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La vida nunca es exactamente como la contamos

Por Matías Moscardi

"¿Cómo sería el relato de nuestras vidas si priorizáramos, entre todo el caudal desordenado de nuestros recuerdos, los momentos exclusivos en donde tuvimos miedo?", así podríamos empezar a leer Paura, la autobiografía del cineasta italiano Dario Argento, traducida por primera vez al español y publicada por Letra Svdaca.

Por Matías Moscardi.

 

 

En El mundo histórico (1910), el filósofo alemán Wilthem Dilthey consuma una especie de exaltación de la autobiografía como el género literario de mayor valor, «la forma suprema y más instructiva en que se nos da la comprensión de la vida». Toda autobiografía implica una revisión profunda de nuestras peripecias «en su misteriosa urdimbre de contingencia, destino y carácter». Es que para Dilthey, la explicación más completa de una vida está representada por la autobiografía. En ella, el yo capta su propio curso hasta llegar a la consciencia plena del sustrato humano: «la autobiografía es la comprensión cabal de uno mismo». Esta celebración del género por parte de Dilthey constituye, además, una de las primeras consideraciones filosóficas y teóricas sobre el tema.

Casi como contrapunto, en un capítulo de Retórica del Romanticismo (1984), llamado «La autobiografía como desfiguración», Paul de Man sostiene que todo texto es autobiográfico y, por los mismos motivos, ninguno lo es. Leer una autobiografía, para de Man, es como quedar atrapado en una puerta giratoria, entre el afuera de los hechos y el adentro de la ficción: la vida nunca es exactamente como la contamos.

En El arte del olvido (1990), Nicolas Rosa se pregunta, entonces, qué es lo que permite distinguir, en términos textuales, una autobiografía de una novela. Llega a la conclusión de que la literatura, en definitiva, es la que «dibuja los bordes de los otros discursos»: la autobiografía no es la excepción. Por eso, el pacto autobiográfico estaría falseado desde el vamos: esa «vida» que pretende quedar plasmada en la escritura, irremediablemente, se encuentra estriada, desgarrada de blancos, de omisiones, de recortes, que tiñen todo de un halo ficción. Idea borgeana que impulsa la lectura de Rosa: la memoria, como acto constitutivo de toda autobiografía, es impensable sin el olvido. Recordar es, por contrapartida, olvidar. Un segundo elemento se erige como clave del género autobiográfico: solo yo puedo decir Yo. La autobiografía gira alrededor de este pronombre personal, que se erige como protagonista indiscutido y ególatra del relato.

Lo cierto es que vivimos en una Era Autobiográfica, en donde las redes nos alientan de manera constante a escribir nuestra propia vida, día a día. Alberto Giordano habla directamente de un «giro autobiográfico» como síntoma del presente: basta revisar un muro de Facebook para enterarnos de cómo va la vida de una persona que no vemos hace tiempo. Para Giordano, nuestra época asiste a una «experimentación con formas autobiográficas» generalizada y múltiple,  que atañe tanto al cine, como al teatro y a la literatura.

Ahora bien ¿cómo sería el relato de nuestras vidas si priorizáramos, entre todo el caudal desordenado de nuestros recuerdos, los momentos exclusivos en donde tuvimos miedo? Así podríamos empezar a leer Paura, la autobiografía del cineasta italiano Dario Argento, que acaba de ser traducida por primera vez al español (por Lorena Manzo) y publicada por Letra Svdaca. Argento es es conocido por sus películas de terror, de títulos memorables: El pájaro de las plumas de cristal (1970), El gato de las nueve colas (1971), Cuatro moscas sobre terciopelo gris (1971), Rojo Profundo (1975) y el clásico de culto Suspiria (1977), entre muchas otras. El cine de Argento se caracteriza por historias de intrincados asesinos seriales con derivas paranormales y esotéricas. El «Hitchcock italiano»: así lo vendieron en Europa y Estados Unidos. Junto a Mario Bava y Lucio Fulci, Argento se encuentra entre  los referentes fundamentales del cine italiano de terror aunque sus hallazgos como director estén más allá de esa estética en particular.

Casi como un atentado histérico contra el género autobiográfico, Paura arranca con una tentativa de suicidio: Argento se encuentra solo, en un hotel, a punto de estrenar Suspiria –la película que lo catapultará a la fama mundial–, completamente deprimido, separado de su esposa, lejos de sus hijas. Un médico amigo le recomienda poner un placar adelante de la ventana, para que cualquier impulso de saltar al vacío quede obstaculizado. Argento acata el consejo y les ordena a los empleados del hotel, sin dar explicaciones, que ubiquen un mueble inmenso frente a la ventana. «Siento una especie de deseo de desaparecer, de que nadie nunca más me vea, de que nadie nunca más me escuche.» Leer el relato de una vida desde esta escena inicial nos mantiene alertas, asediados por la posibilidad constante de correr el mueble y sacar la cabeza por la ventana para respirar por última vez.

