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La vuelta al mundo con un solo vestido

Por María Rosa Lojo

Otra muestra de la extraordinaria colección de mujeres viajeras de Los Lápices Editora: María Rosa Lojo presenta a la estadounidense Nellie Bly y La vuelta al mundo en 72 días. "Aunque reivindica la independencia y respeto de los que gozan las féminas de su nación, no deja de reconocer que en todas partes los hombres llevan las de ganar en cuanto a libertades".

Por María Rosa Lojo.

 

 

La estadounidense Nellie Bly se llamaba en realidad Elizabeth Jane Cochran (1864-1922). Hija de una viuda luego malcasada y finalmente divorciada, aprendió desde niña sobre la lucha de las mujeres solas, con escasos medios económicos, al punto de no poder pagar su matrícula para estudiar la carrera de maestra, tal como era su deseo. Quizá fue para ella a blessing in disguise: los obstáculos funcionaron más bien como incentivo para aceptar y plantear los desafíos más insólitos.

Desde sus veintiún años hasta su muerte la absorbió la pasión periodística, que ejerció de la manera menos convencional imaginable. Hoy sigue siendo una heroína emblemática del periodismo de riesgo e investigación y fue homenajeada recientemente por Google Doodle a los 151 años de su nacimiento. Pero en la Argentina no es más conocida que sus colegas locales viajeras y cronistas del siglo XIX (la más eminente, Eduarda Mansilla, autora de unos memorables Recuerdos de viaje -1882-- a los Estados Unidos).

Elizabeth Jane no solo fue una periodista de excepción, sino una fascinante escritora. La vuelta al mundo en setenta y dos días es un libro audaz y ameno para su época y para cualquier otra, que se disfruta del principio al fin. Esta mujer intrépida que viaja sin tutela para cumplir un reto con espíritu deportivo ciertamente no era común en su tiempo. Pero si esas circunstancias perdieron, hoy, su novedad, la mirada generalmente fresca y lúcida de Nellie Bly sigue sorprendiéndonos con las “noticias” del fin de siècle decimonónico visto desde otra periferia americana, cuando el centro del mayor imperio existente entonces tenía nombre de mujer (Victoria) y estaba en una isla europea.

En el barco Victoria Augusta, de la línea inglesa P&O zarpa rumbo a su largo viaje, donde no perderá ocasión de hacer dos cosas: una, criticar los transportes ingleses de mar y tierra (y a menudo, a los ingleses mismos), y otra: averiguar, en todos los rincones del mundo que visita, qué posición tiene su propio país en el imaginario ajeno, tanto en lo que hace al conocimiento de los demás sobre su existencia y ubicación, como a la valoración y utilización de su moneda: el dólar, en sus diversos formatos. Por algo, además de las libras inglesas, se lleva algo de oro estadounidense y algunos billetes que intentaría usar en los diferentes puertos y así comprobar si la moneda de mi país era conocida más allá de las fronteras.

A pesar de que el Go ahead! norteamericano era la consigna puertas adentro, aún no tenía tanto éxito puertas afuera, donde el Rule Britannia! gozaba de buena salud. Tanto es así, que desde su salida de Italia, la mayor parte de los territorios atravesados por Nellie hasta su arribo a San Francisco, en su patria, están bajo dominio colonial inglés. Los ojos de la cronista, para recordar la expresión de Mary Louise Pratt, no son, en ese sentido, “imperiales”. Por el contrario ella reivindica en todo momento su condición de “estadounidense”, ni colonizadora ni colonizada, cuando la confunden con una inglesa. No vacila en declarar su emoción al ver por primera vez su bandera nacional, ya muy avanzado el viaje, en la isla de Shamian: Flameaba sobre la cerca del Consulado de mi país. Es un hecho extraño que cuanto más se aleja uno del hogar, más fiel se vuelve. Sentí que estaba muy lejos de mi patria, en el día de Navidad, y había visto tantas banderas diferentes desde la última vez que había posado mis ojos sobre la mía. En el momento en que la vi flameando en la brisa suave me quité mi sombrero y dije: “Esta es la bandera más hermosa del mundo y estoy dispuesta a azotar a todo aquel que diga lo contrario”.

