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Mercedes Araujo: “Quise trabajar como trabajan los arqueólogos”

Por Agustina Rabaini

Araujo presenta su nueva novela, Botánica sentimental. "Mi formación fue, fundamentalmente, como lectora, y podría decir que escribo porque soy lectora", cuenta.

Por Agustina Rabaini. Foto de Alejandra López.

 

 

 

La poeta y narradora Mercedes Araujo (Mendoza, 1972) viene de presentar su nueva novela, Botánica sentimental (Lumen) y se entusiasma ante cada encuentro con sus lectores (“allí donde se termina de completar la aventura de la escritura”, dice). Eso que llama aventura, y que devino viaje, la sumergió en cinco años de escritura y de orfebrería, porque para contar esta historia que abarca dos siglos en los días de una familia mendocina, su libro podría tener mil páginas y está narrado, en cambio, en algo más de doscientas. 

Ejercicio de condensación admirable, mezcla de novela histórica con diario personal y registros propios de lo más íntimo del mundo femenino, Botánica sentimental se abre paso con prosa vibrante y pasajes en los que el lenguaje poético destella, viniendo de una autora que antes incursionó intensamente en la poesía (Así es el fuego, La isla y Viajar sola son algunos de sus libros).

Botánica sentimental es la segunda novela de la autora después de La hija de la cabra (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes en 2011), y sigue a una protagonista de mediana edad, Antonia, que regresa a la finca familiar para vaciar la casa y rehabitarla, adentrándose en un pasado que se irá revelando en capas, secretos y resonancias. “¿Volvió para recordar lo que ya todos olvidaron?", se lee al comienzo.

 

 

Dijiste que el lenguaje es “tensión entre fuerzas” y llevás tiempo escribiendo narrativa. Botánica sentimental abarca dos siglos y varios terremotos, vidas, hallazgos. ¿Cómo nació este libro que se anima a meterse con un árbol genealógico entero?

La génesis de Botánica sentimental tiene que ver con el recuerdo de un terremoto grande que hubo en mi provincia, Mendoza, cuando yo tenía diez o doce años. Fue una experiencia física y psíquica tan fuerte que no la olvidé jamás. Comencé a escribir a partir de ese recuerdo, y pensé en unirlo con el primer gran terremoto de 1861, cuando la ciudad cayó por completo. Me puse a investigar sobre estos temblores, y a pensarlos en términos míticos. Esa idea me llevó a imaginar también una casa, “La silenciada”, y a las distintas generaciones que habían vivido allí.

Parece haber un conocimiento del lugar, de este tipo de casonas antiguas, como si hablaras de algo que conocés bien… 

El libro no es autobiográfico, pero hay personajes inspirados en personas reales y tengo la experiencia de pertenecer a una familia que lleva muchas generaciones en una misma tierra, un territorio. Una familia grande que solía compartir veranos largos, conversaciones y contacto con la huerta, los árboles y los frutales. Tengo recuerdos de veranos eternos, de tres meses, en los que no había una familia nuclear, sino una abuela, tíos, primos y bisabuelos… 

¿Cómo trabajaste la documentación para este libro?

Cuando empiezo un proyecto, paso mucho tiempo leyendo materiales que luego se relacionan con lo que quiero contar. A partir de una primera idea, y de sus derivas, leo sobre temas que, sin otra razón, no leería.  Así llegué, por ejemplo, a los textos antiguos que aparecen en la novela: las explicaciones clásicas, antiguas, romanas, chinas y japonesas sobre los terremotos, por qué ocurrían y cuál era su impacto en las sociedades. 

Hay algo que recuerda al cine de Lucrecia Martel, no solo por el paisaje de provincia y el modo de retratar la tensión entre clases, sino esta fascinación por la investigación y por poner el ojo en lugares curiosos o insospechados.   

Agradezco la asociación con una directora como Martel, porque la forma en que cuenta es siempre, para mí, una revelación. Supongo que no es solo la experiencia compartida de la vida en la provincia, sino algo más: ciertas obsesiones y búsquedas. Reconozco mi obsesión por los libros y por la botánica: cada uno de los elementos del paisaje me llevan a estudiar o intentar entender algo de su funcionamiento… Yo no tuve formación en Letras, soy abogada y durante años me dediqué al Derecho Ambiental porque me permitía relacionarme con lo que más me importa: la naturaleza, los paisajes y los territorios. Mi formación fue, fundamentalmente, como lectora, y podría decir que escribo porque soy lectora. Al ser autodidacta, lo que tengo es una anarquía en mis lecturas, voy leyendo por épocas, por tiempos, por temas y autores, en una especie de sistema desorganizado que me sirve en un sentido caprichoso.  

