1. ¿Cuál es el objeto más antiguo que conservás?

Provengo de una familia de clase trabajadora con poco apego por los objetos, excepto algunos libros de editorial Claridad o de biblioteca rusa: Los tres gordinflones de Yuri Olesha o Así se templó el acero. Y sin embargo en mi escritorio conservo una Underwood vieja que mis padres compraron en una casa de remates en la calle Posadas y que usé como primera máquina de escribir, antes de comprarme una portátil roja que recuperé hace poco. Durante mucho tiempo los acompañé a esos remates cada fin de semana porque se mudaban a una casa más grande y había que amueblarla. Ahí despunté el gusto por el objeto insólito. Ahora se me ocurre que a falta de herencia material recolecté un patrimonio adulterado en ferias de pulgas: postales ajadas, un reloj de mesa, moldes de zapatero, un dispensador de pastis, un matafuegos antiguo.

2. ¿Qué libro de otro autor produjo en vos el efecto que te gustaría producir en quienes te leen?

Manuel Puig, Cae la noche tropical y Marcelo Cohen, Gongue. Son novelas fervientes que infunden un estado excepcional, de comunión, donde las palabras estallan y crujen hasta que por fin rasgan una membrana vital que se resiste a ser nombrada. Para mí esa insistencia es propia de la literatura y de la invención, lo que más aprecio. Hay una gran diferencia entre la fe y la convicción, así que admiro estas novelas como podría enamorarme de un sujeto de otra especie, con algún rasgo en común pero hábitos incompatibles. Es decir que la admiración, además de incondicional, es inútil.

3. ¿Lo mejor y lo peor que te dio la literatura?

De todas las felicidades que aporta la literatura, la mayor reside en la lectura. Es una experiencia indisociable de la vida, pero que lejos de encapsularse en lo íntimo fructifica en vínculos amistosos, conversaciones, intercambios felices. La lectura siempre nos rescata, nos restituye a otra dimensión, es una máquina social y afectiva prodigiosa. Y aun así, resignarse a una lectura que se complace en la identificación es como salir a buscar un tesoro y conformarse con un esqueleto grasiento. Entre la identificación y la extrañeza siempre elijo la extrañeza, porque cuando la identificación se abre paso a fuerza de perspicacia o de potencia expresiva cristaliza en una materia perpleja. Lo mejor que la literatura nos regala es desconocernos, impugnar nuestra percepción, socavar los pactos tramposos que muchas veces concertamos.

¿Lo peor que me dio la literatura? No importa cuánto placer y entusiasmo genere, la inseguridad y la impotencia aguardan a la vuelta de la esquina. El escritor es un acróbata de la duda, borra una palabra, agrega otra, regresa a la primera, y aun así, escribir es una experiencia extraordinaria.

4. ¿Cuál es el libro que más regalaste y por qué?

Los cuentos de Silvina Ocampo, en distintas ediciones. También regalé varias veces Zama de Antonio Di Benedetto y Ema la cautiva de Cesar Aira. Son libros sobre los que me gusta conversar y cuando vivía fuera de Argentina los regalaba haciendo proselitismo, para sembrar interlocutores.

5. ¿Como qué disco suena la música funcional de tu cabeza?

No tengo música funcional en mi cabeza o solo se activa con algún tema en particular, por eso envidio a quienes habitan un universo más musical. Pero cuando trabajo con un libro armo una playlist que voy ajustando; la condición es que sea instrumental. Es la única situación en que las palabras estorban.

6. ¿Cuál fue el color más hermoso que viste en tu vida y dónde aparecía?

Un verde fluorescente en las aguas de Costa Rica. Me bañé en esas aguas que no pertenecían a este mundo. Ayer, pensando en esta pregunta, soñé que estaba de nuevo en ese mar y que una voz me explicaba que era una coloración estelar que desde la tierra devolvía su luz al cosmos.

7. ¿Con qué escritor o escritora que ya no pisa el mundo de los vivos quisieras tomar un taller literario?

Un taller literario con un escritor o escritora que ya no pisa el mundo de los vivos es una definición de “lectura”. El problema es que la expectativa del taller literario ya no me atrae. Sí me encantaría espiar por encima del hombro de Sara Gallardo mientras escribe, sacar conclusiones de sus dudas, ver si consulta algún libro o si se rasca el codo, charlar de literatura.

8. Un libro que hayas prestado y no te devolvieron.

Me gusta compartir lecturas. Entre los libros perdidos, recuerdo Nadie encendía las lámparas de Felisberto Hernández, A partir de Manhattan de Enrique Lihn y Andamos huyendo Lola de Elena Garro. El de Garro y el de Felisberto los volví a comprar.

9. ¿Cómo ordenás tu biblioteca? ¿Nos mandás una foto?

Sobre el orden del mundo y las posibles taxonomías ya Borges escribió todo lo que podía escribirse. Así que ordenar la biblioteca es una empresa absurda. De algún modo conservo el criterio alfabético por autor, aunque lo desarticulo con otras disposiciones, una biblioteca de literatura argentina, mexicana y chilena, las literaturas en lengua inglesa, francesa, alemana, etc. Por otro lado, los libros de filosofía, ensayos, arte, crítica literaria (a veces los ubico junto con un autor).

De vez en cuando mudo algún libro, es un desquite para disimular que someto las posibilidades lúdicas a mi pretensión de orden. Me encantaría tener una biblioteca oulopiana, ordenada por títulos de tres palabras, por ejemplo, o con un color de portada, o en que el apellido del autor conserve su eco como adjetivo o sustantivo: Blanco, Gallardo, Moreno, Viñas, ¿Cabrera Infante?. Títulos con referencias geográficas o animales, aliteraciones, canciones: El laucha Benítez cantaba boleros. Pero en esa biblioteca nunca encontraría el libro que busco, así que muy tristemente admito que la biblioteca es el espacio de trabajo de un escritor y accedo a que el fetichismo y la acumulación, velados de amor por los libros, sojuzguen la inclinación lúdica. Por una limitación de espacio tuve que separar la biblioteca en dos secciones. La del escritorio donde trabajo, con literatura argentina, teoría, ensayo y crítica literaria; y una pieza destinada a la lectura, que apenas utilizo. En ese cuarto hay polillas y fue necesario sembrar naftalina, un olor hostil a la lectura. En fin, me tomo revancha de tanta imposición armando series, siempre estoy ensayando bibliotecas antojadizas, orientadas por temas, cursos, circuitos de lectura, autores, lo que estoy escribiendo. Disfruto esas bibliotecas circunstanciales que en ciertos períodos llegan a ser tres o cuatro torres desordenadas, algo chúcaras, que me examinan con reprobación.