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Masajes chinos

Rodrigo Ruiz Ciancia / Gentileza Filba

Moscardi & Bortagaray 

"Nada siento. Nada, más allá de su tacto. Ni alivio ni enojo ni placer ni espasmo. No pierdo del todo la fe, pero se me evapora" escribe Inés Bortagaray mientras le masajean los pies. "El masajista chino es un percusionista epidérmico", escribe Matías Moscardi, ante misma experiencia. Otra pareja bitácora del Filba que pasó. 

Una de las secciones clásicas del Filba es la de las bitácoras: a los escritores invitados se los manda en misiones exploratorias varias de las que deben regresar con un botín textual. A la uruguaya Inés Bortagaray y al marplatense Matías Moscardi les tocó ir a una sesión de masajes chinos en los pies. Cada uno lo contó en distinto género, a su personalísima manera. Así y todo, los dos textos se cruzan en datos y observaciones como dos cables que chispean al hacer contacto en la altura de un tendido de luz. Aquí, dos versiones de un mismo tratamiento, no del todo amable.

 

 

Masaje de pies

Inés Bortagaray

 

Creo que la casa de masajes es una veterinaria. Detrás del entretejido blanco de la vidriera podría haber una jaula, en la jaula dos canarios acechando el alpiste. También un manojo triste de correas y bozales. O incluso batitas y corsets, pantuflas o capas para canes coquetos, prendas que ya no se venderán hasta la próxima temporada otoño-invierno.

Pero no es eso lo que se ve, sino anuncios de tratamiento facial, adelgazamiento, auriculoterapia y reflexología. Todo basado en medicina china. Detrás de las letras, cajas con polvo. En el cartón de una caja: dientes blancos y tres cuartas partes de boca de una mujer. Un cerdito con las mejillas coloreadas de rojo. Un esqueleto, padre de todos. Tal vez esté ahí para decirnos algo sobre la circularidad de la vida, pienso, porque aún soy optimista. 

Toco timbre y el masajista abre la puerta. No sé aún, no puedo todavía suponerlo, que quien aparece es el mismísimo masajista. Parece, más bien, un ferretero chino. Un hombre que podría tener 55 años. O tal vez 48. O quizá, en un día de agotamiento, 63. Ropa gris. Modos autoritarios: masaje de pie, doscientos pesos, media hora, paga antes.

Yo quiero gustarle. Quiero que mi buena disposición ante su espíritu lacónico puedan vencer, de algún modo, esa frialdad. Quiero que mi aire uruguayo y una presunta delicadeza lo venzan. Claro que gustarle es parte de una estrategia fría y calculadora. Es lo que haré para obtener una experiencia sublime. Soy una persona cruel. Cuando tenía doce años caminé tres cuadras como una renga, arrastrando un pie, pero además recostando la oreja derecha sobre el hombro derecho y abriendo la boca con una mueca rígida, porque creí que de ese modo espantaría a una barra de muchachos que se acercaban con aire amenazante. A una tullida no le iban a decir cosas. Nadie me tocarían un pelo. Me fue bien esa vez. 

Tal vez cuando el masajista me conozca un poco, un poquito, se le vaya esta antipatía y quiera darme un masaje que se convierta en uno de los cinco momentos más felices de mi existencia. Y además está lo del anhelo oriental, esperanza de una occidental ignorante que cree, claro, que alguna epifanía tiene que aparecer, como Aladino, al momento de que mis pies sean frotados. Porque es un masaje chino. Propinado por un chino. Que no mueve un músculo cuando insiste en que la plata es antes, abriendo la mano e incrustando su mirada en el celular. 

Qué equivocada estoy casi siempre.  Cuánto me equivoco.

El pasillo se pierde en un mundo oscuro.  Tal vez se abran, al fondo, varios cuartos.  Tal vez uno sí sea una veterinaria. Me paro ante el cuarto de unos tres metros por dos. Una camilla contra la pared color salmón. Una bombita de bajo consumo que se eleva como resorte o como puño. Una máquina con electrodos y teclas azules. Una especie de fax para sacar la celulitis. Me doy cuenta de que hubo una mujer trabajando en este lugar. No era él el encargado. Era ella. Tal vez la esposa. Él es viudo.  No hay hijos. Ni uno lo acompaña en esta experiencia de observación del derrumbe.  

Sobre la camilla, una sábana que no quiero observar demasiado, pues encontraría ahí las huellas de un cuerpo parecido al mío. Ahí la pierna derecha. Ahí el brazo izquierdo. Y la cabeza sobre esa toallita que reposa sobre la almohada. 

