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La rana

Por Eric Schierloh

"¿Por qué teje esa mujer?" se pregunta el autor de M en la bitácora de la mañana del 10 de abril de 2019 para el FILBA Santiago del Estero.

Texto y foto por Eric Schierloh.

 

 

¿Por qué teje esa mujer?

Voy a recorrer un centenar de kilómetros—en dirección sur, siguiendo el curso del Río Dulce—hasta Villa Atamisqui. El paisaje es nuevo para mí—pienso ahora que se parece a una enorme tela entramada de algarrobos, churquis, itines y ucles, unos cactus enormes en forma de candelabros. Desayuno rosquetes en Loreto—tengo gusto a anís en la boca. Antes de llegar escucho atentamente el relato de una isla algo fabulosa—la isla Tasigasta, habitada apenas por unas pocas personas—me gustaría conocerla, hablar con esas pocas personas, contemplar desde uno de sus extremos el manso río rodeador.

La mujer me invita a pasar a su casa—en un espacio a mitad de camino está su telar. El patio me parece igual al patio que ya no existe de una casa en Villaguay: refractante tierra seca pelada, un gallinero, un galpón de paredes enclenques, un alambrado panzón, dos o tres generaciones de pollos espectantes, algún perro, tachos y postes.

A primera vista, el telar de la mujer podría parecer precario, pero se trata de maderas que llevan más de veinte años clavadas ahí, en esa tierra, encastradas y atadas entre sí—sostenidas, pero también sostenedoras—con unas sogas fuertes agrisentadas sin embargo por el tiempo y el uso. Basta, además, con observar el prodigio de formas y colores que está tomando forma en esa estructura de maderas encastradas y atadas para renunciar a tan absurda idea. Las maderas móviles, en constante roce con la lana y las manos, están pulidas—no hay otra palabra para decirlo—se trata pues de un jade vegetal.

Corremos el riesgo de idealizar, pienso, sobre todo cuando estamos de paso—quizás como hago con la isla Tasigasta en medio del Río Dulce. No quiero idealizarla a ella, ni a lo que hace. Entonces le pregunto de dónde le viene el oficio. De mi madre, dice. ¿Y a ella? De su madre, dice. Y a su madre de su madre y a ella de la suya. Y así, dice. ¿Y sus hijas?, le pregunto. Ellas saben, dice.

Empiezo a irme—imagino entonces a mujeres en reunión, compartiendo tácitamente el oficio, las alegrías pero también las soledades de ser mujeres—las largas horas a la sombra de la luz del sol, hilar, tejer, ajustar, ir y venir, cocinar, atender gurices, pelar cebollas y teñir lana, confesarse alguna cosa, hilar y más hilar, tejer.

Tejer y soportar.

No se puede hacer trampa en un oficio, no al menos en la forma en que se puede hacer trampa en un examen. Richard Sennett calculó que hacen falta 10.000 horas para poder llegar a dominar un oficio—4 horas por día durante todos los días de 5 años: exactamente una carrera universitaria.

Pienso en alguien capaz de hacer esto durante 10 ó 15 ciclos—si es que tiene la dicha de vivir todo ese tiempo—y de pasar todo ese conocimiento a otra mujer que lo sumará al suyo propio y que lo pasará a otra mujer. Y así.

Siempre me interesó conversar con artesanos lugareños—pude escuchar a pescadores de Valparaíso, a un luthier tucumano, a molineros de la fabricación de papel de Vicente López, a un imprentero de la ciudad de Buenos Aires, a carpinteros del Brasil, a una telera santiagueña—he tenido mucha suerte.

Este interés mío viene, por supuesto, de una pretensión: me considero un escritor artesanal, en el sentido de alguien que escribe textos pero que también hace libros—dos cosas que difícilmente vuelvan separarse, a estar separadas para mí—no al menos en la forma en que nos vienen dadas.

¿Por qué teje esa mujer?

Quizás porque el telar hogareño le permitió no desatender la familia y compartir—no dijo pasar—tiempo con las hijas. Quizás porque esa autonomía de la que habla—que es siempre tan difícil de sostener y que es también y siempre una forma de soledad que hay que aprender a cultivar—le da un respiro de los conflictos que naturalmente conlleva el cooperativismo—que sin embargo practica, con convencimiento y sospecho que con gusto. Quizás porque, como ella dice, se nace y se vive con esto.

Noto mientras la escucho que el espacio estira el tiempo entre las palabras—en ella pero también de alguna forma en todo lo que nos rodea—casi me parece ver la estatua de una cría de pollo, la tierra en suspensión de un remolino congelado, el diagrama geométrico de las hojas de un falso café, el sol que da en el canto de un tacho lleno de agua.

Hay un poeta japonés del siglo XVII que se llama Naitō Jôsô y que escribió un poema misterioso que dice:

La rana flota

sin sostén ni intención

—flota porque flota.

Llevo muchos años leyendo y repitiéndome ese poema—y algo me dice que ahora puedo leerlo un poco mejor—y leerme a mí al mismo tiempo en mi propia experiencia y práctica gracias a la telera de Villa Atamisqui:

La mujer teje

sin sostén ni intención

—teje porque teje.

Agradecimientos: a la telera atamisqueña Graciela Peralta, a Catalina Labarca de FILBA, a la escritora Gabriela Yauza y a nuestro intrépido chofer.

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