En el libro contás vidas enteras y hasta los personajes más luminosos o queribles muestran fisuras, huecos, contradicciones… 

Bueno, trabajar con la familia tiene ese filo. Hay algo de esa familia, en esta tierra en particular, y un léxico familiar que yo quería trabajar. Quería que tuvieran una voz y una forma de decir, una forma privada de lenguaje. Siempre he pensado en la familia como un destino del cual hay que huir, como lo hace uno de los personajes, la Chinchilla, para poder encontrar un lugar propio. Están los celos y las revanchas entre hermanos, hermanas, parejas. Los lugares asignados de los cuales hay que correrse, y la burguesía como una manera de permanecer y de apropiarse, o derrumbarse.

Hay, también, múltiples referencias a autores y autoras (filósofos, escritores, científicos)... 

Ese fue uno de los desafíos, porque imaginé a Antonia, la protagonista, en esa casa, en soledad, y pensé que debía estar leyendo y leyendo, entre otras cosas. Está habitando ese lugar, esa vuelta, y los libros son un elemento esencial en su vida. No quise que fuera un libro cargado de citas, o que se convirtiera en un sistema de referencias, pero sí que estuvieran. Antonia está en soledad y se acompaña de esos libros y de esos autores. 

Hay una frase de Walter Benjamin que me pareció leer como una clave para pensar en cómo se armó, de que está hecho, qué aguas navega el libro: “No importa de qué capa provienen los hallazgos de la memoria, sino ante todo, qué capas hubo que atravesar para encontrarlas”. 

Esa cita iba a ser, justamente, un epígrafe para abrir la novela, pero luego quedó en otro lugar y también para mí es el corazón. Quise armar esta historia desde los surcos, abriendo surcos en esos doscientos años inabordables e incontables. Trabajar como trabajan los arqueólogos, que no es que levantan todo, sino que abren en un lugar determinado, y sobre esas capas geológicas trabajan y hacen sus hallazgos. Tomé eso como método o estructura para poder entrar en ciertas grietas, en ciertos lugares. Que esas excavaciones se hicieran en momentos históricos y me permitieran contar la vida de la gente a lo largo de un lapso de tiempo.  

¿Cuánto tiempo te llevó escribirla?  

Me tomo tiempo para escribir… Tanto La hija de la cabra como Botánica sentimental me llevaron cinco años en los que fui encontrando versiones y fui buscando la forma. No es que de entrada tengo todo, voy pensando la estructura, y sobre todo en esta novela, donde iba a haber diferentes épocas.  No quería que creciera en volumen, sino poder trabajar en los vestigios, en las grietas y hendiduras, allí dónde se produce la conmoción. Intenté trabajar en la conmoción y en la circularidad del tiempo. 

¿La circularidad del tiempo?

Sí, la idea de que el presente está atravesado por lo que vivimos antes, y que el pasado resuena en el presente y el futuro también ya se está moldeando. Es muy difícil contar una historia contemporánea sin atender al factor tiempo. ¿De dónde vienen las historias? ¿De dónde vienen los personajes? 

Aunque termine siendo un viaje de mujeres, de linaje femenino, los hombres están y permiten comprender, hacen avanzar la historia.  Hay un homenaje a los padres, también?

Sí, está el gran aventurero, Horacio, está Carloncho, y el padre de Antonia... Los padres son importantes porque es una novela que habla de la ley del padre, y de cómo esas mujeres se corren de esas formas y leyes que rigieron en determinados momentos históricos. Al mismo tiempo, ellos están un poco atrapados en la rigidez de ser “los hombres de la casa”, y tienen vidas bastante atravesadas por la tragedia. No han podido correrse de lugares y mandatos.  Intenté pensarlos dentro de un sistema patriarcal con lo que les ha traído de  costo psíquico, también. 

