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La fundación de la literatura argentina

Gentileza Siglo XXI
Carlos Altamirano

¿Sobre qué elementos "se funda el desarrollo de ese documento de la conciencia colectiva" que es la literatura argentina? Un trabajo de referencia capital para lectores y críticos, parte del libro Ensayos argentinos de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, publicado originalmente en 1983, que encuentra una edición definitiva ahora, vía Siglo XXI. 

Por Carlos Altamirano.

En 1913 y a lo largo de varios números, la revista Nosotros publicó las respuestas al cuestionario que había hecho circular entre “un distinguido núcleo de hombres de letras” acerca del significado del Martín Fierro.

¿Poseemos [decía la encuesta elaborada por la revista] un poema nacional en cuya estrofa resuena la voz de la raza? El acercamiento establecido por los críticos entre los varios poemas gauchescos, recogidos oficialmente en los programas de literatura de los estudios secundarios, ¿importa acaso un enorme error de apreciación sobre el diverso valor estético de aquellos poemas? ¿Es el poema de Hernández una obra genial de las que desafían los siglos, o estamos creando por ventura una bella ficción para satisfacción de nuestro patriotismo?

Respondió todo el mundo. Desde Martiniano Leguizamón a Alejandro Korn, pasando por Carlos O. Bunge (bajo seudónimo), Manuel Gálvez, Rodolfo Rivarola, Manuel Ugarte… Y si no figuraban dos nombres conspicuos del momento, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, la actividad de ambos estaba presente en el origen mismo de la encuesta y en las polémicas respuestas que ella suscitó. Hoy en día, aquella iniciativa de Nosotros podría ser, a su vez, interrogada. Se vería entonces que la encuesta anuda varias significaciones y que tanto las preguntas como las respuestas ponen de manifiesto una problemática intelectual cuyo centro de gravedad está más allá del campo literario. Más aún: la fundación de la literatura argentina, es decir, el movimiento que por esos años consagró la existencia de una literatura argentina y se aplicó a trazar las líneas de una tradición literaria nacional, se inscribe en esa problemática. Tratemos de razonar esta idea. 

Ante todo, veamos lo que podrían llamarse las motivaciones inmediatas de la encuesta. Están en primer lugar las conferencias sobre Martín Fierro que Lugones dictó en el teatro Odeón en 1913. Las exposiciones, seis en total, fueron un acontecimiento; y ante un público a cuya cabeza estaban el presidente Roque Sáenz Peña y su gabinete, Lugones definió la obra de Hernández como el poema épico de la Argentina, insertándolo en una prestigiosa genealogía literaria que se remontaba a la Ilíada. Otro hecho conectado directamente con la encuesta es la creación de la cátedra de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras. En el discurso con que se hace cargo de ella, Ricardo Rojas proclama: el Martín Fierro es para los argentinos lo que la Chanson de Roland para los franceses y el Cantar de Mio Cid para los españoles, es decir, el poema épico nacional. Y sólo para enfatizar que el asunto estaba en el orden del día, recordemos la conferencia que en agosto del mismo año, 1913, pronunció Carlos O. Bunge en la Academia de Filosofía y Letras sobre literatura gauchesca y en la cual impugnó la atribución del carácter épico al poema de Hernández. En este clima y formando parte de él, aparece la encuesta de Nosotros.

Como concluyó la revista al intentar un balance de las respuestas, la mayoría de los escritores consultados reconoció el valor literario del Martín Fierro. Pero el nudo de la cuestión no estaba allí, ni por allí pasaba tampoco la preocupación de la encuesta. Las divergencias y la discusión giraban en torno a otra cosa: ¿era el Martín Fierro nuestro poema épico? Así, mientras algunas respuestas discurrían acerca de las razones históricas o lingüísticas o estéticas que impedían considerar a la obra de Hernández como miembro de la especie que integraban los poemas homéricos y los cantares de gesta medievales, otras, extrayendo sus argumentos más o menos del mismo arsenal, veían en aquel texto la “expresión de la raza”. Ahora bien, lo que tanto las respuestas como las preguntas daban como sobreentendido era una concepción de la épica y la historia literaria que no resulta difícil reconocer: la del historicismo romántico o, para asignarle el nombre con el que se lo ejercitaba en el estudio de las lenguas y la literatura en el siglo XIX, la de la filología. Y aunque en el último tercio del siglo pasado se contaminaría con motivos y principios de origen positivista (“el medio”, “la raza”, etc.), dicha concepción conservaría algunas de sus premisas. ¿Qué es la historia literaria de un país? La manifestación del desenvolvimiento del espíritu nacional. ¿Qué es la épica, pero no en su forma culta, propia de letrados, sino en su forma “natural” y “espontánea”? Aquel tipo de composición que, generalmente en ciertos tiempos “primitivos” de una formación nacional, canta los orígenes heroicos de un pueblo y proyecta en uno o varios héroes literarios los caracteres de una raza.

