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La campanilla de la doncella: un cuento de Edith Wharton

Literatura estadounidense del siglo XIX

Editado por Lisa Morton y y Leslie Klinger, Cuentos de fantasmas (Edhasa) compila relatos de horror y suspenso y elegimos el de Edith Wharton para esta ocasión.

Por Edith Wharton. Traducción de Mónica Herrero.

 

 

 

Fue en el otoño posterior a que me hubiera enfermado de fiebre tifoi dea.* Había estado tres meses en el hospital y, cuando me dieron el alta,  estaba tan débil e inestable que las dos o tres señoras a las que recurrí en  busca de trabajo tuvieron miedo de emplearme. Luego de dos meses de  internación, la mayor parte de mi dinero se había acabado yendo a las agencias de trabajo y respondiendo cualquier aviso que en alguna medida pareciera respetable. Casi pierdo la esperanza, puesto que la preocupación me había hecho perder peso y no veía por qué mi suerte podría alguna vez cambiar. Sin embargo, esto sucedió o así lo pensé entonces:  una tal Mrs. Railton, amiga de la dama que me recibió por primera vez en los Estados Unidos, me cruzó un día y se detuvo a hablar conmigo; era una persona que había tenido siempre una actitud amistosa. Me preguntó qué me afligía tanto como para estar tan pálida y, cuando le conté, me dijo: “Vaya, Hartley, creo que tengo el lugar apropiado para usted. Venga mañana y conversamos”. 

Al día siguiente, cuando la visité, me dijo que la dama que tenía en mente era una sobrina suya, una tal Mrs. Brympton, una dama más bien joven, pero en algún sentido inválida, que vivía todo el año en su casa de campo sobre el Hudson debido a que no soportaba la fatigosa vida en la ciudad. 

–Bueno, Hartley –dijo Mrs. Railton en esa manera animada que siempre me hacía sentir que las cosas debían estar por dar un giro para mejor–, ahora entiéndame, no es un lugar alegre al que la estoy envian do. La casa es grande y lúgubre. Mi sobrina es nerviosa e inestable; su marido, bueno, generalmente está afuera, y los dos niños son un horror.  Hace un año, no hubiera pensado en encerrar a una muchacha optimis ta y activa como usted en una cripta; pero usted no está particularmen te llena de energía justo ahora, ¿no es cierto? Y un lugar tranquilo, con  aire de campo y alimentos saludables a primera hora de la mañana, de bería ser justo lo que necesita. No me malinterprete –agregó, porque supongo que la miré un poco desalentada–, puede que lo encuentre aburrido, pero no será infeliz. Mi sobrina es un ángel. Su antigua don cella, que falleció la primavera pasada, había estado con ella veinte años y veneraba el suelo por el que ella caminaba. Es una dama gentil y, cuando la dama es gentil, como usted sabe, los criados están por lo ge neral de buen humor; entonces probablemente se llevará lo suficiente mente bien con el resto del servicio. Y usted es exactamente la mujer que quiero para mi sobrina; tranquila, con buenos modales y con una  educación por encima de su posición social. Lee bien en voz alta, en tiendo. Eso es algo bueno, mi sobrina adora que le lean. Quiere una  doncella que pueda ser una especie de compañera; la última doncella lo  era y no puedo decir cuánto la extraña. Es una vida solitaria... Bueno, ¿qué le parece? 

–Bueno, señora –dije–. No le temo a la soledad. 

–Bueno, entonces vaya. Mi sobrina la contratará siguiendo mi re comendación. Le telegrafiaré inmediatamente así usted puede tomar el tren de la tarde. Mi sobrina no tiene a nadie que la atienda ahora y no  quiero que usted pierda tiempo. 

Estaba lo suficientemente lista para comenzar; sin embargo, algo  me retenía y, para ganar tiempo, pregunté: 

–¿Y el caballero, señora? 

–El caballero está casi siempre afuera, se lo digo –dijo Mrs. Railton  rápido–, y cuando está allí –agregó súbitamente– solo tiene que mante nerse fuera de su camino. 

Tomé el tren de la tarde y, a eso de las cuatro, me bajé en la estación D. Un mozo de cuadra en un carruaje ligero estaba esperándome y an duvimos a paso elegante. Era un día gris de octubre, con amenaza de  lluvia cerca, y para la hora en que llegamos al bosque de Brympton Place la luz del día casi había desaparecido. El sendero serpenteó a través del bosque a lo largo de una o dos millas y desembocó en un patio de gravilla cercado por matorrales de arbustos oscuros y altos. No había luces en las ventanas y la casa efectivamente parecía un poco sombría. No le pregunté nada al mozo de cuadra, porque nunca fui de quie nes adquieren sus ideas sobre los nuevos señores a partir de lo que dice el resto de los criados: prefiero esperar y ver por mí misma. Pero, por  cómo se veía todo, podía arriesgarme a decir que había llegado al tipo  apropiado de casa y que las cosas se hacían bien. Una cocinera de rostro agradable me recibió en la puerta trasera y llamó a la criada de la casa para que me mostrara mi habitación. “Verá a la señora más tarde –me dijo–. Mrs. Brympton tiene una visita”. 

No había imaginado que Mrs. Brympton fuera una mujer que recibiera muchas visitas y, en alguna medida, esas palabras me alegraron. Seguí a la criada escaleras arriba y vi, a través de una puerta del rellano  superior, que la parte principal de la casa parecía bien amoblada, con paneles oscuros y gran cantidad de retratos antiguos. Otro tramo de la  escalera nos condujo, más arriba, al ala de servicio. Era casi de noche  ahora y la criada se disculpó por no haber llevado una luz. “Pero hay  fósforos en su cuarto –dijo– y, si camina con cuidado, estará bien. Cuidado con el escalón al final del pasillo. Su cuarto está justo después”. Miré hacia adelante mientras me hablaba y, a mitad de camino en el pasillo, vi una mujer de pie. Retrocedió hacia una entrada cuando pasamos y la criada no pareció notarla. Era una mujer delgada, con el  rostro blanco y un vestido y delantal de tela ligeramente oscura. Pensé que era el ama de llaves y me pareció extraño que no hablara, sino tan solo me mirara largamente a medida que se alejaba. Mi cuarto daba a  un hall cuadrado al final del pasillo. Frente a mi puerta había otra que  estaba abierta y, cuando la criada la vio, exclamó: 

–Vaya, Mrs. Blinder ha dejado la puerta abierta de nuevo –dijo  cerrándola.

–¿Mrs. Blinder es el ama de llaves? 