Las mujeres, sin embargo, terminan siendo centrales… 

Sí, esa fue otra de las decisiones. Iba a contar esta historia y me resultó natural contarla a través de las historias de esas mujeres, desde sus puntos de vista y voces narrativas. Contarlas desde los tiempos de la esclavitud, incluyendo los juicios miserables que hacían las señoras a las personas que tenían como esclavas para interferir en el acceso a la libertad, y cómo se cobraban con una ollita. Podría haber hecho que el relato contara la historia, pero se me volvió natural que fueran esas voces... Las historias hablan de ellas y de toda una sociedad. Vivieron un tiempo en el que la legitimación de las voces era distinta para las mujeres que para los hombres.

Hay algo clásico en tu novela, también, en tanto novela histórica, y en su gusto por los retratos y ese registro detallado de lo íntimo y familiar.  ¿No es, de algún modo, una de esas novelas que podría haberle gustado a una de tus chicas grandes, las madres y abuelas del libro?

Me gusta muchísimo la literatura del siglo XX, me siguen interesando en términos filosóficos y políticos, en términos de debates. Y me gusta lo que decís porque la novela está dedicada a mi madre, que es una gran lectora, lee y lee y la tuve muy presente mientras escribía. En algún lugar quería que fuera una escritura para ella, una de esas novelas que le gustan. 

Se lee: “Remembrar es armar fotos rotas, leer cartas viejas e intentar fecharlas, hacer de los añicos una incumbencia. Recordar es inventar".

Sí, recordar es inventar.  La presunta distinción entre ficción y realidad es una categoría necesaria para darle crédito a algo que se denomina “realidad”, pero que está mezclada con la imaginación, la memoria, la falsedad del recuerdo, la fantasía.  El lenguaje es nuestra herramienta y se trata de pensar en todas las posibilidades que  abre: las formales y sonoras; la posibilidad de escribir en capas. En las clases de escritura que doy en la carrera de audiovisuales de la UNTREF,  intento transmitir la maravilla de crear sin necesitar nada más que la palabra. A lo sumo, necesitás un papel y un lápiz, o un archivo de computadora. Es algo muy emocionante. 

En el libro hay pasajes ambientados en 1890 donde aparecen palabras o giros de otro tiempo (“prodigar”, “escrutamos”, “prosigue”, “osan”).  Y vienen a sumarse a las frases y vocablos e invenciones del libro (“verdear”, “viboreó”, “ruiderío”, “se desgajó”). Después está también la inmersión en la naturaleza… 

 Sí, eso me viene de haber habitado ese paisaje y de esta preocupación por escribir y transformar la experiencia sensorial y física en lenguaje. Tomarme el tiempo que sea necesario para intentar “dar cuenta”. Empecé escribiendo poesía y eso me dio un conocimiento de que no es lo mismo una palabra que otra, o de buscar la que pueda destellar, esa que no llega en la primera vuelta. El encuentro con la experiencia sensorial y física –el oído, la vista, el tacto–; la experiencia del paisaje y tratar de hacer lenguaje y narración. Esto con el tiempo se convirtió, para mí, en una obsesión. Y escribimos con nuestras obsesiones.  

¿Y cómo hacer algo diferente de cómo lo diría una buena crónica, qué malabar desde el lenguaje, desde la forma?

Hay fórmulas narrativas que se pueden asignar a cualquier historia. Utilizando componentes de determinada manera, el resultado puede ser previsible, siempre el mismo. Uno lee o mira ciertos libros y películas, pasás por ahí, a la noche al terminar el día, pero al rato te olvidás. Con ciertas obras, en cambio, lo que sucede es una experiencia estética nacida de una mirada, de una sensibilidad, de alguien que cuenta y ese es otro plan, diferente. 

¿Y cómo fue pasar de la poesía a la narrativa?  

El pasaje de la poesía a la narrativa me pareció natural, una vez que pude hacerlo. Cuando era chica escribía poemas y en un momento dije: “voy a ponerme a escribir, en principio, un cuento, y ese cuento se fue convirtiendo en una novela”. La hija de la cabra transcurre en la zona del desierto, en Mendoza, y ahí el trabajo sobre el lenguaje fue muy importante. ¿Cómo hablaba un desierto, trescientos años atrás?. Desde entonces, pienso que la narrativa no tiene por qué prescindir de lo más propio de la poesía, buscar palabra por palabra para que resuenen o se tensen unas con otras. Ya no se trata solo de contar una historia, sino, especialmente, de cómo contarla. 

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