Nadie se atreve a chistar en este momento solemne, que Nellie debió de experimentar como una merecida revancha. Por todas las veces en que comprobó que otros pasajeros, o un empleado de telégrafos, no tenían idea de dónde estaban situados los Estados Unidos, o porque, cuando unos ingleses planean una serie de cuadros vivos para divertirse en el barco y le proponen que se envuelva en la bandera de su patria, ninguno sabe cómo es tal insignia. Por contraste, la omnipresente imagen de la Reina Victoria y el God save the Queen presiden hasta los entretenimientos más triviales en los cruceros británicos.

Todas estas reacciones y reflexiones nos remiten al horizonte de recepción, que tiene un papel constructivo fundamental en cualquier relato de viaje. El insólito libro que tenemos entre manos es un trabajo encargado a Nellie por su empleador, el periódico The New York World, donde naturalmente se publicarían sus crónicas destinadas al público estadounidense

Este antiguo género (antes “menor”, hoy literariamente revalorizado) conoció un especial florecimiento en los siglos XVIII y XIX, donde también se multiplicaron y facilitaron los desplazamientos por geografías lejanas. Desde los viajes pedagógicos y culturales, hasta los de exploración llevados a cabo por aventureros, naturalistas, y científicos, o los comerciales, políticos y diplomáticos, o los turísticos cada vez más frecuentes, potenciados todos por los avances de la tecnología y la expansión colonialista en los lugares más remotos. Muchos viajaban, por muy diversos motivos y, entre ellos, hombres y también algunas mujeres con la educación y la motivación suficientes como para escribir y hasta publicar los relatos de sus experiencias. No siempre llegaron al conocimiento público. A veces se trataba de apuntes dejados como recuerdo para una hija o un hijo (por ejemplo, los que Alejandro Baldez Rozas, sobrino del Restaurador, realizó de su viaje a Europa) y no tenían propósito de salir fuera del círculo familiar. O bien se imprimieron con una escasa tirada, a manera de un fino obsequio para amigas y conocidas (así, el viaje a Francia de Francisca Espínola, primera crónica de esta índole cuya autora es una mujer argentina).

En las antípodas de los círculos íntimos, las crónicas de Nelly Bly aspiran a una máxima visibilidad, y la consiguen. También se singularizan dentro de la tipología general de la época no solo porque las firma una periodista profesional (no había tantas), sino porque la viajera tiene como objetivo batir un récord, y no ya el establecido por una persona real, sino nada menos que por un personaje literario: el Phileas Phogg de Julio Verne, escritor admirado por Bly, quien se las arregla para visitarlo en su casa de Amiens, aunque ello le cueste el precio de pasarse dos noches sin dormir.

La presión del récord, tan valorado siempre en la cultura norteamericana de la que Bly es orgullosa exponente (aunque también capaz de autocríticas), hace que este viaje sin morosidades esté signado por la velocidad, y también que su último capítulo, el 18, titulado justamente “El récord” deje de lado los comentarios sobre gentes y paisajes para ceñirse a tablas de datos y rigurosas enumeraciones. El itinerario que se planeó y los lugares realmente recorridos, las empresas de transporte, los retrasos involuntarios y los felices adelantos (Bly logró reducir los 75 días prometidos a 72), los kilómetros y los países: todo está escrupulosamente contabilizado por esta eficientísima y audaz pionera que rompe con los estereotipos de languidez e inmovilidad femeninas (si bien confiesa que odia levantarse temprano). Su triunfo, que tuvo en su momento resonancia universal, justificó los madrugones y también las corridas (literales) con que esta joven puso a prueba su resistencia.