–No hay ama de llaves. Mrs. Blinder es la cocinera. 

–¿Y ese es su cuarto? 

–Por Dios, no –dijo la criada un poco fastidiada–. No es la habita ción de nadie. Está vacía, quiero decir, y la puerta no debería estar abierta. Mrs. Brympton quiere que permanezca cerrada con llave. 

Abrió mi puerta y me condujo a un cuarto ordenado, amoblado  con gusto, con uno o dos cuadros en las paredes, y luego de encender una vela, se retiró diciéndome que el té en el salón del servicio era a las  seis y que Mrs. Brympton me vería luego. 

En el salón del servicio, todos me parecieron un grupo agradable y,  por lo que dejaron ver, concluí que –como Mrs. Railton había dicho–  Mrs. Brympton era la mujer más gentil, pero no tomé nota de lo que  hablaban porque estuve esperando para ver si la mujer pálida de vestido  oscuro entraba. Sin embargo, no vino y me pregunté si comería por  separado; pero si no había ama de llaves, ¿quién podría ser? De repente,  se me ocurrió que podría ser una enfermera certificada y, por supuesto,  en ese caso, le llevarían la comida a su habitación. Si Mrs. Brympton era  una inválida, era bastante probable que tuviera una enfermera. La idea  me molestó, confieso, dado que las enfermeras no siempre son fáciles de  tratar y, si hubiera sabido, no habría aceptado el puesto. Pero allí estaba  yo, y no tenía sentido estar con cara larga por ello y, como no soy de las personas que hacen preguntas, esperé para ver cómo se desarrollaba todo.

 

Cuando terminó el té, la criada le preguntó al lacayo: “¿Se ha retirado Mr. Ranford?” y, cuando él le respondió que sí, ella me indicó que la acompañara a ver a Mrs. Brympton. Mrs. Brympton estaba recostada en su habitación. Su salón es taba cerca del fuego y al lado de una lámpara con pantalla. Era una mujer de apariencia delicada, pero cuando sonrió sentí que no había nada que no hubiera hecho por ella. Hablaba de modo agradable, en voz baja. Me preguntó nombre y edad, y así sucesivamente, y si te nía todo lo que necesitaba y si no tenía miedo de sentirme sola en el  campo.

–No, con usted no me sentiría sola, señora –dije y las palabras me  sorprendieron cuando las pronuncié, dado que no soy una persona im pulsiva, pero fue justo lo que pensé en voz alta. 

Le agradó eso y dijo que esperaba que yo continuara con la misma opinión. Luego me dio unas pocas directivas acerca de su aseo personal  y dijo que Agnes, la criada, me mostraría a la mañana siguiente dónde  guardaba las cosas. 

–Esta noche estoy cansada y cenaré arriba –dijo–. Agnes me traerá mi bandeja, para que usted tenga tiempo de desempacar e instalarse, y después puede venir a ayudarme a cambiarme. 

–Muy bien, señora –dije–. ¿Usted me llamará, supongo? –No, Agnes la irá a buscar –dijo rápido y tomó su libro nuevamente. Bueno, eso era ciertamente extraño: ¡la doncella de la señora siendo buscada por la criada de la casa cada vez que la señora la necesitara! Me pregunté si no había campanillas en la casa; pero al día siguiente satisfice mi curiosidad al ver que había una en cada cuarto y una especial que conectaba la habitación de la señora con la mía. Y luego me pareció  extraño que, cuando Mrs. Brympton quisiera algo, llamaba a Agnes, quien tenía que caminar todo a lo largo del corredor del ala de servicio  para llamarme. 

Pero eso no era lo único extraño en la casa. Al día siguiente, vi que  Mrs Brympton no tenía enfermera y entonces le pregunté a Agnes  acerca de la mujer que había visto en el pasillo la tarde anterior. Agnes me respondió que no había visto a nadie y me di cuenta de que pensaba que yo lo había soñado. Desde luego, era el atardecer cuando atravesamos el pasillo y ella se había excusado por no llevar una luz, pero yo  había visto a la mujer con bastante claridad como para reconocerla de nuevo si la volviera a encontrar. Decidí que debería haber sido una amiga de la cocinera o una de las otras criadas; quizá había ido de visita  desde la ciudad por una noche y los criados querían mantenerlo en se creto. Algunas señoras son muy estrictas respecto de recibir en la casa  por una noche a las amistades de sus criados. De todos modos, decidí no hacer más preguntas. 

En uno o dos días, otra cosa extraña sucedió. Estaba conversando una tarde con Mrs. Blinder, que era una mujer de disposición amistosa y era la criada más antigua de la casa, y me preguntó si estaba bastante a gusto y tenía todo lo que necesitaba. Le respondí que no tenía queja  alguna con mi lugar o mi señora, pero que me parecía extraño que en  una casa tan grande no hubiera un cuarto de costura para la doncella de la señora. 

–¿¡Cómo!? –dijo–. Hay uno; el lugar en el que usted está es el antiguo cuarto de costura. 

–¡Oh! –dije–. ¿Y dónde dormía la otra doncella de la señora? Ante esa pregunta, se la vio confundida y dijo apresuradamente que los cuartos de servicio habían sido todos modificados alrededor de un año atrás y no lo recordaba bien. 

Me pareció muy extraño, pero continué como si no lo hubiera notado. 

–Bueno, hay un cuarto vacío opuesto al mío y tengo la intención de preguntarle a Mrs. Brympton si puedo utilizarlo como cuarto de costura. 

Ante mi sorpresa, Mrs. Blinder se tornó pálida y me apretó un poco  la mano.

No haga eso, querida –dijo como temblorosa–. A decir verdad, ese era el cuarto de Emma Saxon y mi señora lo ha mantenido con llave desde que ella murió. 

–¿Y quién era Emma Saxon? 

–La doncella anterior de Mrs. Brympton. 

–¿La que estuvo con ella tantos años? –dije recordando lo que Mrs. Railton me había contado. 

Mrs. Blinder asintió. 

–¿Qué tipo de mujer era? 

–Nadie mejor caminó sobre la Tierra –dijo Mrs. Blinder–. Mi señora la quería como a una hermana. 

–Sí, pero quiero decir... ¿Qué apariencia tenía? 

Mrs. Blinder se incorporó y me miró un poco enojada. –No soy buena para las descripciones –dijo– y me parece que mi pastel está listo. 

Y se fue a la cocina y cerró la puerta al salir. 