Dudo un segundo. No sé si dar vuelta la toalla. ¿Pero sólo doy vuelta la toalla? ¿Y qué hago con la sábana? ¿Y si tiendo otra vez la cama? Tal vez sea lo mejor, pero de pronto se me ocurre que quizá no sea buena idea. Claramente el revés ya tiene uso y el buen señor sabe por qué la ha dado vuelta. Además está lo de gustarle, quiero que se dé cuenta de mis virtudes. Mi falta de repugnancia, mi capacidad para adaptarme a todas las cosas. Faltan, a este lado de la toalla, tal vez tres usos más. Yo no debo ser tan arrogante. Tengo que aceptar los designios y aprender. Son designios chinos. Me tiendo en la camilla. Recuerdo que tengo los botines puestos, todavía, y en el mismo movimiento me incorporo.

Me saco los botines. Los dejo uno al lado del otro, contra la pared. Me saco las medias. Pongo cada una dentro de cada botín. Me quito el abrigo y por pereza no lo coloco en la percha de plástico que cuelga de un gancho. Lo dejo colgando directamente. Esto es un error. Esa pérdida liliputiense de voluntad no va ayudar, todavía no lo sé, en mi misión de ser querible. 

Me acuesto, ahora sí. El moho trepa por la pared y se condensa en una mancha encima, en el cielorraso. Una gran masa hecha de puntos negros de distinto grosor. Una ene redondeada, una doble ve. Las nalgas de una mujer enorme. Los senos enormes de una mujer. Afuera, a unos metros, el ta-tán, ta-tán, ta-tán del tren que pasa y las bocinas de los automovilistas impacientes. 

El masajista llega y antes de sentarse a mis pies, cuelga bien mi abrigo en el perchero. Como Clint Eastwood. Como un viudo republicano que sabe bien que las chaquetas no se cuelgan de clavos sino de perchas que se dejan con un solo propósito. 

Me pregunto si debo cerrar los ojos. No los cierro. Me pregunto si debo reparar en que me va a hacer masajes con las mismas manos con que abrió la puerta, recibió el dinero y lo guardó con otros dineros. Nuevamente me llamo a la confianza. Seré una chica buena. Intento encontrar en la mancha algún atisbo de solución al anhelo oriental. Pienso en las epifanías y en las revelaciones. Me digo que debo abandonarme. Que debo silenciar la neurastenia y todas estas palabras inútiles. 

Silencio. Me digo. Silencio. Callate de una vez. Silencio. Por favor. Y entonces empieza el masaje.

Uno. Dos. Tres. Tres segundos más tarde yo me digo: esto es una porquería. Sus manos secas sobre mi piel seca no se deslizan. No muelen, en su trayecto, todos los nudos que delatan mi cansancio. La sucesión de golpecitos de sus yemas merodeando en mi empeine.  La fricción que ronda los talones. La frotación 

rítmica, ligera, el desplazamiento por esas zonas minúsculas de mi piel, todo el tiempo dicen: no te quiero, no te quiero, no te quiero. No me quiere el viudo. Sólo está siguiendo su protocolo. Acá, ahora a dos centímetros, acá. Así, acá. Ahora allá, así. Así. Ahí. Vuelta acá. 

Pienso en los minutos. Quince minutos por pie. Cinco minutos rondando talón. Cinco minutos rondando empeine. Cinco, tal vez, en la planta. ¿Será así su reparto? ¿Será esto la reflexología? ¿Dónde me está rebotando ahora su tacto? ¿Qué órgano se beneficia ahora? ¿Y ahora? 

Nada siento. Nada, más allá de su tacto. Ni alivio ni enojo ni placer ni espasmo. No pierdo del todo la fe, pero se me evapora. Vuelvo al cielorraso, a las nalgas y a los senos, a la carne en los puntitos de humedad. Los puntitos que hacen una escena de bañistas sentados o tendidos displicentemente en la hierba, sobre un río en Francia. Invoco a esa mujer atrapada por el viudo en el cielorraso. ¿Su esposa?  

El tren se anuncia otra vez, con la campanilla. Cierro los ojos. Tal vez sea eso. Debo dejar de mirar. Cállense, palabras. Y siento, estoy sintiendo. Algo me duele. Por fin. Ahora, si él oprimiera un poquito más en esa parte capaz yo podría llorar o podría excitarme. Ojalá la reflexología actúe y ésa sea la parte del sexo. Que sea. 

