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Los taquitos: C. E. Feiling por Luis Chitarroni

El mal menor

"Leer o releer El mal menor acarrea un placer que poco tiene que ver con la atenuación del horror", dice Chitarroni. La Bestia Equilátera devuelve a liberías este "libro imprescindible de nuestra literatura", mientras que se lanza un film inspirado en el libro, con Erica Rivas: El prófugo.

Por Luis Chitarroni.

 

 

No recuerdo cuándo leí la primera vez El mal menor, pero sí que la leí completa, terminada. A diferencia de muchas otras novelas y poemas de Charlie, no hubo versiones preliminares. Esa idea de integridad no me desconcertó: tuve una idea completa, entera, de la novela, sin fisuras, ambages ni jadeos. Nunca los había habido, ni anacolutos, pero algunas de las novelas las había ido leyendo a medida que se escribían y los poemas necesitaban —o Charlie lo creía así— versiones y revisiones. A veces, las fisuras activan o ponen de manifiesto zonas de conocimiento y de misterio acordes con las investigaciones y los intereses del autor. De esas, por supuesto, sí había.

El cumplimiento de la misión que Charlie se había propuesto llegaba a su transitoria culminación. Una novela por género, y esta, una de terror en formato pulp fiction, parecía a primera vista la mejor de todas hasta el momento, precedida cronológicamente por El agua electrizada (policial) y Un poeta nacional (de aventuras). Aunque mis objeciones contra las dos primeras procedieran del exceso de atribuciones del  comportamiento de editor, con El mal menor estaba exento de recelos y escrúpulos: Charlie la había escrito ya con la idea del Premio Planeta. Un jurado y otro editor me desligaban de las responsabilidades (siempre magnificadas) del editor definitivo.

El mal… no se pone en funcionamiento de inmediato, aunque Charlie pareciera haberla formulado inspiradamente del primero al último renglón. De acuerdo con su inalterable método de trabajo, no pasaba de la tercera oración a la quinta sin pasar por la cuarta y asegurar así el sentido, por así decirlo, del período. Nadie menos parecido a mí, que soy caótico en extremo. A Charlie ese método y ese sistematismo lo acompañaban bien. Y determinaban la economía acompasada, el paso rítmico de la novela entera, que, efectivamente, y como pudimos comprobar los primeros lectores (entre quienes estaba Rodrigo Fresán) era una no- vela completamente inusual en la narrativa argentina. Una verdadera novela de terror, y no el chiste que solía acompañar este complemento con alarma, para espantar lectores: la última novela de x, y o z es… de terror.

El régimen de lecturas de la infancia y la juventud de Charlie, antes de adecuarse como nadie al régimen universitario —del que estuvo orgulloso hasta que viajó a Estados Unidos por segunda vez, a Ann Arbor— era muy diferente del de cualquier narrador argentino de la época. El primero de esos viajes había sido de índole muy distinta, al mit, como becario. Después de su primera pasión, la papirología, la segunda le pareció definitiva: la lingüística. Pero en estos casos de adolescencia y juventud redundan los ejercicios de prueba y error: su vocación verdadera era ser poeta y novelista.

Como una especie de entretenimiento sentimental, recuerdo las primeras discusiones con Charlie, no exentas de altanería en mi caso, y en el suyo, de una casi beatífica indulgencia. A mí me gustaba —casi caprichosamente, por cierto exhibicionismo en la aliteración— Gerard Manley Hopkins; Charlie, de natural menos snob, seguía prefiriendo a Charles Algernon Swinburne. Solíamos adentrarnos mucho en esas diatribas, concediéndole después crédito al otro, como un deporte infame de diletantes. Nuestros primeros encuentros habían sido “culturales”: una charla de Borges sobre Joyce en la escuela psicoanalítica que estaba en la calle Yatay, un encuentro en el que Charlie leyó un poema propio en un auditorio del Teatro San Martín. Un poema del cual las dos menciones o citas me conmovieron, en esos jóvenes años de estremecimientos estéticos inaugurales: Ezra Pound y Julio Sosa. Una noche los encontré, a él y al polaco Chejfec, en La Paz, discutiendo sobre un tema inaudito: el significado de la palabra “galpón”. Después tradujimos para la revista Conjetural un fragmento (que redujimos al mínimo) del Finnegans Wake. Tengo idea de que esto lo conté tantas veces, que salto al tema siguiente, con el pretexto de parecer divertido.