II 

Había estado en Brympton casi una semana antes de ver a mi señor.  Llegó la noticia de que esa tarde regresaba y un cambio se instaló en todo el servicio. Era evidente que nadie lo quería escaleras abajo. Mrs. Blinder tuvo un cuidado excepcional con la cena de esa noche, pero le habló enojada a la criada de la cocina, de una forma muy poco frecuente en ella, y Mr. Wace, el mayordomo, un hombre serio que hablaba  bajo, realizaba sus tareas como si estuviera preparándose para un funeral. Mr. Wace era un gran lector de la Biblia –vaya si lo era– y tenía una  hermosa variedad de citas a su disposición, pero ese día utilizó un lenguaje tan espantoso que casi me retiro de la mesa, cuando me aseguró  que todo provenía de Isaías* y noté que, cuando el señor venía a la casa,  Mr. Wace recurría a los profetas. 

Cerca de las siete, Agnes me llamó para ir a la habitación de mi señora y allí encontré a Mr. Brympton. Estaba de pie frente al hogar, un hombre grande con un considerable cuello de toro, un rostro rojo y  unos ojos azules con bastante mal carácter: el tipo de hombre que una  joven simplona hubiera considerado atractivo y hubiera pagado caro por pensarlo. 

Cuando entré, se me acercó y rápidamente me examinó. Yo sabía lo  que esa mirada significaba, por haberla experimentado una o dos veces en mis puestos anteriores. Luego me dio la espalda y continuó conversando con su esposa y supe también lo que eso quería decir. Yo no era el  tipo de trofeo tras el cual andaba. La fiebre tifoidea me había servido lo suficiente en una forma: mantenía a ese tipo de caballeros a

–Esta es mi nueva doncella, Hartley –dijo Mrs. Brympton con su  voz amable y él asintió y continuó con lo que estaba diciendo. En uno o dos minutos, se retiró y dejó a mi señora vestirse para la cena. Mientras la ayudaba, noté que estaba pálida y gélida al tacto. Mr. Brympton se fue a la mañana siguiente y toda la casa respiró aliviada cuando estuvo lejos. En cuanto a mi señora, se puso su sombrero y pieles (porque era una hermosa mañana de invierno) y fue a cami nar por los jardines, de los que regresó bastante lozana y sonrosada, por  lo que, antes de que el color se esfumara, pude adivinar qué mujer hermosa debía de haber sido no tanto tiempo atrás. 

Se había encontrado con Mr. Ranford durante el paseo y los dos regresaron juntos. Recuerdo que sonreían y conversaban cuando pasaron por la terraza bajo mi ventana. Esa fue la primera vez que vi a Mr.  Ranford, aunque había a menudo escuchado su nombre mencionado  en el salón del servicio. Parece que era un vecino, que vivía a una o dos millas más allá de Brympton, al final del poblado, y como tenía la costumbre de pasar sus inviernos en el campo, era casi la única compañía que mi señora tenía en esa estación. Era un caballero alto y delgado de cerca de treinta años y me pareció de apariencia bastante melancólica  hasta que vi su sonrisa, con algo sorprendente, como el primer día cálido de primavera. Había escuchado que era un gran lector, como mi señora, y ambos estaban siempre prestándose libros, y a veces (Mr. Wace  me contó), él leía en voz alta para Mrs. Brympton, durante un rato, en  la gran biblioteca oscura donde ella se sentaba en las tardes de invierno.  A todos los criados les gustaba y, quizá, se trate del mayor cumplido que los señores puedan recibir. Tenía una palabra amistosa para cada uno de nosotros y estábamos todos felices de pensar que Mrs. Brympton tenía un caballero agradable y amigable como él para acompañarla cuando el  señor estaba de viaje. Mr. Ranford parecía estar en excelentes términos con Mr. Brympton también; aunque no pude sino preguntarme cómo dos caballeros tan diferentes podían ser amigos. Pero, entonces, aprendí cómo la auténtica clase alta puede ocultar sus sentimientos. 

En cuanto a Mr. Brympton, venía y se iba, nunca se quedaba más  de uno o dos días, maldiciendo el aburrimiento y la soledad, protestando ante todo y (como percibí enseguida) bebiendo bastante más de lo  que era bueno para él. Luego de que Mrs. Brympton se retiraba de la  mesa, él se sentaba hasta la mitad de la noche con el oporto y el vino de  Madeira y, una vez, cuando estaba dejando la habitación de mi señora  bastante más tarde que de costumbre, me lo crucé subiendo las escaleras en un estado que me dio náuseas de solo pensar lo que algunas damas  deben soportar manteniendo la boca cerrada.

Los criados hablaban poco del señor, pero por lo que dejaban en trever, pude ver que había sido un matrimonio infeliz desde el princi pio. Mr. Brympton era vulgar, ruidoso y amante del placer; mi señora silenciosa y retraída y quizá un poco fría. No es que ella no le hablara de  modo agradable a él, la consideré maravillosamente tolerante; pero para un caballero tan libre como Mr. Brympton, me animo a decir que ella  le parecía un poco desapegada. 

Bueno, todo continuó tranquilo por varias semanas. Mi señora era generosa, mis tareas eran livianas y me llevaba bien con el resto de los criados. En síntesis, no tenía nada de qué quejarme; sin embargo,  sentía siempre un peso en mí. No puedo decir por qué era así, pero sé que no era soledad lo que sentía. Pronto me acostumbré a ello, y todavía débil por la fiebre, estaba agradecida al tranquilo y buen aire campestre. Sin embargo, nunca estaba del todo tranquila mentalmente. Como sabía que yo había estado enferma, mi señora insistía en que caminara regularmente y, a menudo, inventaba encargos para mí: una yarda de cinta que debía retirarse en el poblado, una carta que había que enviar por correo, un libro que había que devolver a Mr. Ranford.  No bien estaba al aire libre, mi ánimo se elevaba y esperaba ansiosa  esas caminatas a través de los bosques desnudos que olían a humedad, pero en el momento en que veía la casa de nuevo, mi corazón caía como una piedra en un pozo de agua. No era exactamente una casa  sombría; sin embargo, en cuanto entraba, me invadía un sentimiento sombrío. 

