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Guirnaldas para un luto: adiós a Hugo Padeletti

El artificio de la eternidad

A punto de cumplir 90 años, Hugo Padeletti murió la semana pasada en Buenos Aires. Había nacido en Alcorta, provincia de Santa Fe. Mientras Adriana Hidalgo prepara su poesía completa, compartimos este texto de Jorge Monteleone que acompaña Guirnaldas para un luto (El cuenco de plata) a modo de despedida.

Por Jorge Monteleone.

 

Acaso el luto es la señal o el rito con el cual evocamos menos la muerte que el fluir del tiempo, la fugacidad, el antes y el después, el pasado y el futuro inexorables: esos hábitos a los cuales el cuerpo y la mente rinden su culto melancólico al despojo, la ruina y la ceniza. Y sin embargo, escribe el poeta Hugo Padeletti, “vibra una hoja en la brisa, / como leve metal, / dorado y refulgente. // —‘Eso eres Tú’. No pases / a palabras opacas, / a los hábitos ciegos // de la mente.” El poeta contempla la forma que celebra el instante dorado como una hoja en el viento. El poema: la guirnalda que redime el luto en el renacimiento del Ahora.

En la poesía de Hugo Padeletti aquel vértigo temporal siempre se articula en un momento en el cual el tiempo cede. Una puntual fijeza en ese vértigo –“je fixais des vertiges”, “fijaba vértigos”, escribía Rimbaud– sumerge a la consciencia en otro tiempo que desvía de su cauce el suceder, como si fuera una falla, un intersticio: el instante. Pasaje en el tiempo profano hacia un tiempo sagrado, ese instante colmado es el Ahora, fijeza en la cual el tiempo se libera del transcurrir, que supone una mutación cualitativa del movimiento de la corriente, o bien una especie de detención en el espacio –en “el camino”– o una ascensión: “El camino tiene trampas, cadenas, / y una Cima. // En la Cima / no hay sitio para nada / ni nadie. // Escalar / es el acceso directo. / Al empezar, / ha terminado: / todo / está jugado, / y es perfecto.” Esa perfección redime la imperfección de los despojos y los restos a los que nos somete la usura del tiempo, la inconsistencia o la “frustrante cadencia” de nuestros propios actos, o aun los voluntarismos mortales del persistir o del “flamante recomenzar.” Es lo que Padeletti llama una cala en el tiempo, el hiato que se abre y por el cual se manifiesta a través de un acto de fe o se asume mediante una intuición la absorta eternidad: “Suma esperanza: / AHORA / es la hora”, escribe. En esa inscripción con mayúsculas del AHORA se halla inscrita “la hora” del tiempo que pasa: la contiene y la exalta. En el transcurso temporal del día a día, el Ahora es percibido como un instante colmado –“el instantáneo regocijo”–; desde la eternidad sería una absolución del tiempo, donde “el tiempo es templo.”

Esa poética que Padeletti desplegó en todos sus libros con acentuaciones diversas que privilegian uno u otro aspecto, halla en Guirnaldas para un luto una sutileza ejemplar en la muestra del proceso –a la vez una consciencia y un hacer poético– que conduce a la manifestación del Ahora. Propone no sólo en la forma artística del poema la encarnación del instante redimido donde “la forma aplaza” el tiempo –ese acto asertivo, afirmativo, que “perdura sobre la muerte” como guirnalda para el luto–, sino también lo hace patente: el poema mismo que leemos en el presente de cada lectura es una muestra vívida de ese mismo proceso. A veces los poemas de este libro ejemplifican la duda misma, el cansancio, la desazón del trabajo incesante de la consciencia temporal del yo que a menudo es derrotada por su propio hábito mortal y también por el cuerpo que envejece en el devenir. En varios de los primeros poemas del libro se describe esa morosa destrucción. El ahora, en minúscula, no es más que un momento del tiempo que pasa y se pierde y que el mero cuerpo afirma en su osamenta claudicante, sus dientes, sus humores. Todo canto es una trampa: “El tiempo nos demora / como fémur quebrado o desdentada calavera // un poco más —el tiempo / del cereal en la muela. // ¿Por qué canta / el tordo su clamor sobre la trampa? Flores / y esputos en la zanja / consolidan —ahora— // la hora que se va.” En el tiempo que pasa el cuerpo es rehén y luchar contra aquel atendiendo a sus vestigios, con un encono que se aferra a lo que el propio tiempo nos infiere, sería como librarse “a las sombras que engrasan la pared / como a un papel de estraza.” Aferrarse al tiempo para matar el tiempo con furor o melancolía, con la sangre que late airada o lúbrica, con nostalgia o ensueño, es la condición segura del dolor: “Una ola / me sube por la nuca, con caireles / que saben de burdeles, con claveles / salpicados de sangre, con furor // de enredaderas. / Desandar // el tiempo fenecido // es arar en la arena: / sólo pena, / picoteada de rojo, y un tejido // de venas en los ojos.” Por ello, alcanzar la forma artística sería también una ascesis de la mente, prueba y error, trabajo y espera y, finalmente, un renacer en otro tiempo, un engendrarse y darse a luz: “fervor, sudor, cerrado escalamiento, // traspié, caída, salto, // alumbramiento.”