Las lecturas juveniles de Charlie, aparte de la de dos de sus antepasados, Kenneth Grahame y Anthony Hope, dependían del raro gusto de una especie de elfo de los sesenta, Lin Carter, quien dirigía una colección de fantasy para Ballantine entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta. En ella había leído Mistress of Mistresses, de E. R. Eddison, y su favorita, The World’s Desire, de Rider Haggard y Andrew Lang, que combinaba el pulso único de un narrador de peripecias y las chafalonías históricas de un erudito. Hoy es necesario aclarar cuál es cuál, pero vamos a dejárselo como pesquisa al que se asome a este prólogo.

El proyecto general de Lin Carter puede entenderse mejor si uno lee Imaginary Worlds, un libro al que accedí muy posteriormente (encuentro fortuito en una ciudad balnearia), ya en los noventa, y que apunta a ser un catalogue rai- sonné de la colección. Ese gusto marca el borde, la linde, la frontera entre El mal menor y el siguiente proyecto de Charlie, La tierra esmeralda, que quedó inconcluso. Los libros anteriores no contaban con un linaje tan raro.

El agua electrizada se proponía enmendar de alguna manera cierta tendencia del policial argentino a un laconismo infestado por Soriano a causa de la predilección de este por Raymond Chandler y El largo adiós. Triste, solitario y final, la primera novela de Soriano, abusa de sentimentalismo y, sobre todo, de maniqueísmo pueril. Por lo demás, El largo adiós es una larga elegía, una extraordinaria historia de amistad y lealtad entre dos hombres que ni siquiera son amigos. Uno de los propósitos de Charlie con el que nunca me puse de acuerdo era el de hacer bien algo que antes se había hecho de manera chapucera. Para mí, ese meliorismo tan inconcebible en el autor de El agua electrizada se convertía en una fuerza destructora, y yo pensaba que tendría que consultarlo en su conciencia con Blake. Aunque Charlie Feiling nunca mantuvo buenas relaciones con Blake ni con Yeats, que le parecían, de alguna manera, impostores igualmente supersticiosos. Y, en la medida en que detestaba el surrealismo (por lo menos en literatura) todas sus consultas eran a conciencia.

El ojo de Charlie para la pintura era infalible, aunque padeciera —a causa de la leucemia que lo atacó la primera vez a los veinte años— una ceguera total en la oscuridad. De ahí los “descubrimientos” a los que me invitó con dia- positivas y postales del Mornington Crescent Nude (Desnudo en Mornington Crescent) de Walter Sickert, hasta el Self-portrait with Patricia Preece (Autorretrato con Patricia Preece), de Stanley Spencer. El gusto estaba todavía “ordenado” por la figuración, aunque en una de nuestras conversaciones crepusculares después de El mal… hablamos mucho de Cy Twombly. 

El gusto por el cine de terror fue un gusto estable por la clase B y Sábados de Súper Acción de Charlie, sumado a cierto despliegue por una especie de cine que hoy nadie mira y que era parte de nuestra condena generacional. Para redundar, El otro, de Robert Mulligan, sobre libro de Thomas Tryon. 

Charlie decía de sí mismo que era sordo, aunque el aspecto visual lo dominara. Uno de los primeros regalos que me hizo (su generosidad no tenía límites) fue un rotring, que él usaba solo para caligrafiar con su letra firme. Sin embargo, el comienzo, y el verdadero horror de El mal menor es un molesto ruido nocturno: “Los tacos. Los ta-qui-tos…”. 

Leer o releer El mal menor acarrea un placer que poco tiene que ver con la atenuación del horror, que cree reemplazar con el tamaño la fijeza expansiva de esa fuerza. Racionalista y ateo como era —y tal vez por eso mismo—, Charlie sostenía como Von Kleist, pero con abstraído romanticismo: “Tenemos muchos escritos en estilo sarcástico que rechazan la idea de que Dios existe. Pero, que yo sepa, nadie ha refutado de manera concluyente la existencia del diablo”.

Desde el comienzo, El mal menor, libro imprescindible de nuestra literatura, presenta, describe el mal y le otorga cierta tangibilidad misteriosa que solo pueden darle, no el mal en sí mismo, sino los maestros del lenguaje. Y, a partir de esa proeza literaria, los lectores ya no somos los mismos.

 

 

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