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Leé a la escritora del 1800 que firmaba como varón: Víctor Català

Cuento: "Almas muertas" 

Tomado de La infanticida (Club Editor)uno de los once cuentos que componen esta antología de la escritora española en catalán Caterina Albert, nacida en 1869, que firmaba con seudónimo de varón: Víctor Català. 

Por Víctor Català. Traducción de Nicole d'Amonville Alegría.

 

 

 

 

 

Los Perons y los Xuriguers poseían campos colindantes, y esa vecindad había propiciado, muchos años atrás, la riña entre las dos familias. Los tatarabuelos, a fin de esclarecer quién tenía más derecho sobre el camino que discurría entre ambos campos, se enzarzaron en fuertes disputas, fueron a juicio, se gastaron todos sus posibles en pleitos, y todo para acabar con el mismo camino en común de siempre, además de con un fiero rencor africano, también en común, que, a la par que la vida, se había transmitido de generación en generación sin que los años ni las venganzas hubiesen logrado aplacarlo. Esos Capuletos y Montescos de barretina y calzones de terciopelo no llegaron a derramar sangre ajena por sus diferencias, pero, en más de una ocasión, las azuzaron con la propia.

Las cosas funcionaban de la siguiente manera. Por ejemplo, un día cualquiera, los melones de can Xuriguer aparecían trinchados y hechos papilla sobre su propio campo: el dueño de los melones, aunque bramase iracundo de dientes para adentro, cerraba el pico sin proferir una sola palabra comprometedora. Pero, otro día, un misterioso vendaval arrojaba las gavillas del vecino a la acequia, que rápidamente las arrastraba aguas abajo. Entonces, el propietario de los haces contemplaba su cosecha perdida, también en silencio, y se contentaba con soltar una airada risita. Pero, con el paso del tiempo, una perdigonada que procedía de Dios sabe dónde pillaba distraído a un Xuriguer y dejaba sus posaderas agujereadas como cuero de criba, y luego la pedrada de un hondero invisible vaciaba un ojo a la pequeña de can Peró, mientras soltaba tranquilamente a los cochinillos.

Todo el mundo adivinaba en el acto de dónde procedían el disparo y la pedrada, pero cada uno lo guardaba para sí, discurriendo con fraternal filosofía que quien siembra vientos, cosecha tempestades, y que lo lógico era dejar que quien se enreda solo, se las apañe solo.

Y de esta suerte aquel feroz rencor fue prolongándose año tras año, y sabe Dios cómo y cuándo habría tenido fin de no haberse interpuesto, de improviso, el solucionador de siempre.

Ello sucedió cuando las dos casas, venidas a menos a  consecuencia de los pleitos, ya no conservaban de sus antiguos bienes de labradorcillos más que sus respectivos campos en disputa, eternamente separados por el fatídico camino que discurría entre ambos. Y como no poseían nada más, Perons y Xuriguers se veían obligados a pasarse la vida en esos campos, cavando la tierra de sol a sol para que produjeran su pan de cada día; de ahí que, como unos y otros se veían de continuo, espía que te espía el primogénito Peró se percató, sin querer, de que la heredera de su vecino —la Xuriguera, como la llamaba con desdén—, además de ser un galgo en el trabajo, cuando silbaba para hacerle a él una malicia, lo hacía mejor que los mirlos, y ella, a su vez, se confesó a sí misma que si Peró no hubiese sido quien era ni hubiese asumido esa expresión de burla cuando la miraba, habría sido un joven galán capaz de engatusar a cualquier doncella.

Y la heredera, desde el momento en que se confesó tal cosa, pasaba horas gorjeando alegremente con la contagiosa jovialidad de un pájaro al despuntar la primavera, creyendo que lo hacía para irritar al primogénito; y este, cuando la escuchaba, se reía solo, con una risita que se le escapaba y que el muchacho habría jurado que era de endemoniada mofa; y las salvajes y furtivas miradas que habían cruzado a uno y otro lado del camino durante tanto tiempo iban y venían con aún mayor frecuencia, aunque recatadas todas ellas, como corridas por no mantener la malicia tradicional lo bastante viva.

En esto, el joven primogénito entró en quintas y le tocó un mal número. Una vecina chismosa se apresuró a notificarlo a los Xuriguers.

—¿No lo sabéis? ¡Al de Peró le ha tocado la negra!

