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Poesía

La literatura y la vida

Curaduría de Anahí Mallol

Con José Watanabe comienza su mes la poeta y ensayista, autora de libros como Polaroid, El poema y su doble y, el más reciente, Una ciudad: Anahí Mallol (La Plata, 1968).

Selección y notas de Anahí Mallol.

Pensar lo que se cruza, incluso se hibrida, en José Watanabe, es pensar también el modo en que su poética se despliega como tensión. No se trata sólo de la tensión, de larga tradición (y de una que Watanabe maneja muy bien) entre la palabra y el silencio, no se trata de la larguísima sabiduría japonesa que le lega el haiku y su maestría para decir mucho con poco, decir sin decir, decir una cosa que también quiere decir otra. Es también otra cosa: la tensión siempre viva, irresuelta porque no se puede resolver, entre lo que el poema posibilita y lo que impide, entre la juntura, siempre huidiza, por definición, entre la palabra y el cuerpo, entre la literatura y la vida. En esa juntura, en su investigación, la voz poética de Watanabe se ha inscripto con su singularidad más plena: imágenes de lo más cotidiano y banal, de lo más corporal, incluso escatológico, se vuelven otros tantos símbolos de la vida, de la subjetividad, del poema. El poema no desestima ninguna materia, porque nada le es ajeno al sujeto, profundamente humano, y aquejado de humanas inquietudes, como el miedo a la enfermedad y a la muerte, el dolor, la decrepitud, sino también porque el poema puede con todo en su constitución misma: si se refrena, si atina, cada vez (y en Watanabe atina bien) a anudar esta humanidad corpórea con el lenguaje, este sentimiento de lo humano con la parquedad del verso, se eleva más allá de todo límite, y, aunque se declare impotente, ante la muerte, ante el cuerpo, ante la enfermedad, el poema triunfa (y ése es el hallazgo lírico). Por eso Watanabe.

 

Sala de disección

Un cadáver puede provocar una filosofía del ensimismamiento,
sin embargo los estudiantes admirablemente
estaban entusiasmados con su muerto,
lo rodeaban
y discutían con fervor la anatomía de ese cuerpo de piel coriácea.
Yo aprendía otra lección:
la vida y la muerte no se meditan en una mesa de disección.
Los estudiantes me previnieron
que iban a extraer el cerebro. Permanecí con ellos:
a veces soporto lo siniestro sin perturbarme demasiado.
No hay sofisticación instrumental para retirar un cerebro,
una modesta sierra de carpintero
cortó el cráneo a la altura de las sienes,
luego sumergieron el órgano mítico en un frasco lleno de formol.
Yo me dediqué a observarlo, solo, en otra mesa
mientras los estudiantes seguían cotejando su denso libro con el muerto.
Sorpresivamente
una burbuja brillante brotó del interior del cerebro
como un mensaje venido de la otra margen,
y no había boca que lo pronunciara.
No había boca.
La burbuja, muda, se deshizo en ese aire levemente podrido.

 

Poema del inocente

Bien voluntarioso es el sol
en los arenales de Chicama.
Anuda, pues, las cuatro puntas del pañuelo sobre tu cabeza
y anda tras la lagartija inútil
entre esos árboles ya muertos por la sollama.
De delicadezas, la del sol la más cruel
que consume árboles y lagartijas respetando su cáscara.
Fija en tu memoria esa enseñanza del paisaje,
y esta otra:
de cuando acercaste al árbol reseco un fosforito trivial
y ardió demasiado súbito y desmedido
como si fuera de pólvora.
No te culpes, quién iba a calcular tamaño estropicio!
Y acepta: el fuego ya estaba allí,
tenso y contenido bajo la corteza,
esperando tu gesto trivial, tu mataperrada.
Recuerda, pues, ese repentino estrago (su intraducible belleza)
sin arrepentimientos
porque fuiste tú, pero tampoco.
Así
en todo. 

 

En el museo de Historia Natural 

En el museo de Historia Natural

mi mano sobre el lomo de la pantera terrible

se desliza como si calmara las formas de otras amenazas

y el mandril asiente,

posando entre su pareja y su cría, el mandril asiente.

Tu piel y mi piel estaban disecándose, mandrila, y nos quedaba el

cuerpo como frutas consumidas dentro de su cáscara. Pude

hablar de tanto, pero me dio pereza.

Sobre la cabeza del mandril años y años cae el polvo de estopa

y cerca de sus pies

su propia penumbra y la de su familia.

Aquí todo está muerto, sólo el aire

gira levemente vivo,

pero a veces se agita y mueve las plumas y las pieles

y por un segundo nos hace creer en movimientos más ostensibles

donde el águila carnicera devore al petirrojo indefenso y sólo bello

o la pantera complete su salto sobre el anca de la gacela.

Pero fue sólo el aire soplando

Y es el poeta inobjetivo que mira e insiste:

el mandril quiso huir,

por la ventana, solo,

 

el mandril quiso huir.

 

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