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Los puntos averiados

Una reseña de El Clan Braniff

El autor de Glaxo se interna en la literatura del chileno Matías Celedón, cuya novela publicada por Hueders llega a la Argentina ahora vía Big Sur. "Siempre me interesó la presencia inquietante de los objetos en el universo Celedón. Y la manera en cómo los incorpora en la trama. El tejido, los sellos, el circo, los camiones, las fotografías, los aviones. En El Clan Braniff esa tendencia se consolida como estilo". 

Por Hernán Ronsino.

 

En uno de los Ensayos Críticos, Roland Barthes comienza con esta imagen: "En la fachada de la estación de Montparnasse, hay actualmente un gran letrero con luces de neón, 'Kilómetros', varias de cuyas letras suelen estar apagadas. Sería un buen objeto para Robbe-Grillet, un objeto que le gustaría, este material dotado de puntos averiados".

Si bien la escritura de Matías Celedón (Chile, 1981) está lejos del objetivismo francés, sí, después de leer su cuarto libro, El Clan Braniff (Hueders, 2018), no pude dejar de pensar que ese mismo cartel en la estación parisina sería un objeto que también le gustaría; Celedón haría con sus letras averiadas, cambiantes a lo largo del tiempo, un objeto, finalmente, literario. Siempre me interesó la presencia inquietante de los objetos en el universo Celedón. Y la manera en cómo los incorpora en la trama. El tejido, los sellos, el circo, los camiones, las fotografías, los aviones.

En El Clan Braniff esa tendencia se consolida como estilo. Hay una frase que, entiendo, funciona como una clave no sólo para leer esta nueva novela sino, se podría pensar, para leer toda la obra de Celedón. "Las imágenes, dice, tienen una historia diferente de las situaciones que representan". Tal vez allí, en esa sentencia inicial, esté sostenida y contenida a la vez toda la estructura de la novela. La clara escisión que se plantea entre historia y representación, o mejor, entre lo que muestra superficialmente una imagen o un objeto y la historia secreta, digamos, la historia oculta que contiene; se la podría pensar como una variante de la famosa tesis de Piglia. Esa que habla de que en toda historia habitan dos historias: la visible y la oculta. Estirando un poco el paralelo, también esa frase me recuerda, por otros medios, la famosa distinción entre valor de uso y valor cambio que porta toda mercancía. Lo que le da valor a un objeto, como se sabe, no son sus atributos visibles sino lo que está oculto como forma de explotación. Y eso es, precisamente, lo que hace Celedón en El Clan Braniff: narra la trama secreta, los negocios de la propia dictadura de Pinochet, los que permiten la reproducción del orden: "La sobrevivencia real de Chile en esta época, dice en la novela el Cónsul, depende de la fuerza, la lealtad y la astucia". Celedón construye la narración entonces a partir de documentos desclasificados y de una serie de diapositivas que descubrió en el mercado Persa de Santiago. De este modo, las fotos, los documentos, la historia misma de la aerolínea Braniff que permitía el traslado de los agentes de inteligencia por el mundo funcionan articulados con una narración atravesada por momentos con un tono policial negro que, no sólo por las maneras y los ritos, también por la ciudad de Los Ángeles corriendo de fondo, evoca algunas escenas de las novelas de Chandler. En definitiva, El Clan Braniff cuenta lo que no se ve en las fotos, es decir, la historia secreta de las imágenes y alumbra, con la información también secreta de los documentos desclasificados, el valor de cambio de la dictadura.

Bob es un hombre alto. Se mueve como pez en el agua en los negocios turbios. Estudió con Vargas el fotógrafo de los presidentes y ha encontrado en la fotografía una forma de no pensar. Sabe que los detalles son lo más importante. Y que nadie escapa a una fotografía. Es chileno y sirve a la inteligencia de la dictadura. Poco a poco irá mostrando su manera de proceder, la forma en que fue entrenado: como brazo ejecutor de una estructura política siniestra. Al igual que en la cita de Barthes, a Bob le gustan los letreros. Hay uno en especial, le ha tomado una foto incluso en su viaje por Alemania, no entiende nada de alemán pero le gusta cómo suena esa frase. Gefahrenstelle Betreten verboten. Son los restos de una batalla vieja que siguen resonando entre las ruinas y la muerte. De eso se trata también esta novela; de restos, de batallas viejas que siguen resonando en el presente.

La lectura de El Clan Braniff me llevó a pensar en algunos contrates dentro de la propia obra de Celedón, en especial, con La Filial. Algunos contrastes en relación al uso de los objetos y la tecnología para narrar la violencia. En principio, se podría pensar que El Clan Braniff viene a ser algo así como el reverso de La Filial. Si La Filial condensa y hace posible en la tecnología obsoleta, en el timbrado, la narración; en El Clan Braniff la narración se estira, se despliega en múltiples sentidos, se toma el tiempo que necesita para contar los detalles, la infinidad de planos y capas, desnudando algunos rasgos de la violencia del Estado militar. Pero El Clan Braniff también utiliza recursos tecnológicos obsoletos, y esa palabra la menciona Bob cuando tiene que describir los camiones que van a comprar en Alemania para iniciar toda la operación de tráfico de cocaína: dice que son obsoletos. Como hoy lo son la cámara de fotos que usa Bob, las diapositivas que el autor descubre en un mercado de usados, ahí donde las cosas están corridas del presente, del valor, digamos, de uso que se impone en el presente. Incluso la aerolínea que se refiere en el título es también una aerolínea actualmente fuera de servicio.

El trabajo que Celedón hace con los objetos y la tecnología, por lo tanto, no estaría en línea con una literatura objetivista, sino con una literatura más documental. Como lo hacen, por ejemplo, Rey Rosa en El material humano, explorando los archivos de la dictadura en Guatemala; Eduardo Halfon en todos sus libros, trabajando con su propia historia familiar. El Clan Braniff podría ser leída también en esa secuencia o tradición que hace del documento (sea social o personal) un material literario. Y encuentra en ese documento, a su vez, una forma de expandir la narrativa, de encontrar otras huellas posibles para andar.

Finalmente, quisiera detenerme en una de las fotografías que se incorporan en la novela: se trata de los retratos oficiales a los miembros de la junta militar, realizados por Vargas y que cuelgan en la habitación de uno de los personajes de la novela: Bill. Cada uno de los miembros de la junta posa en su escritorio mirando la cámara de Vargas, detrás de cada uno hay un cuadro: Arturo Pratt en la foto del jefe de la Marina; Portales en la de Pinochet que empuña la pluma al revés; O’Higgins en alguna batalla del siglo XIX en la del jefe de carabineros. Pero el único que no tiene un cuadro detrás es el jefe la fuerza aérea. La pared está blanca. El General Leigh mira la cámara. Esa pared blanca, atrás, funciona como uno de esos puntos averiados de la cita de Barthes. Sobre esa pared blanca, sin héroes, uno ve todo el tiempo, finalmente, lo que no se quiere mostrar: el bombardeo a la Moneda. Esa pared blanca como punto averiado (ese punto en donde se condensa una multiplicidad de sentidos) es un buen ejemplo de cómo Celedón construye sus artefactos, su estilo personalísmo: "Las imágenes, dice en el comienzo de El Clan Braniff, tienen una historia diferente de las situaciones que representan". Con esa hipótesis trabaja y escribe esta notable novela.

  

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