Los padres Xuriguers tuvieron una gran alegría; pero a la heredera se le demudó el rostro como si fuese a sufrir un desmayo. Y aquel día, mientras trabajaba en el campo ella solita, no se acordó para nada de silbar, sino que se contentó con aplastar terrones con el mismo vigor que si fuesen malos espíritus salidos de la tierra. A la hora de la merienda, en lugar de sentarse en el otro extremo del campo como de costumbre, se sentó distraídamente a la vera del camino, en el propio murete divisorio. Peró, que se hallaba justo del otro lado, se la quedó mirando, extrañado; cruzaron una mirada, se ruborizaron sobremanera y, agachando rápidamente la cabeza, se dispusieron a comer sus provisiones, cada uno por su lado.

A partir de aquel momento, cada vez que ambos jóvenes se encontraban a solas en sus sembrados respectivos sucedía lo mismo: se sentaban cerca del murete, se miraban de reojo, se arrebolaban como cerezas y se disponían a comer en silencio.

Transcurrieron días y meses de esta forma. El tifus postró a la heredera en la cama, y, poco después, el Gobierno llamó al primogénito. Este se marchó y permaneció más de tres años fuera de su tierra. Ella se curó después de haber contagiado la enfermedad a su padre, que murió de esta. 

Cuando el primogénito Peró volvió de la mili, se enteró de que la heredera se hallaba casada y con hijos. Su madre, como faltaba un hombre en casa, no la dejó en paz hasta que le trajo uno. Entonces, el primogénito Peró descubrió que su pueblo era muy feo y, de no haberlo frenado las habladurías de la gente, habría vuelto a marcharse para servir al rey.

Tras aquella ausencia, la primera vez que ambos vecinos se encontraron en el campo no osaron ni mirarse, como si entre ellos se hubiese erigido una barrera más grande que la antigua. Con todo, después de vacilar, el instinto pudo más que la vergüenza y se contemplaron algo espantados, con una desolada extrañeza. Ella encontró que él estaba raquítico y amarillo, y que su rostro tenía un aire de forastero, y él reparó en que ella iba andrajosa y descalza, y que la preñez la desfiguraba entera. Mas, lo mismo que tres años atrás, tras dirigirse esas miradas, volvieron a sonrojarse y a inclinar la cabeza, confusos.

La abuela Perona, viendo que se hacía vieja, buscó una joven. El primogénito no tenía ganas de casarse, pero, como se necesitaba a otra mujer en la casa, y trajo la que le gustaba a su madre.

Y transcurrieron más años, muchos años…

En el pueblo ya no se hablaba de las rencillas entre Perons y Xuriguers: habían pasado a constituir cuentos de viejas. Solo la Bizca de can Peró, recordando otros tiempos, decía a veces con despecho:

—¡Si el cagado de mi sobrino tuviese sangre en las venas, esos ya habrían pagado por el ojo que me hicieron perder!

Y a las comadres del vecindario les parecía que la Bizca tenía razón y que el cagado de su sobrino era un pobre hombre que no era para silla ni para albarda.

Pero el primogénito ignoraba —o fingía ignorar— esa opinión, y, hacendoso y reposado, permanecía en el campo de sol a sol, lanzando silenciosas y fugaces miradas al de los vecinos siempre que acertaba a hallarse en él la señora, eternamente andrajosa y descalza, y eternamente preñada con una despiadada preñez de animal de cría, de vaca de alquiler. Y la heredera hacía lo mismo que el primogénito: la pobre mirla desplumada ya no sentía deseos de cantar, pero aún era sensible al reclamo y, casi sin darse cuenta, los ojos se le iban con frecuencia hacia el otro lado del camino, cargados de una fatigada y enorme tristeza.

Y de esta suerte, esos dos seres próximos y apartados a la vez, como sus propios campos, siempre atraídos por una secreta simpatía y siempre aterrados por la extraña mudez de sus almas, llegaron a viejos sin haber intercambiado entre ellos más que bochornosas miradas.

Quizá nunca llegaran a entender que se querían muy de veras: llevaban la vida como el buey lleva el yugo, distraídamente, sin tener consciencia de ello ni soñar con librarse de ese peso que les obligaba a humillar la cabeza y no les permitía ver sino la estrechez del surco que abrían.

