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Las cartas de mi padre, John Cheever

Una correspondencia imprescindible llega a las librerías

Benjamin Cheever escribió el prólogo al libro en el que compiló las cartas escritas por su padre, publicadas este año por Random House: "No guardaba copias y animaba a la gente a tirar sus cartas. De no haber sido por la clarividencia de sus corresponsales no se habría salvado ninguna". 

Por Benjamin Cheever.

 

Este libro es en sí mismo un reconocimiento: en primer lugar al talento de mi padre y a continuación al afecto que sentía por la gente a quien escribió. Por último, esta colección de cartas reconoce el amor que ellos, a su vez, sentían por él. No guardaba copias y animaba a la gente a tirar sus cartas. De no haber sido por la clarividencia de sus corresponsales no se habría salvado ninguna y no habría sido posible ni este libro ni ningún otro.

En primer lugar quiero dar las gracias a William Maxwell. Los dos ha blamos largo y tendido de mi padre, lo cual contribuyó sustancialmente a mi conocimiento del hombre a quien conocía tan bien. Ha sido mi amigo y mi padre confesor. Y cuando todo estuvo dicho y hecho, re leyó el manuscrito y me hizo sugerencias tan brillantes como delicadas.

Tanya Litvinov me proporcionó un fajo de cartas muy valiosas. Muchas llevaban perdidas bastante tiempo, y ella las encontró y me envió copias. También me escribió cartas amables y profundas sobre mi padre. Su apoyo y su buena voluntad significaron más para mí de lo que puedo decir.

Josephine Herbst murió antes de que yo iniciara este proyecto, aunque no creo que la gente como Josie muera nunca y a menudo tengo la sensación de que continúa a mi lado.

Cuando empecé a trabajar en este libro apenas conocía a Eleanor Clark, pero ella también resultó de gran ayuda. Sus recuerdos de la juventud de mi padre fueron tan útiles como las cartas que me proporcionó.

Ned Rorem se esforzó en arrojar luz sobre el enigma de la compleja naturaleza sexual de mi padre. Me contó, entre otras cosas, que en él el orgasmo siempre iba acompañado de una visión de flores o de la luz del sol.

John Updike fue un buen y leal amigo de mi padre. Las notas que me envió y las cartas que intercambió con mi padre parecen demostrar que, incluso en la situación más competitiva, la amistad entre dos buenas personas no solo puede sobrevivir sino triunfar.

Saul Bellow también ha sido generoso con sus cartas y su apoyo. Su amistad fue de gran importancia para mi padre a lo largo de su vida.

También debo dar gracias a su hijo, Adam Bellow. Los largos paseos que dimos juntos me enseñaron mucho sobre lo que significa ser hijo de un escritor famoso, y también sobre lo que no significa.

Philip Schultz no tenía muchas cartas, pero sabe escuchar y si hubiese sido mi psiquiatra en lugar de mi amigo, ahora sería rico.

Raymond Bonner me proporcionó consejos brillantes y fiables. Cuando corríamos juntos por la tarde me repitió una y otra vez que escribir un libro es exactamente igual que correr una maratón, «salvo que cada vez que vas a cruzar la línea de meta, la cambian de sitio».

Como este libro trata de mi padre, la línea entre el trabajo y la vida resulta a menudo arbitraria, y eso es particularmente cierto en lo que se refiere a la familia. Han sido los estrechos hombros de mi mujer Janet los que han soportado con más frecuencia el peso de mis dudas y mi inseguridad. Dar gracias a la mujer cuando acabas un libro por haber soportado tu malhumor parece un tópico, pero no lo es cuando ocurre en tu propia cocina y estás apoyado en el fregadero y te oyes gritar. Entonces parece la primera pelea en el mundo entre el primer hombre y la primera mujer. Janet ha conocido esta obra en todas sus fases, pero hasta que lea estas líneas no sabrá que en uno de mis ataques de cólera rompí la pata de la vieja mecedora de madera. Luego, presa del remordimiento, la arreglé con cola y la silla continúa en pie, igual que nuestro matrimonio.

