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Las novelas bonsai de Mavis Gallant

Por Alejandra Zina

La escritora argentina lee los cuentos de la canadiense radicada en París, cuentos que "destilan rencores y redenciones": "En realidad todos sus personajes son sobrevivientes. Sobrevivientes de las guerras, de los padres, de los matrimonios infelices, de los mandatos sociales".

Por Alejandra Zina.

 

Tenía una idea tan confusa, tan pobre, de la guerra que me avergüenza. Crecimos mirando el mundo con ojos yanquis, me justifico mientras leo sentada en mi silla dura de la cocina (la única en la que puedo leer varias horas seguidas) los cuentos de Mavis Gallant. No dejo de preguntarme quiénes son estos ex soldados de veintipocos, ya veteranos de todo, rechazados hasta por sus propias madres. Adónde fueron a parar estos chicos que se alistaron en las juventudes hitlerianas por comida y ropa gratis (uniforme), sin recursos, sin instrucción, sin futuro, que terminaron como carne de cañón. Hace veinte años conocí a una mujer octogenaria descendiente de suizos-alemanes que todavía le tenía tirria a los judíos, ellos habían sido los ricos explotadores mientras que su familia vivía en la miseria. Una versión bastante diferente de la que había escuchado esta nieta de judíos escapados de los progroms.

Hizo falta una pandemia, la presencia masiva de la enfermedad y la muerte cercana, para poder imaginarme por primera vez la vida de esas personas durante la guerra, que fue un poco la vida de mis abuelos. Mis abuelos fueron seres extraños a los que conocí poco. Atrincherados en el presente, se fueron olvidando la lengua materna o se negaron a transmitirla a sus hijos y nietos. El pasado era un país lejano al que volvieron como turistas. Ya viejos se reencontraron con los parientes que no habían podido o no habían querido cruzar el oceáno. La guerra nunca es solo la guerra y a la vez es eso de forma intolerable y crucial. La guerra sacude la vida de las personas para siempre. Las emociones y los hechos son tan complejos que perdemos la noción, el tiempo pasa, los hechos se olvidan y se sueñan diferente.

Los relatos de esta canadiense radicada en París en 1950 destilan rencores y redenciones. Como dice Peter Orner en uno de sus ensayos de garage, Mavis Gallant es una entendedora de almas. “Cuento tras cuento tras cuento […] nos permite a los lectores no solo conocer otra gente, sino convertirnos en ellos. Sus heridas se convierten en nuestras heridas”. Los ve en su sufrimiento y sabe cómo escribirlos. Sus relatos son novelas bonsai donde esas almas tienen tiempo de hacer estupideces, de arrepentirse, de volver a equivocarse y en algún momento, casi por casualidad, darse cuenta de lo absurdo y lo preciado de la existencia. Hay alemanes y aliados, maridos ambiciosos y mujeriegos, esposas que solo aspiran a una casa grande y bonita, madres solteras apuradas por casarse para no hundirse en la pobreza, huérfanos que deben inventarse una vida para sobrevivir. En realidad todos sus personajes son sobrevivientes. Sobrevivientes de las guerras, de los padres, de los matrimonios infelices, de los mandatos sociales.

La escritura de Gallant explora el realismo con un vuelo y una profundidad inusual, hay pasajes que quedan en la memoria como escenas de películas que se van mezclando con los otros recuerdos, tan reales o irreales como lo que leemos. El lenguaje funciona como termómetro de una época. Aparece la palabra “rezagados” para referirse a los soldados alemanes y a los colaboracionistas que estuvieron prisioneros y luego quedaron a la deriva, humillados por una sociedad que quería sacarse de encima el lastre del nazismo. O esta otra: “Carmela vio una nube de refugiados (una nueva palabra) rezagados que marchaban a punta de pistola calle arriba contra el viento hacia la frontera del lado francés”. O se habla del “dinero alemán” para referirse a la reparación de Alemania con las víctimas del nazismo.

El lenguaje como parte del campo de batalla me hizo acordar a un cuento de Flannery O´Connor en donde las palabras encarnan prejuicios y temores que trajo la guerra:

—Personas Desplazadas —repitió él—. Bueno. Vaya por Dios. ¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que no están donde nacieron y no tienen dónde ir. Como si t´echaran d´aquí y nadie quisiera tenerte.

Nuevas palabras para nuevos dramas. ¿Quién iba a decir que “barbijo” se iba a volver tan cotidiana como “cepillo de dientes” y que los anticuarentena se iban a convertir en una fuerza política de alcance mundial?

La pandemia me hizo leer diferente y también me hizo volver al libro de Mavis Gallant publicado por Lumen que reúne treintena y cinco cuentos (escribió más de cien), la mayoría publicados en The New Yorker y luego compilados en distintos volúmenes. Hace unos años, y antes de que la tradujeran en Argentina, se lo encargué a una amiga que viajaba a España sin saber que se trataba de un ladrillo de tapa dura de casi mil páginas que costaba un dineral, que le hizo pagar sobrepeso de equipaje y que encima cuando lo empecé no me atrapó para nada (no se lo conté a mi amiga hasta hace unos días, después de enamorarme de Gallant).

Cada libro tiene su momento. Su momento en nuestra historia personal, en la historia de nuestras lecturas (los libros que leemos se iluminan o se hacen sombra unos a otros) y en la historia colectiva en la que estamos inmersos. Un libro que no nos dice nada, aunque esté escrito como los dioses, de golpe puede transformarse en una experiencia única y memorable. Puede pasar.

 

 

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