Desde la infancia, Argento está unido al terror como por un imán. «Paura» significa, en italiano, miedo. Una vida, entonces, punteada por el miedo como forma de la creatividad y la excitación. Cuando era chico, por ejemplo, cuenta que sus padres lo llevaron al teatro a ver Hamlet. En el momento en el que irrumpe en escena el fantasma del padre, el pequeño Argento entra en shock y, como sucede en la Batman de Nolan, pide abandonar el teatro: sin saberlo, acaba de encontrar su destino en el objeto de su abyección. Otra escena icónica tiene lugar a los catorce años, cuando de adolescente, en un viaje familiar a Grecia, Argento se pierde en el Partenón. Rodeado de estatuas de gigantes y amazonas, comienza a sentir vértigo: «de a poco, me fui dando cuenta que las figuras humanas y divinas representadas sobre el decorado marmóreo me estaban hablando, es más: casi que parecían querer desprenderse para agarrarme».

¿Quién no recuerda sus propios miedos de la infancia? Es como si el miedo tuviera una capacidad de inscripción particular en el celuloide de nuestro psiquismo. Muchos recuerdos hermosos pueden quedar, con el tiempo, sepultados para siempre como irrisorias y remotas huellas mnémicas en la caja de pandora del inconsciente; pero si alguna vez sentimos verdadero miedo, la experiencia queda adherida a nosotros con la efectividad punzante de un tatuaje: el miedo es inolvidable. Una vez, la poeta bahiense Lucía Bianco me contó una historia en relación a esto. De chica, ella le tenía terror a «algo» que había en el placar de su habitación. Entonces, su madre le dio el siguiente consejo: «Entrá a tu habitación, apagá la luz, abrí el placar y mirá eso que te da miedo». Una vez que alguien logra sostenerle la mirada al miedo y atravesar el umbral del horror, como el capitán Kurtz en El corazón de las tinieblas, del otro lado queda el refugio de la creatividad. Argento destila la nafta de la infancia en sus películas: miedos que recorren, como un escalofrío extraviado, la mirada temerosa de un niño que debe atravesar, todos las noches, el mismo pasillo espantoso para ir a dormir.

A la vez, otro dato interesante es el contacto de Argento con las películas de Disney: Blancanieves, La bella durmiente, Cenicienta... Argento siempre hace alusión a un clásico de Disney como punto de partida de sus películas más importantes que, bajo esa luz, podrían pensarse como cuentos de hadas macabros, pero también como intervenciones alquímicas que transmutan un universo edulcorado de fantasía en la oscura realidad. El fantasma de la ópera, La isla del Doctor Moreau, La dimensión desconocida… Argento mira estas películas y series de televisión «como si fuese un científico que estudia una forma de vida nueva, ajena…»

De adulto, pasa más tiempo en un set de filmación que en su propia casa, a tal punto que, cuando nace su primera hija, Argento se encuentra presenciando los ensayos del doblaje para El pájaro de las plumas de cristal. Como Borges y su Fervor de Buenos Aires, filma su primera película con el dinero del padre, Salvatore Argento. Desde entonces, sus proyectos se transformarán en un negocio familiar, que con el tiempo incluiría a su hija, Asia Argento, como actriz. Por todas estas razones, autobiografía y filmografía llegan a empalmarse en el devenir del relato: la vida de Argento se funde, en un momento dado, con el comentario de sus películas. «Estoy convencido de que a veces basta mirar una película para entender cómo estaba el director en el período en el que la dirigió. El celuloide capta la temperatura emocional como pocas cosas». Con el relato de cada película, Argento narra, en paralelo, sucesivas debacles matrimoniales, culebrones amorosos y los problemas de crianza de sus hijas.

En un momento dado, cuenta que, para darle una indicación a un actor agarra un cuchillo de utilería y hace el movimiento frenético de la puñalada. Desde entonces, cada vez que la cámara filma los arquetípicos guantes negros del asesino en el acto del crimen, ahora sabemos que son las manos de Argento las que ejecutan la acción. Sus películas lo transformaron en un asesino con experiencia pero también en el foco de acosadores bizarros, de extrañas llamadas telefónicas, cartas y persecuciones variopintas donde la vida de Argento, poco a poco, se confunde con la ficción.     