 

Un día empezó a correr por el pueblo que en can Xuriguer se libraba una gran pelea sorda. Se decía que el marido de la heredera era un mala pécora. Como pecaba de avaro y  venenoso, y había llegado a aquella casa con lo puesto, cuando vio que la heredera, seca de trabajar y de traer niños al mundo como un animal, perdía su fortaleza, temió que se fuese, dejándole a él despojado y a merced de su primogénito, y empezó a gruñir para que lo asegurase. Pero la heredera, para desquitarse, porque hacía años que no lo tragaba por su mal genio y su tacañería, se obstinó en no hacerle papel sellado. De ahí las broncas que en poco tiempo acabaron con su exigua salud: enfermó de una larga y migrañosa enfermedad que le dejó las mejillas chupadas, los ojos hundidos en las cuencas,

las piernas enclenques como espinillas y el vientre hinchado por la hidropesía, última preñez sin fruto que en los tramos finales aún le distendía los flancos como una terrible ironía del destino.

Ella supo que no duraría mucho.

—La tierra me llama —decía a las vecinas, y, porque quería estar preparada para reintegrarse en ella en cualquier momento, aprovechó las últimas fuerzas que le quedaban para ir a despedirse de cuanto había amado.

Le tocó el turno al campo, donde no había estado desde hacía tiempo; y una hermosa tarde de octubre en que los chillidos de los pájaros y las tibiezas estivales aún retozaban sobre las desnudas y oscuras tierras, el abuelo Peró —hacía años que ya nadie lo llamaba «primogénito»— la vio cruzando lentamente por el camino, resollando y ahogándose. El abuelo enmudeció: casi no la reconoce de cuan demudada estaba. Y, apoyando las agrietadas manos en el mango de la azada y enderezando un poco la espalda, que medio siglo de trabajo continuo había encorvado sobre la tierra, se la quedó mirando durante mucho, mucho tiempo…

Cuando volvió a blandir la herramienta para reanudar su tarea, sus ojos se hallaban enrojecidos y una especie de cosa, como un animalillo porfiado, escarbaba en su estómago. Entonces, fue él quien, lo mismo que hiciera su vecina años atrás, no sabiendo cómo disipar esa mortecina desazón que le causaba el dolor, se puso a aplastar terrones con mayor vigor que si fueran malos espíritus salidos de la tierra.

Cuando levantó la cabeza se percató de que en el otro campo, además de la heredera, se hallaba el mala pécora de su marido. Ella estaba sentada al abrigo del murete medianero, y él, cerca de ella, vociferando, con el rostro encendido como un tomate y dejando de escardar a cada rato para bracear y patear la tierra. El abuelo Peró volvió a apoyarse en el mango de su herramienta. 

—¿Qué te juegas que ya le habla de las mandas? —se dijo—. ¡Mala sangre de Judas! ¡Cuando ve que la infeliz ya tiene un pie en el otro mundo!

Un arrebato de lástima lo enterneció, y ya no pudo despegar los ojos del campo vecino. El marido seguía pleiteando, y ella, con la cabeza apoyada en el pecho, lívida como una difunta, no se movía ni le daba respuesta, como si no lo oyera.

De repente, algo similar a una bala hirió al abuelo Peró en pleno pecho; una telilla roja le empañó la vista y la azada se le fue de las manos; después…

Ni él mismo habría podido decir cómo fue la cosa ni qué fuerza misteriosa le lanzó de un campo a otro. Lo único que sabía era que, de repente, se halló a sí mismo atenazando al marido de la heredera, aplastándolo con la argolla de sus brazos y espumajeando en su rostro con rabia.

—¡Cerdo, más que cerdo! ¡Mira que pegar a tu esposa! 

Ambos viejos se hallaban pálidos de ira y temblaban de pies a cabeza; se miraron en hito durante más de un minuto: el uno, estupefacto, con sus ojos redondos y estúpidos de pez, y el otro, terrible, clavándole los suyos como dardos candentes. Cuando pudo volver en sí y ser dueño de su palabra, el abuelo Peró, humillando la cabeza como un toro que va a embestir y amenazando al otro con la horquilla de los cinco dedos separados, barbulló sordamente:

—¡Si vuelves a ponerle un canto de uña encima, te rajo de arriba abajo! ¡Te lo juro por Dios!

Y dándose media vuelta, le soltó en seco. Entonces reparó en la heredera que, inmóvil, con las manos angustiosamente juntas y los labios como la cera, los miraba espantada. El abuelo se sobresaltó, tuvo un momento de duda y, de improviso, arrancó a andar a grandes trancos y salió del campo como si lo persiguieran. La mujer se cubrió la cara con las manos y prorrumpió en un gran sollozo.

Y el abuelo Peró y la heredera Xuriguera se fueron al otro mundo sin haberse dicho una sola palabra.

 

 

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