, la claridad, la gracia en el lenguaje que encuentra en los escritores que admira. Un ensayo se debería leer con la misma fruición con que se lee la ficción. Esto no quiere decir que haya que descuidar la densidad del argumento o  el rigor del análisis. Claro que es muy difícil hacer todo eso a la vez, pero es un desafío muy estimulante y hay, sin duda, grandes modelos de críticos y escritores que demuestran que es posible. 

¿Qué ensayistas fueron importantes para vos en ese sentido?

Susan Sontag, Barthes, Ricardo Piglia, John Berger y tantos otros. Escritores que combinaron transparencia y densidad, efervescencia, goce, con una especie de racionalidad apasionada, si cabe la paradoja. Y Walter Benjamin, por supuesto, por muchos otros motivos. Otra virtud que admiro mucho en los escritores, críticos y ensayistas es la economía, la capacidad de condensar la lectura en un argumento preciso, a veces un aforismo o una especie de máxima. Barthes y Ricardo Piglia son en ese sentido grandes maestros. 

Tu libro de entrevistas a escritores, Primera persona, es de 1995. ¿Qué podés contarnos de esa tarea, cómo la iniciaste?

Las entrevistas empezaron por invitación de Tomás Eloy Martínez en el suplemento de Página/12, “Primer plano”, en una sección The Buenos Aires Review, que era un homenaje y una versión porteña de The Paris Review, con entrevistas a grandes escritores y escritoras argentinas. Fue la oportunidad de conocer y conversar largamente con escritores que había leído y admiraba. Tenía mucho tiempo para preparar las entrevistas y por lo tanto podía releer, completar la lectura de la obra cada uno de los entrevistados, y abrió la posibilidad de pensar la entrevista como una forma del ensayo, que se construye de a dos en el diálogo. Entrevisté después a muchos escritores y pensadores extranjeros, a Susan Sontag, George Steiner, John Berger, Martin Amis, Harold Bloom, Edward Said… Las entrevistas finalmente fueron apenas el colofón de la experiencia inolvidable de esos encuentros. 

¿Y Otra parte?

Otra parte semanal es la continuación virtual de la revista impresa, treinta números monográficos que publicamos cada cuatro meses durante muchos años, con un consejo asesor fenomenal con el que discutíamos el tema, los artículos, los artistas y los colaboradores que invitaríamos en cada número. Eran conversaciones animadísimas con Inés Katzenstein, Martín Rejtman, Guillermo Kuitca, Vivi Tellas, Alan Pauls y muchos críticos más jóvenes que se fueron sumando y que todavía nos acompañan, y un equipo de redacción envidiable, Silvina Cuchi, Patricio Lenard, Germán Conde y Maximiliano Papandrea, que sigue firmes en Otra parte semanal. En algún momento, hacer una revista en papel se volvió muy caro, la modesta pauta de publicidad y las ventas apenas alcanzaban para pagar la imprenta, y decidimos mudarnos a una plataforma digital. Como la forma nunca es ajena al medio, pensamos que podíamos revitalizar la reseña breve de literatura, cine, arte, ensayo, teatro y abrir una sección de intervención más polémica, Discusión, con artículos más largos. El desafío era ese: si hay menos tiempo para leer en la web, haremos reseñas breves, sin que pierdan densidad y filo crítico, y que de gusto leerlas. Y  abrimos el espectro a libros, películas y obras que no se comentan en otras revistas ni en los diarios. En un medio cultural con pocos recursos y apoyos, Otra parte es una especie de milagro, solo posible con la generosidad, el entusiasmo y el talento de nuestros muchos editores y colaboradores. 

¿Qué viene ahora?

Alguna vez me gustaría escribir un ensayo dedicado a única obra, como Zona de Geoff Dyer sobre Stalker, la película de Tarkovski, o como The Sight of Death de T. J. Clark, un extraordinario experimento de crítica de arte sobre solo dos cuadros de Poussin. Hay un intento en esa dirección en un capítulo de Cronografías, que desde The Clock, el video de veinticuatro horas de Christian Marclay, se abre a otras obras y a la literatura. Pero me llevará mucho tiempo decidir cuál podría ser la obra. Sin duda, del arte irá a la literatura o viceversa. 

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