Mrs. Brympton rara vez salía en invierno; solo en los días más lin dos caminaba una hora al mediodía por la terraza sur. Exceptuando a  Mr. Ranford, no venían visitas salvo el médico, quien aproximadamente una vez por semana se desplazaba desde D. El médico me mandó llamar una o dos veces para darme algunas instrucciones simples sobre mi señora, y aunque nunca me contó qué enfermedad ella padecía, pensé, por la apariencia cerosa que tenía de vez en cuando, que podría ser que estuviera mal del corazón. El tiempo era cambiante y poco saludable: en enero, tuvimos un largo período de lluvia. Fue una prueba  delicada para mí, lo reconozco, porque no pude salir: sentarme con mi costura todo el día, escuchando el ruido de la lluvia y el goteo de los  aleros, me ponía tan nerviosa que el menor sonido me sobresaltaba. De  alguna forma, la idea de ese cuarto cerrado con llaves al otro lado del pasillo comenzó a pesarme. Una o dos veces, en las largas noches de  lluvia, imaginaba que escuchaba ruidos allí, pero era un sinsentido, claro, y la luz del día alejaba esas ideas de mi cabeza. Pues bien, una mañana Mrs. Brympton me hizo comenzar el día con mucho placer al pedir me que fuera al poblado por unas compras. Hasta entonces, no me  había dado cuenta de cuánto había decaído mi ánimo. Partí con gran regocijo, y la vista de las calles atestadas y de los comercios con aspecto animado casi me hizo salir de mí misma. Sin embargo, hacia la tarde, el  ruido y el bullicio comenzaron a cansarme y, de hecho, ya tenía ganas de la tranquilidad de Brympton; pensando en cómo disfrutaría el cami no a casa a través de los bosques oscuros, me crucé con una vieja amis tad, una criada con la que alguna vez serví. Nos habíamos perdido de vista durante varios años y tuve que detenerme y contarle lo que me había pasado en ese intervalo. Cuando le mencioné dónde estaba vi viendo, enrolló los ojos y puso cara larga. 

–¿Qué? ¿La Mrs. Brympton que vive todo el año en su casa en el  Hudson? Por Dios, no te quedarás más de tres meses. 

–Oh, pero no me molesta el campo –dije, en algún punto ofendida  por su tono–. Desde que tuve fiebre, me alegra estar tranquila.

–No es el campo en lo que pienso –sacudió la cabeza–. Todo lo que  sé es que tuvo cuatro doncellas en los últimos seis meses y la última, que era amiga mía, me dijo que nadie podía permanecer en la casa. –¿Dijo por qué? –le pregunté. 

–No, no daría su razón. Pero mi amiga me dijo, “Mrs. Ansey, si  alguna vez una joven como las que conoce piensa en ir allí, dígale que  no vale la pena que desempaque”. 

–¿Es ella joven y atractiva? –dije pensando en Mr. Brympton. –¡No ella! Es del tipo de las que las madres contratan cuando tienen  en la universidad hijos que son caballeros de vida muy alegre. Bueno, aunque sabía que la mujer era una gran chismosa, sus pala bras impactaron en mi cabeza y mi corazón se desplomó más que nunca mientras me dirigía a Brympton en el atardecer. Había algo acerca de la  casa, de eso estaba segura ahora... 

Cuando fui a tomar el té, escuché que Mr. Brympton había llegado y noté de reojo que había habido algún tipo de alboroto. Las manos de Mrs. Blinder temblaban por lo cual casi no podía servir el té y Mr. Wace  citaba los textos más horrorosos y llenos de azufre. Nadie me dijo nada  entonces, pero cuando me levanté para ir a mi cuarto, Mrs. Blinder me  siguió. 

–¡Oh, querida! –me dijo tomándome de la mano–. Estoy tan feliz y agradecida de que hayas regresado con nosotros. 

Como se imaginan, quedé impactada. 

–¿Por qué? –dije–. ¿Usted pensó que me iba para siempre? –No, no, por cierto –dijo, un poco confundida–, pero no puedo  soportar que dejen sola a la señora ni siquiera por un día –me presionó fuerte la mano–. ¡Oh!, Miss Hartley –dijo–, sea buena con nuestra se ñora, ya que es usted una mujer cristiana. 

Y con eso se apresuró a irse y me dejó mirándola.

Un rato después, Agnes me llamó para que fuera con Mrs. Brymp ton. Al escuchar la voz de Mr. Brympton en la habitación, hice un ro deo hasta la sala de vestir, pensando que prepararía su vestido para la  cena antes de entrar. En la sala de vestir hay un cuarto grande con una  ventana que da al pórtico que mira hacia los jardines. Las habitaciones  de Mr. Brympton están más allá. Cuando entré, la puerta que daba a la  habitación estaba entreabierta y escuché a Mr. Brympton decir enojado: 

–Cualquiera supondría que él es la única persona adecuada para  conversar contigo. 

–No tengo muchas visitas en invierno –respondió tranquilamente  Mrs. Brympton. 

–Me tienes a mí –le espetó con desdén. 

–Estás aquí tan poco. 

–Bueno, ¿de quién es la culpa? Haces de este lugar algo tan vívido  como una cripta familiar... 

Ante eso, hice ruido con los elementos de aseo para avisarle de mi  presencia a mi señora y ella se levantó y me llamó. 

Los dos cenaron solos, como de costumbre, y supe por los modales  de Mr. Wace en la cena que las cosas deben de haber ido muy mal. Citó algo terrible de los profetas y hostigó tanto a la criada de la cocina que esta dijo que no bajaría sola a colocar la carne fría en la caja de hielo. Yo también estaba nerviosa y, luego de ayudar a mi señora a acostarse, me sentí  bastante tentada de ir abajo de nuevo y persuadir a Mrs. Blinder para que se sentara un rato a jugar a las cartas. Sin embargo, escuché cómo se cerraba su puerta por la noche y entonces me fui a mi propia habitación. Había comenzado a llover de nuevo, y el goteo, goteo, goteo parecía estar horadando mi cerebro. Me quedé despierta escuchando y dándole vueltas  a lo que mi amiga en el poblado me había dicho. Lo que me intrigaba era que siempre eran las doncellas las que se iban...

Luego de un rato, me dormí, pero de repente un ruido fuerte me  despertó. Mi campanilla había sonado. Me senté, aterrorizada por el sonido inusual, que parecía seguir tintineando a través de la oscuridad.  Mis manos temblaron, por lo que me costó encontrar los fósforos. A la  larga, prendí una luz y salté fuera de la cama. Comencé a pensar que debía haber estado soñando, pero miré la campanilla contra la pared y  el badajo todavía exhibía un leve temblor. 

Estaba comenzando a reunir mi ropa cuando escuché otro sonido.  Esta vez era la puerta de la habitación con llave que estaba opuesta a la mía la que suavemente se abría y cerraba. Escuché claramente el sonido y me asustó tanto que me quedé inmóvil. Luego escuché pasos que se  apresuraban hacia la casa principal. Como el piso era alfombrado, el sonido era muy ligero, pero era bastante seguro que se trataba de los  pasos de una mujer. Me quedé helada ante la idea y, por uno o dos minutos, no me atreví a respirar o moverme. Luego volví a mi sano juicio. 