Según estas claves se leían sobre todo las expresiones de la épica medieval y al campo de tales presupuestos pertenece toda la encuesta de Nosotros. Pero no era sólo un punto de historiografía literaria o de preceptiva lo que estaba en juego aquí. Se trataba también de la identidad nacional, porque de acuerdo con los principios de esa misma filología, la épica revela a una comunidad los signos de su esencia histórica. Lo dice con toda claridad Lugones en su Historia de Sarmiento (1911). Allí escribe, refiriéndose a Sarmiento y a Hernández:

El país ha empezado a ser espiritualmente con esos dos hombres. Ellos presentan el proceso fundamental de las civilizaciones, que semejantes a la Tebas de Anfión, están cimentadas en cantos épicos. Así es una verdad histórica que los poemas homéricos formaron el núcleo de la nacionalidad helénica. Saber decirlos bien era el rasgo característico del griego. Bárbaro significaba revesado, tartamudo: nuestro gringo.

 

Tradición o barbarie

De modo que definir al Martín Fierro como obra épica o “poema nacional” no significaba únicamente atribuirle, con arreglo a ciertas convenciones, un determinado estatuto genérico al texto de Hernández. Era también afirmar una identidad nacional, cuyos títulos de legitimidad se encontraban en el pasado (ahí estaba la epopeya para testificarlo), pero que proyectaba sobre el presente su significado. Habría que decir más: era esta cuestión, la de la nacionalidad, la que daba lugar a la otra, la del carácter épico o no del Martín Fierro. De ahí que en el cuestionario redactado por la revista se insinúe, bajo la forma de la pregunta, que está creándose “una bella ficción para satisfacción de nuestro patriotismo”. Y de ahí también que buena parte de las respuestas se deslicen de los juicios sobre el poema de Hernández a consideraciones sobre la “raza argentina”, su existencia, su pasado o su porvenir. Este es uno de los temas de la problemática intelectual a que hicimos referencia más arriba. El tema no es nuevo, dado que se pueden rastrear sus primeras manifestaciones a fines del siglo pasado, pero sólo alrededor del Centenario madura plenamente. Mejor: es uno de los componentes del llamado “espíritu del Centenario”.

Dijimos que esa problemática tenía su centro de gravedad más allá del campo literario. Lugones, en el final de la cita transcripta más arriba, lo señala: “Bárbaro significa revesado, tartamudo: nuestro gringo. Se trataba, pues, de nuestro bárbaro, el inmigrante. En efecto, en el curso de la primera década de este siglo había ido tomando forma la certidumbre –paralela a la imagen ya consolidada de la inmigración como “agente de la prosperidad”– de que constituía un factor anárquico y disolvente para la convivencia social. Esa certidumbre brotó y halló eco sobre todo entre los miembros de la élite de “viejos criollos” y de allí surgió también el movimiento dirigido a dotar a la figura del gaucho de una nueva función cultural. Es decir, no ya tema de evocación nostálgica, sino elemento activo de identificación: “Todo cuanto es propiamente nacional viene de él”, dirá Lugones en El payador. Y, en medio de este fermento ideológico, la tradición y el pasado adquirirán también nuevas significaciones. Escribía Rojas en 1909:

No constituyen una nación, por cierto, muchedumbres cosmopolitas cosechando su trigo en la llanura que trabajaron sin amor. La nación es, además, la comunidad de esos hombres en la emoción del mismo territorio, en el culto de las mismas tradiciones, en el acento de la misma lengua, en el esfuerzo de los mismos destinos.

Acaso resulte útil para aferrar la novedad con que se significa ahora la tradición hacer un breve rodeo.

Nacionalidad, espíritu nacional, tradición, ¿estas nociones no habían integrado también la visión de la élite liberal que condujo la Organización Nacional? Ciertamente, nutridos en el espíritu del historicismo decimonónico, también para ellos la nación era el sujeto histórico por excelencia y cuando hicieron historiografía fue la formación de la nacionalidad lo que se propusieron evocar (Mitre, López). Para los miembros de esa élite, liberalismo y nación eran dos términos de una ecuacion cuya verdad estaba presente en los mismos “orígenes”, es decir antes de la independencia, y, precisamente, era la búsqueda de esa ecuación lo que daba sentido al proceso que había desembocado en la constitución de un Estado nacional. La Argentina, organizada como nación liberal, se insertaría en un mundo de naciones que sería, a su vez, un mundo liberal. La cuestión de la tradición se planteaba en función de esta perspectiva. La revolución de la independencia, le escribe Mitre a Joaquín V. González, en 1889, por

la obra y la voluntad de los criollos que la hicieron, la dirigieron y la hicieron triunfar dándole su organización política, fue americana, republicana y civilizada. Este es el nudo de la tradición que el historiador y el filósofo debe desatar.