Fuera, palabras. Ahí viene algo. Se abre. 

No. 

No se abre. 

Se cierra. Se va. Se fulmina. 

Adiós. 

Me pierdo.

El viudo camina hacia la puerta. Creo que agarra una llave. ¿Tal vez la llave de la puerta? Vuelve con un objeto en sus manos. Algo apenas más frío y metálico con que me rasca otra parte nueva, como si me dibujara o me puliera. 

Suspiro. 

Y es más o menos entonces cuando pienso: quizá el secreto no esté en el presente sino en las repercusiones. 

Una cierta tristeza en los primeros pasos, después del masaje. 

Una proclama. 

Un incendio de palabras. Eso haré. Soy cruel, dije. Puedo hacerlo.

Más cadera, escritora. Y todo este barullo debo prender fuego. Voy a quemar las instrucciones que me dicta el robot. Este robot que me profana. 

Y entonces después el descanso. La diversión. Un flirteo. Más lugar para un diálogo como este:

- Todo aquí se mueve y es diferente

- ¿Es diferente a qué?

- A lo que no se mueve. Lo que no se mueve es diferente a lo que se mueve

- ¿Qué es lo diferente?

- Los helados, los taxis. Los helados acá son redondos. 

- ¿Qué te gusta de acá?

- De acá me gustan las rampas, los túneles y las excavadoras. 

Otras palabras que hay que quemar: el corazón de las tinieblas, el horror en un instante de un balcón muy alto, y luego el alivio. El alivio que no se pierde. Ese no lo quemo. Las gracias. Las gracias. Las gracias. Esas tampoco. 

 

 

El masajista chino

Por Matías Moscardi

 

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de chico me clavé 

en la planta del pie

de chico me clavé 

una lata de Sprite 

en la planta del pie 

abierta por la mitad

una lata de Sprite 

que había en el mar

abierta por la mitad

que había en el mar

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el masajista chino no habla 

su único lenguaje es el ritmo

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fricción sincopada: 

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piel seca contra 

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curtida contra

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piel seca contra

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curtida contra

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un metrónomo calcado en los pies

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el masajista chino es un percusionista epidérmico 

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de lunes a viernes

corro una hora

de lunes a viernes

cinco kilómetros por día

de lunes a viernes

100 kilómetros al mes

de lunes a viernes

me preguntaron

de lunes a viernes

por qué lo hacía

de lunes a viernes

y yo respondí 

de lunes a viernes

que lo hacía para poder 

de lunes a viernes

comer y tomar sin culpa

de lunes a viernes

la salud es

de lunes a viernes

pensé después

de lunes a viernes

una administración

de lunes a viernes 

conveniente 

de lunes a viernes

de la enfermedad

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moraleja: tendinitis 

moraleja: bursitis anserina

moraleja: pata de gallo

moraleja: rodilla de corredor

moraleja: plantillas

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los pies tienen ojos

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los pies tienen oídos

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los pies tienen boca

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el masajista chino no habla 

su único lenguaje es el ritmo

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miren mis pies

su demografía

miren mis pies

todo lo que ves rojo

miren mis pies

me dijo el traumatólogo 

miren mis pies

mirando la podoscopía

miren mis pies

todo lo que ves rojo

miren mis pies

es el dolor

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sk

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ese dolor me llevó al médico

que a su vez

me derivó al traumatólogo

que a su vez 

me pidió una tomografía

que a su vez

le llevé al traumatólogo

que a su vez 

me devolvió al médico

que a su vez

no supo qué hacer 

que a su vez

con el dolor

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el masajista chino machaca

en un mismo lugar

repite los mismos movimientos

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todos los días 

guardo una toalla en el freezer

todos los días

cuando vuelvo de correr

todos los días

saco la toalla como si fuera 

todos los días

una milanesa y la descongelo

todos los días

alrededor de la rodilla inflamada

todos los días

para aliviar el dolor 

de todos los días

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el golpe de talón

repercute en todo el cuerpo

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los nudillos en la planta del pie

no sé qué 

hacen cosquillas

y raspa

no sé qué 

el pie tenso

no sé qué 

y raspa

el masajista chino se levanta

no sé qué

busca algo 

no sé qué 

raspa

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el corazón del corredor es el pie

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de chico pensaba que homo sapiens

quería decir: “hombre con pies”

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pararse es pensar

pararse es pensar

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el masajista chino no habla

su único lenguaje es el ritmo

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cuando termina

dice “listo”

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se levanta y se va

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listo

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