“Alice Hartley –me dije–, alguien acaba de salir de esa habitación y corrió por el pasillo antes que tú. La idea no es agradable, pero también puedes enfrentarla. Tu señora te ha llamado y para responder esa campanilla debes ir en la dirección en que la otra mujer ha ido”. 

Bueno, así lo hice. Nunca caminé tan rápido en mi vida, aunque  pensaba que nunca llegaría al fin o alcanzaría la habitación de Mrs. Brympton. En el camino no escuché nada ni vi nada: todo estaba oscu ro y silencioso como una tumba. Cuando llegué a la puerta de mi seño ra, el silencio era tan profundo que comencé a pensar que debía de estar  soñando y estaba a medio camino de regresar. Entonces el pánico se  apoderó de mí y llamé a la puerta. 

No hubo respuesta y volví a tocar a la puerta más fuerte. Para mi  sorpresa, Mr. Brympton abrió. Retrocedió cuando me vio: a la luz de mi vela su rostro se veía rojo y salvaje.

–Usted –dijo con una voz extraña–. ¿Cuantas más de usted hay  aquí, por el amor de Dios? 

Ante eso sentí que el piso cedía bajo mi peso, pero me dije a mí  misma que él había estado bebiendo y respondí tan firme como pude: –¿Puedo entrar, señor? Mrs. Brympton me ha llamado. –Todas ustedes pueden entrar, por lo que me importa –dijo y, pasando a mi lado, caminó por el corredor hacia su propia habitación. Lo miré mientras se retiraba y, para mi sorpresa, vi que caminaba erguido y recto como un hombre sobrio. 

Encontré a mi señora en la cama yaciendo muy débil y quieta, pero forzó una sonrisa cuando me vio y me hizo señales para que vertiera unas  gotas. Luego se quedó recostada sin hablar, la respiración agitada y los ojos  cerrados. De repente, movió la mano a tientas y débilmente dijo “Emma”. 

–Es Hartley, señora –dije–. ¿Necesita algo? 

Abrió sus ojos bien grandes y me miró sobresaltada. 

–Estaba soñando –dijo–. Puedes irte ahora, Hartley, y muchas gracias. Estoy bastante bien de nuevo, como verás –y giró la cabeza hacia otro lado. 

 No pude dormir esa noche y agradecí cuando llegó el día. Poco después, Agnes me llamó para que fuera con Mrs. Brympton. Tuve miedo de que estuviera enferma de nuevo, dado que rara vez mandaba llamarme antes de las nueve, la encontré sentada en la cama, pálida y ojerosa, pero bastante ella misma. 

–Hartley –me dijo rápido–, ¿podrías posponer tus tareas inmedia tamente e ir al poblado por mí? Quiero que me preparen esta prescripción –dudó un instante y se sonrojó–. Y me gustaría que regresaras antes de que Mr. Brympton esté levantado. 

–Por supuesto, señora –dije. 

–Y... quédate un minuto... –me llamó de nuevo como si una idea se  le acabara de ocurrir–. Cuando estés esperando el preparado, tendrás  tiempo para ir hasta lo de Mr. Ranford con esta nota. 

Era una caminata de dos millas hasta el poblado y en el trayecto  pude darle vueltas a las cosas en mi mente. Me resultó peculiar que  mi señora quisiera encargar una prescripción sin el conocimiento de Mr. Brympton y, al juntar esto con la escena de la noche anterior, y  con mucho más que había notado y sospechado, comencé a preguntarme si la pobre mujer no estaba cansada de su vida y había llegado  a la loca resolución de terminar con ella. La idea se apoderó tanto de mí que llegué al poblado corriendo y me senté sin aliento en una  silla frente al mostrador del boticario. El buen hombre, que estaba  justo quitando los postigos, me miró de modo tan duro que me re compuse. 

–Mr. Limmel –dije, tratando de hablar de modo indiferente–, ¿podría mirar esto y decirme si está bien? 

Se puso los lentes y estudió la prescripción. 

–Bueno, es del Dr. Walton –dijo–. ¿Qué podría estar mal con esta  prescripción? 

–Bueno, ¿no es peligroso tomarla? 

–¿Peligroso? ¿En qué sentido? 

Podría haber sacudido al hombre por su estupidez. 

–Lo que quiero decir es que si una persona tomara mucho, por  error, claro –dije con el corazón en la boca. 

–¡Por Dios, no! Es tan solo agua de lima. Podría darle una mama dera entera a un bebé.

Suspiré aliviada y me apresuré hacia lo de Mr. Ranford. Sin embargo, en mi trayecto otra idea se apoderó de mí. Si no había nada para  esconder sobre mi visita al boticario, ¿era mi otra diligencia la que Mrs.  Brympton deseaba mantener en secreto? De alguna forma, esa idea me  asustó más que la anterior. Sin embargo, los dos caballeros parecían  amigos de verdad y hubiera puesto las manos en el fuego por la bondad  de mi señora. Me avergoncé de mis sospechas y concluí que estaba to davía perturbada por los acontecimientos de la noche anterior. Dejé la  nota en lo de Mr. Ranford y, apresurándome a regresar a Brympton, me  deslicé por una puerta lateral sin ser vista, o eso pensé. 

Una hora después, sin embargo, cuando le estaba llevando el desayuno a mi señora, Mr. Brympton me detuvo en el corredor. –¿Qué estaba haciendo afuera tan temprano? –dijo mirándome du ramente. 

–¿Temprano, señor? –dije temblando. 

–Venga, venga –dijo, una mancha roja de enojo apareció en su frente–. ¿No la vi escabulléndose de regreso a casa entre los arbustos hace más o menos una hora? 

Soy una mujer sincera por naturaleza, pero ante esta situación, una mentira ya lista salió de mi boca. 

–No, señor, no –dije y lo miré directo a los ojos. 

Encogió los hombros y se rio tristemente. 

–Imagino que piensa que yo estaba borracho anoche –dijo de repente. 