Bien, una suerte de incertidumbre comenzó a corroer algunos de los presupuestos de aquella visión cuando se ingresó en el siglo XX. Pese a los logros que la llamada generación del ochenta podía exhibir, sobre todo en términos de desarrollo económico-social, se propagaba, incluso entre algunos de sus herederos, el sentimiento de que algo andaba mal. En ciertos casos eran los cambios o la agitación introducidos por ese mismo desarrollo lo que provocaba el malestar y para algunos intelectuales la noción de progreso adquirió connotaciones negativas.

Desgraciadamente [se lamentaba Rafael Obligado], la electricidad y el vapor, aunque cómodos y útiles, llevan en sí un cosmopolitismo irresistible, una potencia igualatoria de pueblos, razas y costumbres, que después de cerrar toda fuente de belleza, concluirá por abrir cauce a lo monótono y vulgar.

Para otros el foco está en la persistencia de la denominada “política criolla” y por ello en la fractura entre las prescripciones republicanas y liberales de la Constitución y el régimen político efectivamente vigente.

Pero, en cualquier caso, una “crisis moral”, se decía, afecta a la Argentina. Rodolfo Rivarola, en 1910, resumía bien este sentimiento difuso:

El año del Centenario mostrará a nuestro país tal como es: con vicios, con groserías, con perversiones morales, con delitos; pero lo hará también con fuerza de reacción, con la conciencia de que todo ello debe terminar, junto con la embriaguez de la inmoralidad política y de los delitos administrativos.

La cuestión de la llamada “crisis moral” fue tematizada de diversos modos. Ya sea buscando sus determinaciones en la constitución racial de la sociedad argentina, ya en su formación histórica. O bien, bajo el impulso del “arielismo”, identificando en el espíritu materialista y mercantil el agente corruptor de raíces éticas preexistentes. Por su parte, la crítica del radicalismo al régimen oligárquico se cargará también de acento moral al equiparar el reclamo de democratizar la participación política con la “reparación moral” de la nación.

Y aquí podemos retomar nuevamente el tema de la identidad nacional y de la tradición ya que conjugados con el de la crisis moral configurarán la problemática intelectual que mencionamos al comienzo. En el interior de esta problemática, regeneración moral y restauración del espíritu nacional aparecen como caras de un solo movimiento y ello puede verse en El diario de Gabriel Quiroga de Gálvez, así como en La restauración nacionalista de Rojas. Ante la amenaza de disolución a la vez nacional y moral, la tradición es invocada como la reserva. Pero ¿qué tradición? Las respuestas varían, pero lo que tienen en común es el reconocimiento de que la invocada hasta entonces resulta insuficiente. Es dentro de este círculo de inquietudes y demandas donde Martín Fierro se convierte en héroe épico edificante y, por los mismos años, se funda la literatura argentina. Ricardo Rojas fue el hombre de esa empresa. El Consejo de la Facultad de Filosofía y Letras, dirá Rafael Obligado al entregarle la cátedra recién creada de Literatura Argentina, ha “designado a don Ricardo Rojas, al autor de la Restauración nacionalista, precisamente porque se trata de restaurar el alma argentina en su amplia vibración”.

¿Por qué hablamos de “fundación”? ¿No estaban acaso ahí los textos, preexistentes, a los que había, cuanto más y en algunos casos, que exhumar? Sucede que hacia 1913 la existencia misma de una literatura argentina –no, por supuesto, de libros escritos en la Argentina o por argentinos– debía ser probada. Como señaló el propio Rojas:

Tócame, pues, la honra de iniciar en las universidades de mi país, un orden de estudios que interesa no solamente a los fines profesionales de la instrucción superior, sino también a la misión de afirmar y probar ante el país todo, la idea de que tenemos una historia literaria.

En verdad, se trataba de “afirmar y probar” que una identidad nacional y una tradición literaria se abrían paso a través de los textos y para ello no era suficiente ni la mera existencia de estos, ni su ordenación cronológica. Por eso, Rojas no comienza su Historia de la literatura argentina con “los coloniales” sino con “los gauchescos”. El subtítulo “Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata” legitima la alteración del orden cronológico: los gauchescos son la roca sobre la que se funda el desarrollo de ese documento de la conciencia colectiva: la literatura argentina.

 

 

 

 

El presente ensayo fue tomado de la reedición de Editorial Siglo XXI de Ensayos argentinos. De Sarmiento a la vanguardia, de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, Buenos Aires, 2016.

Agradecemos al sello el permiso de publicación.

 

 

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