No es fácil ese trabajo poético en la negra superficie que “sólo encubre dolor”; se trata de descubrir lo que señalan una metafísica del ojo y las correspondencias del pulso: imagen y ritmo. El instante, dice el poema, el instante en el continuo de la vida y de la muerte, “está lleno de señales”, está “lleno y vacío a la vez” y requiere del soplo de la mente. Puesto que la ascesis del tiempo es una praxis subjetiva, el hacedor de la forma que redime el tiempo debería transformar cualitativamente el instante y, en el mismo acto, liberarse de sus hábitos mortales y los “vanos espejismos” y las trampas del Ego. Por eso como un imperativo existencial en el poema mismo se reclama el desasimiento de sí: desistir, suspenderse incluso en la caída temporal. Eso anuncia aquello que en Padeletti supone el verdadero estado para alcanzar todo acto poético: la Atención o contemplación. Escribe: “déjate, desasido, / caer en lo caído / sin tristeza. // La vacía atención que diviniza / te absorba, oh desistido, / como absorben sin ruido // las raíces el poso de la presa.” Así entonces, para aposentar el instante respecto de la fuga temporal, hay que mirar más allá de lo real –“mirar más allá de la fruta: penetrar la hondura de ese río” que es el río del tiempo. Pero hacerlo siempre implica despertar a la Atención en el puro presente contemplativo que renuncia a los tedios del yo –con sus deseables virtudes: paciencia, constancia, entrega, modestia. No se trata de anonadarse en la nada existencial, sino de hacerse nada, resplandor anónimo sobre la superficie del mundo: como la luz de la luna sobre una tapia, como el acanto en la piedra, como el color amarillo en el crisantemo, como la “verde / constancia del hibisco que, / urgente como siempre, / templa // el tiempo.” Y como si la naturaleza misma ofreciera una ética a la vida contemplativa, hay que atender a las señales del instante sin ansiedad: “Señales en las palmas de las manos / y en la umbela que irradia / su esqueleto. / Señales al desgaire. Su secreto / está en el aire // Suena / la campana / y toda se estremece. Ya es mañana: / y el AHORA florece.”

El poeta se vale de imágenes del mundo natural en las cuales se suspende en el tiempo mortal mediante una contemplación pura. El poema es la ocasión misma de ese contemplar. Cuando la consciencia se suspende, en la poesía de Padeletti –asumiendo un movimiento típico de cierta poesía del siglo XX– el sujeto se despersonaliza, su pensar el mundo se vuelve el paradójico “pensamiento no pensado.”1 Abstraído de las adherencias del mundo tanto como de los hábitos ciegos de la mente, ese yo es ahora el sujeto de la contemplación, que en el instante, al suspenderse de sí, alcanza el corazón mismo de las cosas y las trasciende en la página como forma adquirida, para “cosechar cada fecha / como flor.” En el instante vibra el tiempo y el sujeto ocupa el lugar de lo otro, es decir, forma su objeto y al mismo tiempo es formado por él. Como aquella hoja que vibraba en la brisa como metal dorado, el poema afirma: “Eso eres Tú.”2