–No, señor, no lo pienso –respondí, esta vez con suficiente sinceridad. Volteó encogiéndose de hombros. “Menudo concepto tienen mis criados de mí”, lo escuché murmurar mientras se retiraba. No fue sino hasta que me instalé con mi costura de las tardes que me di cuenta de cómo me habían impactado los acontecimientos de la noche anterior. No podía pasar la puerta cerrada con llave sin un tem blor. Sabía que había escuchado algo salir de allí y caminar por el corre dor antes que yo. Pensé contárselo a Mrs. Blinder o a Mr. Wace, los únicos en la casa que parecían tener alguna idea de lo que estaba pasan do, pero tenía el presentimiento de que, si les preguntaba, negarían  todo, y que podría aprender más sin hablar y manteniendo los ojos bien abiertos. La idea de pasar otra noche en la habitación opuesta a la de la puerta con llave me enfermaba y, en un momento, me asaltó la idea de  empacar y tomar el primer tren a la ciudad. Pero no era propio de mí  desechar a una señora amable de esa forma y traté de continuar con la costura como si nada hubiera sucedido. 

No había trabajado diez minutos cuando la máquina de coser se  rompió. Era una que había encontrado en la casa, una buena máquina,  pero un poco estropeada. Mrs. Blinder me contó que nunca se la había  utilizado desde la muerte de Emma Saxon. Me detuve a ver qué andaba mal y, mientras trabajaba en la máquina, un cajón que nunca había  podido abrir se deslizó y una fotografía cayó de él. La levanté y me senté a mirarla con curiosidad. Era el retrato de una mujer y sabía que había visto ese rostro en algún lugar. Los ojos tenían una mirada inquisidora que yo ya había sentido antes. Y, de repente, me acordé de la mujer pálida en el corredor. 

La miré por un instante. 

–Mrs. Blinder –dije–, he visto este rostro antes. 

Mrs. Blinder se puso de pie y caminó hacia el espejo. 

–¡Dios mío! Me debo haber dormido –dijo–. Mi flequillo está todo hacia un lado. Y ahora, váyase, Miss Hartley, querida, porque escucho que el reloj está dando las cuatro y debo bajar ya mismo y preparar el jamón de Virginia para la cena de Mr. Brympton.

A todas luces, las cosas continuaron como siempre por una o dos semanas. La única diferencia fue que Mr. Brympton se quedó, en lugar de  irse como acostumbraba hacer, y que Mr. Ranford nunca apareció. Es cuché a Mr. Brympton comentar esto una tarde en que estaba sentado en la sala de mi señora antes de la cena. 

–¿Dónde está Ranford? –dijo–. No ha venido a la casa por una se mana. ¿No viene porque estoy aquí? 

Mrs. Brympton habló tan bajo que no pude escuchar su respuesta. –Bueno –continuó él–, dos son compañía y tres, multitud; lamento estar en el camino de Ranford y supongo que deberé irme de nuevo en uno o dos días y darle lugar –y se rio de su propia broma. Al día siguiente, pues, sucedió. Mr. Ranford vino de visita. El laca yo dijo que los tres estaban muy alegres tomando el té en la biblioteca y Mr. Brympton acompañó hasta el portón a Mr. Ranford cuando este se retiró. 

He dicho que todo continuó como de costumbre y así fue con el  resto de los criados, pero, en cuanto a mí, nunca volví a ser la misma  desde la noche en que sonó la campanilla. Noche tras noche solía permanecer despierta, esperando que sonara de nuevo y que la puerta de la habitación cerrada con llave se abriera sigilosamente. Pero la campanilla nunca sonó y no escuché sonidos al otro lado del corredor. Al final, el silencio comenzó a parecerme más atroz que los sonidos más misteriosos. Sentía que alguien se escondía allí, detrás de la puerta con llave,  mirando y escuchando mientras yo miraba y escuchaba, y casi que po dría haber gritado: “Quienquiera que usted sea, salga y déjeme verla cara a cara. ¡No se esconda ni me espíe en la oscuridad!”. Sintiéndome así, pueden preguntarse por qué no di aviso. Una vez casi lo hice, pero a último momento algo me retuvo. Ya fuera compa sión por mi señora, que se había hecho cada vez más dependiente de mí, o falta de interés en buscar un nuevo puesto, o algún otro sentimiento al que no puedo poner nombre, permanecí como hechizada, aunque  cada noche era atroz para mí, y los días tan solo un poco mejor. Para empezar, no me gustaban los libros de Mrs. Brympton. Ella  nunca había sido la misma desde aquella noche, no más de lo que yo lo había sido. Pensé que se iluminaría una vez que Mr. Brympton se fuera, pero aunque parecía más tranquila en su mente, su espíritu no revivía, ni tampoco su fuerza. Se había vuelto muy apegada a mí y parecía que le gustaba tenerme cerca y Agnes me contó un día que, desde la muerte de Emma Saxon, yo era la única doncella que su señora había adoptado.  Esto me dio un sentimiento agradable hacia la pobre dama, aunque después de todo había poco que yo pudiera hacer para ayudarla. Luego de la partida de Mr. Brympton, Mr. Ranford se acostumbró  a venir de nuevo, aunque menos que antes. Lo encontré una o dos veces en el terreno y en el poblado, y no pude menos que pensar que también había un cambio en él; pero lo atribuí a mi imaginación trastornada. Pasaron las semanas y Mr. Brympton había ahora estado un mes ausente. Supimos que estaba en una expedición con un amigo en las Indias Occidentales y Mr. Wace dijo que eso era muy lejos pero que,  aunque uno tuviera las alas de una paloma y volara hacia las partes más  lejanas de la Tierra, nunca podría escapar del Todopoderoso. Agnes dijo  que, mientras permaneciera lejos de Brympton, el Todopoderoso lo podía recibir y darle la bienvenida, lo que generó risa, aunque Mrs. Blinder trató de parecer sorprendida y Mr. Wace dijo que los osos nos comerían. 

Todos nos alegramos de saber que las Indias Occidentales estaban muy lejos y recuerdo que, a pesar de las miradas solemnes de Mr. Wace, tuvimos una cena muy alegre en el salón. No sé si fue porque me sentía  mejor de ánimo, pero pensé que Mrs. Brympton se veía mejor también y parecía más animada en su comportamiento. Había hecho un paseo  por la mañana y, luego del almuerzo, estaba recostada en su habitación y le leí en voz alta. Cuando me retiré, me fui a mi propia habitación sintiéndome bastante fuerte y feliz, y por primera vez en semanas, pasé  por la puerta con llave sin pensar en ella. Cuando me senté a trabajar, miré hacia afuera y vi unos pocos copos de nieve caer. La vista era más agradable que la lluvia eterna y me imaginé cuán hermosos quedarían los jardines sin hojas bajo un manto blanco de nieve. Me pareció como  si la nieve pudiera cubrir toda la tristeza interna y externa. 

Esa imagen acababa de cruzarse por mi mente cuando escuché un paso a mi lado. Miré pensando que era Agnes. 