A pesar de los plazos exigentes que su autora debió afrontar, el libro de Bly no deja de cumplir con una característica habitual del relato de viaje como género. Si en la crónica convergen descripción y narración, el espacio concedido a lo descriptivo tiene que ser lo suficientemente importante como para configurar el variado espectáculo del mundo que el viajero presenta a sus potenciales lectores y proporcionarles las informaciones que esperan. Así sucede, tanto en la observación de los pasajeros y los transportes, como especialmente en la descripción de los lugares donde Nellie puede quedarse algunos días: Singapur, Ceilán (hoy Sri Lanka), Hong Kong, Japón, entre otros. También cumple, sobradamente, con otra pauta del género: la construcción de identidades. No ya solo la individual, sino la colectiva. Ambas se perfilan por afinidades y contrastes (sobre todo por contrastes) con los Otros que los viajeros encuentran en su camino. Desde luego, la mirada viajera nunca es inocente: viene cargada de estereotipos y prejuicios, que se convalidan (a menudo) o, por el contrario, se abandonan. El discurso itinerante genera “imagotipos”, que pueden ser “autoimagotipos” o “heteroimagotipos” (positivos o negativos), confirmando lo antes sabido y creído, o bien modificando la perspectiva anterior sobre el propio yo y su sociedad.

Profundamente ligado a la subjetividad de quien viaja, ya que se narra en primera persona, y suele cruzarse con géneros como el diario íntimo, el relato de viaje produce ante todo una imagen de quien escribe. La vuelta al mundo en 72 días nos habla, en principio, de Nellie Bly misma. Desde sus comienzos, el relato nos coloca frente a una self made woman, hija de sus obras y madre de sus ideas, decidida y desafiante. A Nellie se le ocurre el proyecto de dar la vuelta al mundo en menos tiempo que Phileas Phogg y es su editor quien al principio se niega, aduciendo que es una mujer y no puede viajar sin protección, que solo sabe inglés y que la cantidad de equipaje necesario para una dama hará imposibles los trasbordos rápidos.

Un año más tarde, de un día para el otro, el editor decide enviarla. Y Nellie se ocupa de desmentir cada una de sus prejuiciosas objeciones. Se las arreglará perfectamente sin tutela ni protección masculina permanentes (solo habrá eventuales acompañantes que la reciben en distintos lugares del mundo), tampoco precisará mayor conocimiento de idiomas y en cuanto al equipaje, no solo será conocida por haber dado la vuelta al mundo en aún menos tiempo del previsto, sino porque lo ha hecho con un solo vestido especialmente diseñado ad hoc, más una camisola de seda y un bolso de mano donde cabe lo imprescindible, sin olvidar los elementos para escribir. Paradójicamente, en un momento de su viaje, Nelly tropieza con un atildado caballero que confiesa no haberse casado nunca porque ninguna mujer sería capaz de acompañarlo sin un equipaje copioso: sin duda, apunta la cronista, irónica, sería una gran molestia para él, pues acarrea ¡nada menos que diecinueve bultos!

El autorretrato de Nelly delinea, con rápidas pinceladas, a una mujer enérgica, que vence las dificultades con humor (lo mejor de mí surgía cuando me reía), que repudia la violencia y no considera necesario portar armas para estar protegida, que es sociable, conversadora, curiosa por todo, supersticiosa, pero no timorata. Su aspecto físico podemos inferirlo parcialmente: es alta (tiene que inclinarse para besar a la señora de Julio Verne, que mide menos de un 1.60 m.) y quizá de ojos azules (al menos, la banda de música que la recibe al volver, en la parada de Merced, la homenajea con My Nellie’s Blue Eyes…). No le faltan pretendientes durante el viaje. Si bien no parece haber hecho caso de ninguno, no tiene el menor empacho en elogiar abiertamente tanto la belleza física como los modales o buenas cualidades de los hombres que le agradan.

La comparación entre las posibilidades que ofrecen la condición femenina y la masculina es recurrente y sistemática, tanto en lo que hace a las mujeres occidentales como en las que no los son. Aunque reivindica la independencia y respeto de los que gozan las féminas de su nación, no deja de reconocer que en todas partes los hombres llevan las de ganar en cuanto a libertades.