Argento confiesa ser un lector fervoroso de Poe, de Lovecraft, de Dostoievsky, sobre todo de Freud. La centralidad de estas lecturas instala la idea de que el cine es impensable sin la literatura. Borges decía que el género policial funda un tipo de lector que tiende a sospechar de cada elemento del relato, al punto tal de leer el comienzo del Quijote en clave detectivesca: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” ¿Por qué no quiere acordarse? Ese narrador debe estar ocultando algo. Ahí, en la Mancha, hubo un crimen. En la misma línea, el cine de terror proyecta su propio lector modelo: algo monstruoso debe esconderse en la Mancha, ese lugar reprimido, cuyo nombre hace alusión a lo difuso y a lo deforme, acaso un tétrico trauma o un fantasma terrible, ya no un simple crimen desentrañable por medio de la razón sino algo mucho peor: una atrocidad inexplicable y sobrenatural. Este es el lector de las películas de Argento: somos paranoicos esperando lo inhumano atrás de las refinadas cortinas de lo bello. Porque no olvidemos que Argento es un esteta obsesivo, detallista hasta la manía: le importa el encuadre milimétrico de los ojos de sus protagonistas, que la iluminación de cada rostro sea perfecta, que el bermellón de la sangre combine con el cromatismo de la escenografía. La música es otro elemento orquestado con meticulosidad en sus películas: Ennio Morricone participará como compositor en varias de ellas. Luego, la banda italiana de rock progresivo Goblin se encargará, en adelante, de perpetrar las bandas sonoras más icónicas, entre ellas el siniestro arpegio de teclado gótico que aparece en Rojo profundo y que inspirará, más tarde, la inolvidable melodía de Halloween (1978), de John Carpenter.

Por otra parte, Argento jamás idealiza su figura de artista: cuenta sus fracasos, sus dubitaciones, todas las veces que lo humillaron, las veces que falló, que fue rechazado, que se equivocó, sus titubeos e inseguridades, sus accidentes, sus torpezas, los errores que lo harán rozar la bancarrota. Muchas veces creemos que los genios no trabajan ni conocen la ruina: simplemente se pronuncian y llevan una existencia genial. Argento, por el contrario, se la pasa trasnochado, enfermo, esforzándose, elucubrando un plano, un encuadre, una línea del guión, una indicación actoral, buscándole la vuelta para resolver problemas técnicos o personales.

A su vez, su autobiografía permite dar el salto a una reflexión general. Dos géneros dominan el cine de Hollywood como síntoma del presente: las películas postapocalítpticas y el cine de terror. La fantasía del fin del capitalismo encabalga, de manera coherente, con la estetización del miedo como vector de plusvalía económica. Por un lado, el capitalismo promete que una catástrofe natural acabará con él; por otro, sigue consumándose: el miedo genera capital, las películas de terror llenan salas. Desmontarlo es, por lo tanto, una tarea crítica fundamental. Argento, lector de Freud, cuenta una y otra vez cómo en cada una de sus películas trabaja con lo inconsciente: porque una vez que logramos salir del consumo impresionista del género –esos sustos frívolos que algunas películas ponen cada cinco minutos como una descarga eléctrica y conductista para el espectador–, el terror se transforma en un espejo cultural privilegiado para leer síntomas políticos de época, del fascismo a la democracia. Por eso, más allá del interés personal en sus películas y en el mundo cinematográfico en general –las relaciones con otros directores como Bertolucci, Sergio Leone, Carpenter, Romero, entre muchos otros– lo cierto es que la autobiografía de Argento puede leerse perfectamente sin demasiada información previa, disfrutarse como un relato sobre los entretelones donde un milimétrico arquitecto del miedo nos muestra el borrador de los planos para sus monstruosas catedrales de mármol.

Mientras terminaba de leer Paura, casualmente había comenzado, en paralelo, la monumental biografía de Lacan que escribió Élisabeth Roudinesco. Una de las mejores lecciones sobre lo que Lacan llamaba «el campo escópico» tiene lugar en Rojo profundo. Al comienzo de la película, una persona llega de casualidad a la escena del crimen y la cámara subjetiva avanza por un largo pasillo hasta desembocar en la sala principal. En ese travelling lentísimo, se nos muestra al asesino, solo que es imposible verlo. Al final se repite, como rememoración, exactamente la misma escena, el mismo travelling, y entonces, ahora sí, lo vemos: el asesino estaba mimetizado con un espejo y un cuadro contra la pared, pero perfectamente expuesto a la vista del espectador, sin más, como la carta robada. Moraleja: la mirada nunca es evidente, ni coincide con el acto de ver. Por el contrario, está organizada por la cultura y atravesada por el deseo. Las alucinaciones que tienen lugar en las psicosis no son, como creemos, ajenas a una vida «normal». Con su magistral prestidigitación cinematográfica, Argento nos mete de lleno en un mundo estructuralmente demencial donde somos nosotros los dementes, los locos, los paranoicos: en cualquier recoveco puede estar calcado, como un camaleón en el follaje, el terror.

La vida es siniestra. Si no aprendemos a lidiar con el horror, una mosca puede llegar a paralizarnos por completo. Leer Paura es como estar en un laboratorio donde estudiamos, como neófitos principiantes, la química elemental del miedo. Sin forzar demasiado las cosas, podemos leer el libro de Argento ya no como una autobiografía sino como una manual de supervivencia para abrir el placar en la oscuridad y mirar de frente lo que nos genera verdadero espanto. «Yo tengo solamente una certeza», remata Argento, «mientras allá afuera haya alguien a quien asustar, podré considerarme una persona feliz.»

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