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Los años que vive una novela: reeditar un libro diez años después

 El cuaderno azul recupera Los años que vive un gato, de Violeta Gorodischer, su primera novela publicada por la desaparecida Editorial Tamarisco: su primer editor, Félix Bruzzone, recuerda cómo surgió. 

Por Félix Bruzzone.


En 2011, cuando se publicó por primera vez, Los años que vive un gato era un libro lleno de convicciones. Las convicciones que los editores (yo fui uno de ellos) habíamos tenido para que el libro estuviera en la calle y, fundamentalmente, las que Violeta Gorodischer había tenido para que el material tuviera forma de libro. En aquella editorial, llamada Tamarisco, publicábamos casi exclusivamente primeros libros y, por este motivo, siempre había que tomar decisiones con mucha convicción, casi con voluntarismo. Evidentemente había más que eso, también había razones de todo tipo: en general, todos esos primeros libros, y autoras, y autores, crecieron mucho y de ellos puede decirse que en todo este tiempo construyeron una obra importante. 

Sin embargo, Los años que vive un gato también era (como probablemente todos los libros en aquella lejana editorial) un libro extremadamente blando. ¿Era una serie de cuentos conectados por la misma protagonista, la misma familia, el mismo gato?, ¿o era una novela? Lo sabíamos perfectamente: era las dos cosas, pero ¿cómo presentarlo?, ¿presentarlo como las dos cosas o presentarlo como una de las dos cosas? Creo que en aquel momento cualquier opción hubiera estado bien. Era un primer libro y todo primer libro, salvo excepciones, es así de blando y se merece esa flexibilidad. Todo primer libro es un bebé. Y todos los libros, en general, tienen algo de ser bebés. Luego viene el tiempo y los organiza. 

Por lo que recuerdo, Violeta quería, de alguna manera, que el libro fuera las dos cosas, pero curiosamente lo llamaba siempre mi novela. ¿Cómo hacer, entonces, para conciliar esa convicción novelesca con un material que a las claras era un conjunto de cuentos? Ayudaba mucho el hecho de que todos los cuentos tuvieran siempre a la misma narradora, ocurrieran en el mismo mundo, en la misma familia y con el mismo gato. Pero de todas formas, y esto era lo más increíble, cada uno tenía su propio lugar en el mundo de la literatura como cuento. Era muy difícil, en aquel momento, verlos entramados en el fluir ancho, desprolijo, regurgitante, de una novela. Cada uno sostenía su propia tensión. Cada uno, a pesar de formar parte del mismo mundo y estar contado por la misma narradora, volvía a construir a su propia narradora y a su propio mundo como si todo aquello nunca hubiera existido antes. Entonces había que creer, era una cuestión de fe. También era una cuestión de jugar al juego de la novela y tenderle la trampa de la novela a esos cuentos. ¿En qué consistió la trampa? En algo en apariencia muy simple, casi una obviedad, pero que conceptualmente no fue nada sencillo ni obvio: sacarle los títulos a los cuentos (y reemplazarlos por números) y buscar un título que hablara más de la cronología del conjunto que de algún tema presente en el conjunto. Listo: una novela en dos simples, pero no tan simples, pasos.  



Hoy, releído, creo que, en efecto, esa novela por la que Violeta luchaba, y en la que terminamos creyendo, ganó la partida. La inestabilidad de ese comienzo está totalmente borrada ahora que nos olvidamos de todo aquello y entonces lo blando, que siempre está, no viene en esa indefinición del género sino en el fluir de un capítulo al otro, en lo que se escurre entre cada capítulo, en lo que no se cuenta. Cada capítulo es redondo, como indestructible, cargado de esas imágenes y esos movimientos que Violeta sabe narrar tan bien como la genial cuentista que es, pero lo que importa, ahora, es lo que no se escribió. Tanto tensan, cada una de las historias que se cuentan en cada capítulo, el mundo, que lo que no se cuenta también se estira con esa misma tensión y queda ahí, pidiéndonos que lo veamos, que lo contemos nosotros, con nuestra lengua, en nuestro tiempo, en cualquier tiempo que sea. 

Vale decir, encuentro en esta relectura un libro nuevo en el que todo lo que no se dice de todo lo que sí se dice nos deja bailar y hacer nuestro propio libro. Si el libro fluyera capítulo a capítulo con la mansedumbre de cualquier novela, o con los saltos de un diario íntimo, arbitrarios, entrecortados, tendríamos sobre la mesa, más que todas las preguntas que ahora nos hacemos entre capítulo y capítulo, un registro de una época, de un conjunto de problemas de clase, de afectos, de lo íntimo, y no sé si mucho más. Tópicos visitados mil veces en estos últimos diez años por la literatura porteña. Sin embargo, además de ese registro que sin duda hace Violeta con un ojo lúcido y una capacidad de desmenuzamiento muy por encima de la habitual, ahora tenemos espacio para crecer y tensarnos también de este lado de la historia, y de la Historia, gracias a ese efecto estrictamente literario que es el de haber podido entender a tiempo cómo calibrar las tensiones de una serie de cuentos cargados de pólvora con la linealidad mansa de ir contando una vida cualquiera. 

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