“Bueno, Agnes”, dije y las palabras se congelaron en mi lengua, porque allí, en la puerta, estaba Emma Saxon. 

No sé cuánto permaneció allí de pie. Solo sé que no pude moverme ni quitar mis ojos de ella. Más tarde, me asusté terriblemente, pero en ese momento no fue miedo lo que sentí, sino algo más profundo y apacible. Me miró largo tiempo y su rostro era una única plegaria hacia mí. Pero ¿cómo se suponía que yo la iba a ayudar?

De repente, se dio vuelta y la escuché caminar por el corredor. Esta vez no tuve miedo de seguirla, sentí que debía averiguar lo que ella que ría. Me incorporé y corrí tras ella. Estaba en el otro extremo del corre dor y esperé que tomara la dirección de la habitación de mi señora. Sin  embargo, abrió la puerta hacia la escalera de servicio. La seguí escaleras  abajo y a través del corredor hacia la puerta trasera. La cocina y el corre dor estaban vacíos a esa hora y los criados no estaban de servicio, excep to por el lacayo, que estaba en la despensa. En la puerta Emma Saxon se quedó quieta un momento, mirándome; luego giró el pomo y salió.  Dudé por un instante. ¿Hacia dónde me estaba conduciendo? La puer ta se había cerrado suavemente tras ella y la abrí y miré hacia afuera, esperando a medias descubrir que ella había desaparecido. Pero la vi a  unas pocas yardas de distancia, apurándose a través del patio hacia el bosque. Su silueta parecía negra y solitaria en la nieve; por un segundo mi corazón me falló y pensé en regresar. Pero todo el tiempo me estaba atrayendo hacia ella y, tomando un viejo chal de Mrs. Blinder, corrí hacia afuera. 

Emma Saxon estaba en el sendero del bosque ahora. Caminaba firmemente y la seguí al mismo ritmo, hasta que atravesamos las puertas  y llegamos al camino. Luego, emprendió la marcha a campo traviesa  hacia el poblado. Para entonces, el suelo estaba blanco, y a medida que  ella subía la pendiente sin vegetación de una colina adelante, noté que no dejaba huellas tras ella. Ante esa visión, mi corazón se derrumbó dentro de mí y mis rodillas cedieron. De alguna forma, era peor aquí  que adentro. Ella hacía que todo el paisaje pareciera solitario como una  tumba, con solo nosotras dos y ninguna ayuda en el mundo entero. 

En un momento quise retroceder, pero ella se dio vuelta, me miró  y fue como si me arrastrara tirada por sogas. Luego la seguí como un  perro. Llegamos al poblado y me condujo a través de él, pasando la iglesia y la forja del herrero, hacia lo de Mr. Ranford. La casa de Mr. Ranford estaba cerca del camino: un simple edificio pasado de moda, con un sendero marcado que conducía hacia la puerta entre dos colum nas. El sendero estaba vacío y lo tomé. Vi a Emma Saxon detenerse bajo  el viejo olmo en el portón. Y ahora otro miedo me asaltó. Vi que había mos llegado al final de nuestro trayecto y que ahora era mi turno de  actuar. Todo el camino desde Brympton me había preguntado qué que ría ella de mí y la había seguido como en un trance, y no fue sino hasta  que se detuvo en el portón de Mr. Ranford que mi mente comenzó a  aclararse. Me paré un poco fuera de la nieve, el corazón me latía al pun to de estrangularme y tenía los pies congelados sobre la tierra, y ella  estaba de pie bajo el olmo y me miraba. 

Yo sabía muy bien que ella no me había llevado hasta allí para nada. Sentía que había algo que yo debía decir o hacer, pero ¿cómo iba a adi vinar de qué se trataba? Nunca había pensado mal de mi señora y de  Mr. Ranford, pero estaba segura ahora de que, por alguna u otra razón, algo atroz se cernía sobre ellos. Ella sabía de qué se trataba; me lo diría  si pudiera, quizá me respondería si le preguntaba. 

Me daba flaqueza pensar en hablarle, pero me armé de valor y me arrastré a través de las pocas yardas entre nosotras. Mientras hacía esto,  escuché que la puerta de la casa se abría y vi a Mr. Ranford acercarse. Se  lo veía atractivo y alegre, como mi señora había estado en la mañana, y al verlo la sangre comenzó a fluir por mis venas de nuevo. 

–Hola, Hartley –me dijo–. ¿Qué pasa? Te vi venir por el sendero justo ahora y salí a ver si habías echado raíces en la nieve –se detuvo y  me miró fijo–. ¿Qué estás mirando? –me preguntó. 

Giré hacia el olmo mientras él hablaba y sus ojos me siguieron, pero no había nada. El sendero estaba vacío hasta donde el ojo podía  llegar.

Me invadió un sentimiento de impotencia. Ella se había ido y yo  no había podido adivinar lo que quería. Su última mirada me había  penetrado hasta la médula y, sin embargo, no me lo había dicho. De  pronto, me sentí más desolada que cuando ella había estado de pie mirándome. Parecía como si me hubiera dejado completamente sola para  cargar con el peso del secreto que no pude adivinar. La nieve me rodea ba en círculos y la tierra se desvanecía... 

Una gota de brandy y el calor del hogar de Mr. Ranford me hicie ron volver en mí e insistí en que me condujeran inmediatamente a  Brympton. Era casi de noche y tenía miedo de que mi señora pudiera  necesitarme. Le expliqué a Mr. Ranford que había salido a caminar y  que me había dado un ataque de vértigo al pasar por su portón. Esto era  suficientemente verídico; aunque nunca me sentí tan mentirosa como  cuando lo dije. 

Cuando ayudé a Mrs. Brympton a vestirse para la cena, me señaló  mi palidez y me preguntó qué me afligía. Argumenté que me dolía la  cabeza. Ella me dijo que no me necesitaría de nuevo esa noche y me  aconsejó que fuera a la cama. 

Era un hecho que casi no podía mantenerme en pie; sin embargo,  no pensaba pasar una noche solitaria en mi habitación. Me senté abajo  en la sala del servicio tanto como pude mantener mi cabeza erguida,  pero hacia las nueve me desplacé hacia arriba, demasiado cansada como  para preocuparme de lo que sucedería si tan solo pudiera poner la cabeza en la almohada. El resto de los criados se fueron a la cama poco des pués. Se acostaban temprano cuando el señor estaba afuera y, antes de  las diez, escuché la puerta de Mrs. Blinder cerrarse y la de Mr. Wace  poco después. 