Para que el mundo sea diferente, escribe Padeletti, “la atención / es su fuente”. El poema se transforma en la ocasión para una nueva forma de vida, “un poema / para vivir / como viven sin tierra las semillas / en el viento.” Esa es la condición del florecer –metáfora que recorre todo el libro en la flor o la floración, ya que “florecer / es gracia de los dioses / ¡Cómo ser / es corola!” Florecer es desbordar y a la vez crecer hacia adentro. La antigua guirnalda para el luto lleva flores perpetuas. ¿Quién sabrá de ellas? El ojo debe advertirlo más allá de la premura del tiempo, de su ansia, incluso de su tedio. Hay un más allá que no sólo supone el desistimiento de sí: también hay que desistir de las contingencias de lo real y transponer el umbral de la percepción para hallar en la materia las iluminaciones de la otredad. Hay que ver en las cosas su envés: el bello espacio ausente del limón, la lenta llama que late en el ceibo, la fruta esencial que no es pulpa ni carozo. En su ensayo “Historia personal y consideraciones al margen”, Padeletti escribió: “El arte a través de la forma, conduce virtualmente más allá de la forma y con eso satisface una de las necesidades permanentes de la naturaleza humana: la de sobrepasarse a sí misma. Esto ocurre virtualmente en la experiencia estética profunda y realmente en las formas extremas de experiencia mística o metafísica. La técnica, en ambos órdenes, es la contemplación” (La atención, I, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1999, p. 151.)

Por ello las alusiones a ese acto primordial que el poeta llama Atención y que exalta el Ahora encuentra en algunos fundamentos de la espiritualidad hindú su perfecta sincronía. Algunos de los más bellos poemas de este libro se refieren al desistimiento del sujeto imaginario del poema a partir de las técnicas adecuadas para liberar los hábitos yoicos de la mente arraigada en el tiempo profano, como las del Yoga. La contemplación poética se asimila al punto de partida de la meditación yóguica como la concentración en un solo objeto, o en un solo punto, en el ejercicio denominado ekâgratâ. Como observa Mircea Eliade, “la concentración en un solo punto, tiene como resultado inmediato la censura pronta y lúcida de todas las distracciones y todos los automatismos mentales que dominan y verdaderamente forman la consciencia profana” (El yoga. Inmortalidad y libertad. México, Fondo de Cultura Económica, 1991, p. 47). Las dispersiones de la consciencia, sus ansiedades y premuras, las pasiones que la violentan o los pensamientos inconexos que la fatigan en una confusa y fragmentada exterioridad, unifican en una totalidad trascendente esos “torbellinos mentales.”

Así el acto poético se asimila a la concentración del yogui como un estado humano purificado. El que contempla fijamente la llama de una vela “no recela del tiempo” y así alcanza aquella aspiración poética que fijaba el vértigo del suceder: “Diligente / presta atención: // el mundo discrepante / está puro, unido, / renacido // en este instante” finaliza el poema “Ekagrata.” El ejercicio poético como contemplación de la esencia de todos los objetos también se metaforiza como ejercicio de la meditación yóguica. El poema siguiente a “Ekagrata” se titula “Dhyana” y comienza: “Estoy quieto en vacía / contemplación, / con una lucidez que no aspira.” Alude a una triple técnica de meditación yóguica llamada samyama: ese término designa “los últimos tres miembros del yoga (yogânga), a saber: la concentración (dhâranâ), la ‘meditación’ propiamente dicha (dhyâna) y la ‘éntasis’ (samâdhi)” (Eliade, op. cit., p. 63). Este poema de Padeletti supone un paso más allá del ekâgratâ: ya no sólo se trata de concentrarse en un solo punto o en un solo objeto, sino de deslizarse de la concentración a una meditación profunda y ser cero en tanto yo y ser uno con todas las cosas. Por ello la contemplación poética no es una reflexión profana sino una penetración en el interior mismo de lo real como Promesa, el espacio infinito que (me) respira. El dhyâna “permite ‘penetrar’ los objetos, ‘asimilarlos’ mágicamente” (Eliade, op. cit., p. 65.) Y si bien el acto de dhyâna en el Yoga de ningún modo se vincula con el marco de la imaginación poética, a la inversa, la poesía de Padeletti transforma el acto imaginario con los ejercicios de una ascesis espiritual. La palabra unifica el mundo por su propio ritmo, tal como la meditación en la antigua sílaba OM que ya era observable en los Vedas evoca la totalidad. El ritmo del poema es como la repetición indefinida de un mantra: “Su único instrumento / es repetir el OM. El OM atento / penetra el corazón hasta el mandala / del Centro // —todo es uno. // No hay nada diferente.”