Los subalternos por razones de clase social y de etnia no le preocupan menos. En el vasto territorio colonial que atraviesa encuentra una mayoría de naturales reducidos a condición servil, que viven en chozas pobres o en urbanizaciones donde se hacinan y una minoría de la élite colonizadora, que disfruta de una existencia fácil y acomodada. No por eso idealiza o necesariamente compadece a todos los nativos: a veces le desagradan por hábitos culturales y razones estéticas (en particular, los chinos, que no eran deseados como inmigrantes en los Estados Unidos entonces), o le disgusta la manipulación de la pobreza para obtener dinero de los turistas de manera invasiva o tramposa. En otras ocasiones, queda extasiada: la deslumbran las bellas mujeres negras de Adén, perfectas como estatuas de bronce, a las que dedica una larga descripción, la asombran los somalíes buceadores (algunos muy niños), capaces de proezas extraordinarias para ganar una moneda de plata, la deleitan los educados y hermosos cingaleses.

Japón y China se colocan en los extremos opuestos de su imaginario asiático. La sociedad nipona la sorprende muy agradablemente, porque, como muchos occidentales, había pensado que los orientales como conglomerado, no se diferenciaban entre sí. Pero allí, en el Mikado, encuentra la cumbre del refinamiento, la pulcritud, la cortesía, al punto de compararlo con un paraíso. Los japoneses le parecen exquisitamente tradicionales, en sus casas pequeñas como las de muñecas, pero a la vez inteligentes, progresistas, abiertos a la aplicación de todas las innovaciones provechosas: resumiendo, los japoneses eran las personas más encantadoras del mundo, los chinos, las más desagradables. De los japoneses aprecia, además, su ética patriótica. No se esclavizan a Occidente, aunque adopten lo que pueda beneficiarlos: contratan a occidentales solo por tiempo limitado, hasta que dejen funcionando sus artilugios técnicos. Pero todos los empleados estables (a la inversa de las colonias por las que ha cruzado) son nacidos en el país.

Ni la literatura ni la religión ocupan un lugar de privilegio en la crónica de Bly. No es afecta a las citas literarias (hay solo dos), ni a las citas en general. Al contrario de otros viajeros (como los hermanos Lucio y Eduarda Mansilla) describe sin filtros aparentes lo que ve y no hace referencias eruditas. En cuanto a la cuestión religiosa, no solo no hay ninguna invocación devota personal que la muestre como creyente, sino, más bien, una toma de distancia: así, una compañera de viaje deja de parecerle una joven encantadora cuando se comporta, con su propio padre, como una fanática intransigente.

No es demasiado afecta a ingresar a los templos y cuando lo hace o puede hacerlo (en algunos casos se lo impide su condición de mujer), predomina más bien la repulsión ante la suciedad o ante la mendicidad y/o el comercio que allí se ejercen. El pico del disgusto lo alcanza en el llamado “Templo de los Horrores”, de Cantón; una suerte de “corte de los milagros” donde se amontonan seres afectados por todo tipo de sufrimientos y reducidos a la mayor miseria: Concluí que era, en esencia, una exhibición de monstruosidades humanas. Los escalones estaban colmados de mongoles sucios de todos los tamaños, formas y padecimientos. Cuando oyeron nuestros pasos, aquellos que podían caminar y ver, se abalanzaron sobre nosotros, suplicando una limosna, y aquellos que eran ciegos e indefensos gritaban a todo pulmón porque no se podían mover de sus lugares. (…) En pequeñas celdas mugrientas había figuras sucias que representaban los castigos del infierno budista. A estas personas se les daban latigazos, se los enterraba vivos, se los hervía en aceite, decapitaba, serruchaba en dos y otras cosas igual de agradables.