Fue una noche muy tranquila, la tierra y el aire amortiguados por la nieve. Una vez en la cama, me sentí relajada y me quedé en silencio, escuchando los ruidos extraños que venían de afuera de la casa en la  oscuridad. Una vez pensé que había escuchado una puerta abrirse y ce rrarse abajo: puede haber sido la puerta de vidrio que conducía a los  jardines. Me levanté y espié por la ventana; pero solo era la oscuridad de  la luna y nada visible más que el choque de la nieve contra los paneles  de la ventana. 

Me fui a la cama de nuevo y me debo haber dormitado porque me desperté sobresaltada ante el timbre furioso de mi campanilla. Antes de  aclarar mi cabeza, ya había saltado fuera de la cama y arrastraba mi  ropa. “Va a suceder ahora”, me escuché decir, pero no tenía idea de lo  que quise decir. Mis manos parecían estar cubiertas con pegamento,  pensé que nunca debería haberme puesto la ropa. Finalmente, abrí la  puerta y espié el corredor. Hasta donde la llama de mi portavela ilumi naba, no pude ver nada inusual más allá de mí. Me apresuré, sin aliento,  pero cuando abrí la puerta de bayeta que conducía al salón principal,  mi corazón se paralizó, porque allí, al pie de la escalera, estaba Emma Saxon, examinando horriblemente la oscuridad. 

Por un momento, no pude moverme, pero mi mano se deslizó de la puerta y a medida que se balanceaba, para cerrarse, la silueta desapa reció. Al mismo tiempo, apareció otro sonido desde debajo de la escalera, un sonido sigiloso y misterioso, como de una llave introducida en la puerta de la casa. Corrí a la habitación de Mrs. Brympton y toqué la puerta. 

No hubo respuesta y toqué de nuevo. Esta vez, escuché que alguien se movía en la habitación, el cerrojo se deslizó hacia atrás y mi señora  estaba parada frente a mí. Para mi sorpresa, vi que no se había desvesti do para la noche. Me miró asustada. 

–¿Qué es esto, Hartley? –dijo en un susurro–. ¿Estás enferma? ¿Qué  estás haciendo aquí a estas horas?

 –No estoy enferma, señora, pero mi campanilla sonó. 

Ante eso, empalideció y casi pareció que se caía. 

–Estás equivocada –dijo con dureza–. No toqué la campanilla. De bes haber estado soñando –nunca la había escuchado hablar en ese tono–. Vuelve a la cama –dijo, cerrándome la puerta en las narices. 

Pero mientras ella hablaba, escuché de nuevo ruidos en la sala aba jo: los pasos de un hombre esta vez, y la verdad me asaltó. –Señora –dije adelantándome–, hay alguien en la casa. –¿Alguien? 

–Mr. Brympton, creo, escuché sus pasos abajo... 

Una espantosa mirada se apoderó de ella y, sin decir palabra, se  echó a mis pies. Me arrodillé y traté de levantarla: por la forma en que respiraba vi que no se trataba de un desmayo común. Pero cuando le vanté su cabeza, vinieron rápidos pasos por la escalera y a través de la  sala; la puerta se abrió y allí estaba Mr. Brympton, en su ropa de viaje, con nieve goteándole. Retrocedió sobresaltado mientras me veía arrodi llada al lado de mi señora. 

–¿Qué diablos es esto? –gritó. Tenía menos color que de costumbre  y la mancha roja apareció en su frente. 

–Mrs. Brympton se ha desmayado, señor –dije. 

Se rio inseguro y me empujó. 

–Es una pena que no haya elegido un momento más conveniente. Lamento molestarla, pero... 

Me levanté, horrorizada por la conducta del hombre. 

–Señor –dije–, ¿está usted fuera de sus cabales? ¿Qué está haciendo? –Estoy yendo a saludar a un amigo –dijo y pareció dirigirse al ves tidor. 

Ante ello, mi corazón dio un vuelco. No sé qué pensé o temí, pero  salté y lo agarré de la manga.

–Señor, señor –dije–, por el amor de Dios, ¡mire a su esposa! Se deshizo de mí furiosamente. 

–Parece que eso lo hacen por mí –dijo y agarró la puerta del vestidor. En ese momento escuché un leve ruido adentro. Ligero como era, él lo escuchó también y abrió la puerta, pero en cuanto lo hizo, retroce dió. En el umbral estaba de pie Emma Saxon. Todo era oscuro detrás de  ella, pero la vi claramente y él también. Mr. Brympton alzó sus manos  como para esconder su rostro de ella y cuando miré de nuevo, ella se  había ido. 

Él se quedó inmóvil como si la fuerza se le hubiera acabado y, en el  silencio, mi señora de repente se levantó y abriendo sus ojos los fijó en  él. Luego se cayó y vi el aleteo de la muerte pasar sobre ella... 

La enterramos al tercer día, en medio de una gran tormenta de  nieve. Había muy pocas personas en la iglesia debido al mal clima ex tremo para venir desde el poblado y tuve la impresión de que mi señora  era alguien que no tenía muchos amigos cercanos. Mr. Ranford estaba  entre los últimos que vinieron, justo antes de que la llevaran hasta el altar. Estaba de negro, por supuesto, siendo tan amigo de la familia, y  nunca vi un caballero tan pálido. Cuando nos cruzamos, noté que se  inclinaba un poco sobre un bastón que llevaba e imagino que Mr.  Brympton también lo notó porque la mancha roja apareció nítida en su  frente y, durante todo el servicio, se mantuvo mirando a través de la  iglesia a Mr. Ranford, en lugar de seguir la misa, como quien está de  luto debería. 

Cuando terminó y fuimos al cementerio, Mr. Ranford había desa parecido, y no bien el cuerpo de mi pobre señora estuvo bajo tierra, Mr.  Brympton saltó dentro del carruaje más cercano al portón y se fue sin  decirnos una palabra. Lo escuché gritar: “A la estación”, y nosotros, los  criados, nos fuimos solos a la casa.

 

* La fiebre tifoidea (causada por la bacteria Salmonella typhi) fue el flagelo de la  Guerra Civil en Estados Unidos y mató a millones de personas antes de que se desa rrollaran los antibióticos. Muy contagiosa, tenía un porcentaje de mortalidad del 10%  al 20%. En la actualidad, menos del 1% de sus víctimas muere.

* Isaías 6:3 narra lo que dijo el profeta: “¡Ay de mí, estoy perdido, porque soy un  hombre de labios impuros y vivo entre un pueblo de labios impuros, y mis ojos han  visto al rey, Yahvé de las Huestes!”. Aunque el lenguaje atroz puede utilizarse ocasio nalmente en la Biblia, no está aprobado.

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