Agudamente en Guirnaldas para un luto, como en toda la obra del poeta, la alusión al mantra del poema “Japa” revela el valor del ritmo que se articula en los textos mediante esquemas métricos del verso castellano, redistribuidos en los versos de Padeletti junto con sus numerosas aliteraciones que abren, asimismo, inesperados significados analógicos. Un poema ejemplar de ambos aspectos es el titulado “Rimar cielo con vuelo” –frase que, como es habitual en muchos poemas de Padeletti, es, además del título, el primer verso del poema. En ese poema la rima proporciona otro modo imprevisible de epifanía de lo real: “Rimar cielo con vuelo / y tierra con destierro / en la estrofa central / que al tiempo desafía / es temporal.” Esta serie de heptasílabos que mentan y ejecutan una rima previsible en sonido y sentido (“cielo / vuelo”) advierte que la continuidad rítmica no basta para que el tiempo ceda, para desafiar el continuum temporal. La rima debería ser un salto inesperado en el corazón del mundo, tal como el mantra nos lleva a la transfiguración del sonido en el Sonido supremo, en el Ritmo universal en el cual se alcanza la impersonalidad en el Todo, donde impera la Vacuidad, donde “ser es cero.” La rima debe obrar de otro modo, para crear “cielo en tierra, / tierra en vuelo”, o bien “acordes semovientes” que tornan “suelo en vuelo.” Así también la forma rítmica aplaza lo que “pesa, posa y pasa” Como el mantra, en la poesía de Padeletti esos recursos rítmicos son también “sonidos místicos.”

Como si el hálito de lo real se uniera a la respiración, como si la lluvia o el roce del pétalo vibrara en el temblor del cuerpo con resonancias de infinito, las sílabas del poema silban como un viento incesante en la forma bajo la cual el yo desiste de sí y del tiempo para reunirse en el Todo. Artificio del poema y forma innumerable del Mundo: sujeto mortal unido, renacido. Aquello que W. B. Yeats escribió: “Gather me in the artifice of eternity” y que Hugo Padeletti tradujo así: “Unidme ya / al artificio de la eternidad.”

 

1 La frase de Hugo Padeletti “pensamiento no pensado” es traducción literal de una expresión japonesa del budismo zen: Hishiryô, referida al estado de consciencia /experiencia de la captación inmediata de la realidad, tal como es más allá de todas las proyecciones del pensamiento. En la praxis del Yoga el paralelo sería la purificación total del Buddhi de todas las fluctuaciones mentales (Vrtti) que caracterizan la conciencia yoica (Manas). Suele traducirse Buddhi como “intelecto” o “intelecto puro.” La raíz del vocablo quiere decir “despertar” y, por extensión de “echar luz”, también “entender”, “comprender.” Pero la función intelectiva pura en el hinduismo no tiene que ver con la captación de objeto (correspondiente al Manas, ámbito mental), sino con el intelecto liberado de todos los velos relativos y, por ende, espejo clarísimo de lo Absoluto (Adrián Navigante, comunicación personal).

2 El verso de Padeletti reproduce la declaración fundamental del Chândogya Upanishad (6.8.7): tat tvam. “Tat” (eso) se refiere a “Brahman”, el principio trascendente con el cual el individuo se identifica para alcanzar la liberación (Adrián Navigante, comunicación personal).

 

 

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