Las atroces ejecuciones (mucho peores en el caso de las mujeres condenadas) y los terribles métodos de tortura llenan un espacio importante en el capítulo que dedica a Cantón como sociedad profundamente inequitativa, cuyos habitantes, privados de elementales garantías y libertades, sufren la opresión de una estructura autóctona jerárquica e imperial, así como de las potencias coloniales de Occidente (particularmente Gran Bretaña) de fuerte influencia en la zona.

Nellie Bly escribe mientras viaja y escribe sobre lo que ve cuando viaja. Nos deja saber algo de ella misma en su presente, pero prácticamente nada sobre su pasado y su vida familiar. No tiene credenciales de alcurnia y seguramente cree que lo mejor está en su futuro. Se siente un ser en construcción y en crecimiento, lo mismo que su patria. No cree que sus gobernantes actuales estén a la altura de los próceres fundadores: no podía hablar con orgullo de los gobernantes de mi país, a no ser que me remontara a los dos reyes de la condición humana que habíamos tenido: George Washington y Abraham Lincoln. Pero sí está convencida de que es una mujer estadounidense nacida en libertad, nativa del país más grandioso de la Tierra. Ante la realidad colonial que ha recorrido (y por más devoción que los ingleses muestren hacia la Reina Victoria), los derechos que se ejercen en los Estados Unidos le parecen incontestables. No sabemos qué hubiera escrito hoy, de haber presenciado cómo su patria iba tomando el cetro de un neo colonialismo (o intervencionismo) universal, mientras se apagaba la estrella de Gran Bretaña; probablemente no se hubiera callado.

Nelly tuvo la satisfacción de ver aprobada la ley del voto para las mujeres en 1920, dos años antes de su relativamente temprana muerte, luego de haber cubierto la convención mundial por el sufragio femenino en 1913. Vivió años difíciles, pero también de grandes avances y promesas. Su self-reliance, su fe en la propia capacidad, acompañando el progreso de la humanidad hacia un mejor futuro para todos, tiñen su libro de un optimismo solo parcialmente utópico. Porque ese libro está hecho de palabras pero también de kilómetros y fue realmente escrito sobre la geografía de un mundo que Elizabeth Jane Cochran o Nellie Bly se atrevió a recorrer con un solo vestido, dejando su propia, inconfundible huella.

 

 

Referencias bibliográficas

BALDEZ ROZAS, Alejandro. Libro de apuntes. Estudio preliminar y transcripción de Ana Silvia Galán. Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2015 [Manuscrito inédito del AGN].

CARRIZO RUEDA, Sofía. Poética del relato de viajes, Kassel, Riechenberger, 1997.

––– (ed.). Escrituras del viaje. Construcción y recepción de “fragmentos de mundo”, Buenos Aires, Biblos, 2008.

ESPÍNOLA, Francisca. Memoria del viaje a Francia de una argentina de la provincia de Buenos Aires. Prólogo de Norma Alloatti. Colección “Las Antiguas”. Córdoba: Editorial Buena Vista, 2016. [1ª. ed. 1850]

MANSILLA, Eduarda. Recuerdos de viaje. Prólogo de María Rosa Lojo. Colección “Las Antiguas”. Córdoba: Editorial Buena Vista, 2011 [1° ed. 1882].

MANSILLA, Lucio V. Diario de viaje a Oriente (1850-51) y otras crónicas del viaje oriental.  Edición crítica, introducción y notas de María Rosa Lojo (dirección) y equipo: Marina Guidotti (asistente de dirección), María Laura Pérez Gras y Victoria Cohen Imach. Estudio Preliminar, notas gramaticales, léxicas e históricas, glosario, bibliografía, iconografía. Buenos Aires: Corregidor, colección EALA, XIX y XX, 2012 [Manuscrito inédito. Familia Bollaert].

MOURA, Jean-Marc. L´image du tiers monde dans le roman française contemporain. París: Presses Universitaires de France, 1992.

–––. L’Europe littéraire et l´ailleurs. París: Presses Universitaires de France, 1998.

PRATT, Mary Louise. Ojos imperiales. Literatura de viajes y transculturación (trad. Ofelia Castillo). Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 1997.

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