La primera que me animó a recopilar estas cartas fue mi hermana Susan, y todavía no estoy seguro de si debería estarle agradecido. Pero desde entonces siempre me ha prestado su apoyo. Hay partes de este libro que deben de ser dolorosas para mi madre, que aun así ha compartido mi compromiso con la verdad y le estoy extremadamente agradecido por su valentía. Mi hermano Fred también ha sido generoso y entusiasta.

John Weaver casi se ha convertido en un miembro de la familia. Ha participado en el proyecto desde el principio. Su enorme y secreta cantidad de cartas ha sido un motivo de alegría y su apoyo no ha vacilado jamás. Toda su vida personal y profesional me parece un ejemplo deslumbrante de lealtad y generosidad.

Elizabeth Logan Collins me proporcionó numerosa información y un sobre lleno de cartas. También se las ingenia para que mi madre y yo la acompañemos al Museo Metropolitano de Arte al menos una vez al año.

Joe Hotchkiss, Michael Bessie y Arthur Spear han sido amables y accesibles. Los tres me ha proporcionado información y al menos me han invitado a comer una vez cada uno. Cuando fui a ver a Hope Lange llevé mi propia comida, pero creo que me habría dado de comer si la hubiese dejado, y sus recuerdos de mi padre eran tan vívidos como profundos. Frederick Exley también acompañó su paquete de cartas de una nota dirigida a mí, que prolongó después con conversaciones telefónicas.

Gracias también a Peter Canning y a Jeremy Dole por sus ánimos y a Martin Garbus por sus consejos legales.

Jane Cheever Carr no pudo proporcionarme material nuevo, pero creo que hizo varios viajes en balde al desván y le estoy agradecido. Ahora sé lo difícil que puede ser hurgar en el desván.

Conocí a Andrew Wylie hace unos años. A pesar de su cuidada reputación de hombre duro, siempre me ha parecido un amigo bueno y amable. En este y en otros proyectos su entusiasmo y su apoyo han resultado ser un gran consuelo. Allen H. Peacock ha sido mi editor en Simon and Schuster y un caballero en este mundo tan poco caballeroso. Creo que sabía lo doloroso que sería para mí este proyecto y me ha protegido escrupulosamente de cualquier infierno que no hubiera creado yo mismo. También ha sido un placer trabajar con Sophie Sorkin, la correctora de Simon and Schuster.

Quiero dar gracias a la Yaddo Corporation y a la American Academy and Institute of Arts and Letters. También he contado con la ayuda del personal de la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos de la Universidad de Yale y de Robert Rosenthal, el conservador de las Colecciones Especiales de la Biblioteca de la Universidad de Chicago. Gracias también a John Legget, el director del Programa de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa, y a Elizabeth A. Falsey de la Biblioteca Houghton de la Universidad de Har Cartas vard. La Biblioteca de la Universidad de Delaware me proporcionó material, al igual que la Biblioteca Newberry de Chicago y la Biblioteca de la Universidad de Brandeis.

He recibido inmerecidamente el enorme afecto que todavía inspira mi padre. Todas las cartas de este libro parecen dar fe de dicho afecto. Entre quienes me escribieron y me enviaron copias de las cartas se cuentan Stephen Becker, Peter y Ebbie Blume, Mimi y Philip Boyer, Frances Lindley, Bev Chaney Jr., Malcolm Cowley, John y Mary Dirks, Don y Katrina Ettlinger, Christopher Lehmann-Haupt, Natalie Robins y Philip Roth. Helen Puner, Esse Lee y Allan Gurganus también me proporcionaron cartas. Tom Glazer me dio una carta y me invitó a comer. Candida Donadio y yo tuvimos un encuentro del que disfruté enormemente. No me dio ninguna carta, pero me leyó la buenaventura. Robert Cowley y yo hemos comido juntos más o menos una vez cada seis meses, pero creo que ha sido más por amistad que con ánimo de investigar. En todos los casos ha sido muy difícil separar mis deseos de conseguir información del enorme placer de disfrutar de la compañía de los viejos amigos de mi padre.

Si la inmortalidad puede hallarse en los recuerdos de las personas a las que queremos, mi padre sigue tan vivo hoy como cuando llegó chillando a este mundo el 27 de mayo de 1912.

 

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