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Otra lectura de Fogwill

“Fogwill no termina de encajar en un lugar ético”

En 1997, Horacio González, Eduardo Rinesi, Christian Ferrer y María Pía López entrevistaron Fogwill para la revista El ojo mocho. Con el título Diálogos en el campo enemigo acaba de ser publicada en forma completa —un fragmento había aparecido en Los libros de la guerra— por Mansalva, con prólogo de Juan Laxagueborde.

Por Martín Kohan.
Foto: Sebastián Freire.

Leí esta entrevista en su desgrabación original, publicada en El ojo mocho hace casi veinte años. La releo ahora, en formato de libro, editada por Mansalva. En el contexto de la revista, Horacio González, Eduardo Rinesi, Christian Ferrer y María Pía López eran los anfitriones; el clima que podía intuirse como marco de la conversación era el de una cordialidad amistosa. Ahora, en el libro, la atribución de autoría le corresponde a Fogwill, y por ende el staff de El ojo mocho pasa a una especie de papel complementario. La tesitura que el título del volumen subraya y enfatiza menciona, en cambio, a un “enemigo”: son Diálogos en el campo enemigo. En el texto perduran las marcas de los gestos de amistad, como cuando Horacio González, ante el hostigamiento hacia Zito Lema por parte de Fogwill, le dice, presentimos que cortés: “Tengo una diversidad de amigos muy grande. Incluso vos”. Claro que esa declaración no surge sino como respuesta, generosamente irónica, a las ironías delicadamente hostiles que Fogwill reparte a un ritmo asombrosamente incansable.

Es pertinente la especificación que en un momento dado hace Fogwill, en el sentido de asignarse una posición ética antes que moral, esto es, la de quien sostiene ciertos valores propios y responde a ellos sin por eso atribuirles un valor universal ni pretender en consecuencia imponerlos a los otros. No obstante, es visible lo tan pendiente que está Fogwill de lo que piensan o creen los otros, pendiente todo el tiempo de los valores que presupone en los otros. Hasta el punto de que llega a borronearse lo que serían las posturas genuina y estrictamente propias, por el puro afán de perturbar o de dañar las posturas que asumen o podrían asumir los demás. Fogwill nunca está moralizando, por supuesto; pero sí, continuamente, desmoralizando, avanzando y atacando lo que adivina como posibles valores ajenos. Esta otra manera de intentar afectar al otro, que en Fogwill es permanente, no termina de encajar, en cualquier caso, en un lugar delimitadamente ético.

Así se entiende, en mi opinión, que Fogwill aparezca diciendo por caso que el terror durante la dictadura no fue para tanto, que lo denomine folklore, que hable de un “show del horror” en las Madres de Plaza de Mayo, que ponga en duda la cifra de 30.000 desaparecidos (una puesta en duda semejante, por parte de Darío Lopérfido, motivó reacciones bien ásperas), que diga que el de la dictadura militar fue un “genocidio chiquito”. Yo no le veo la ética a eso. Le veo, sí, una pulsión de desmoralizar (avanzar como los moralistas, pero no para imponer valores, sino para imponer su desalojo), que lleva a que las cosas se digan menos para disponerse a sostenerlas que para utilizarlas con el puro fin de hacer trastabillar y tropezar al interlocutor. Por eso se muestra Fogwill tan preocupado (es decir, tan dependiente) de las reacciones que pueda provocar; y por eso lo perturba tanto, a lo largo de la entrevista, el silencio inteligente con que lo escucha María Pía López.

En su aparición original, estas cosas se decían con trasfondo de menemismo. Hoy las leemos a casi dos décadas de distancia, en las que cupieron por lo pronto doce años de progresismo y kirchnerismo (aclaro, por si hace falta, que no soy y nunca fui ninguna de las dos cosas: ni progresista ni kirchnerista); y actualmente, como es notorio, ocupa el poder político un gobierno de la derecha más recalcitrante. Lo que vuelve indispensable, a mi entender, preguntarse desde dónde se enuncian, cada vez, los ataques al progresismo, a sus taras y sus lugares comunes. Porque la realidad política argentina podría estar expresando, hoy en día, qué tanto se le ha hecho el juego a los sectores más reaccionarios. O dicho en otros términos: cuánto y cómo las críticas al progresismo fueron hechas por derecha, o bien, tanto peor, para la derecha, es decir, en su beneficio.

Fogwill habla contra los otros. No con los otros, ni hacia los otros, sino contra los otros. Por eso, en un momento dado de la charla, viendo que un poco se ha perdido, se detiene y pregunta: “¿De qué me hacían hablar…?”. Y González le contesta con una verdad sencilla y enorme: “Hablabas solo…”. Me resulta un momento clave para definir las respectivas visiones. Fogwill habla hasta tal punto en función de los otros, que no puede sino sentir que son los otros los que lo están haciendo hablar; González le devuelve una versión distinta, lacerante, corrosiva, que es que habla solo, completamente solo, ni para los otros ni contra los otros ni por los otros, sino solo.

González, Rinesi, Ferrer, López parecen haber asistido a la reunión munido cada cual con su respectivo saco roto, para hacer caer ahí cada una de las provocaciones de Fogwill, y tratar de quedarse en cambio, en lo posible, con su lucidez, con su inteligencia, con su disidencia. Este “campo enemigo” le brindó así la mejor de las escuchas posibles; la contraria, la exactamente contraria, es la que domina casi por entero el presunto “campo amigo”, que celebra sus previsibles bravatas con una incondicionalidad servil, sin siquiera atisbar en su disidencia el brillo de la inteligencia y de su lucidez. Cuando colaboraba en la sección “Escritores” del diario Perfil, trabajo que hizo hasta su muerte, había entre los comentaristas de la versión electrónica del diario un sujeto que se hacía llamar “fogwillcito”. Le dispensaba a Fogwill los elogios más enfáticos y superlativos. Obviamente lo estaba cargando. Siempre me llamó la atención lo mucho que Fogwill se enojaba con eso, el tiempo que dedicó a desenmascarar al anónimo; lejos de cualquier displicencia, se engranaba de verdad. Acaso porque alcanzó a entender así, en la insistencia zumbona de ese típico gastador de Internet, la forma que podía cobrar un posible fracaso suyo: la forma de la veneración adulona de los nuevos fogwillcitos.

Hacia el final de Diálogos en el campo enemigo, Fogwill protesta: “lo que me molesta de esta entrevista, es que me tomen en serio”. Ésa fue su queja. Tuvo razón, era verdad. Porque González y Rinesi, Ferrer y María Pía López, lograron no tomarlo en serio, porque supieron cuándo y cómo dejar de tomarlo en serio, es que pudieron tomarlo en serio. Es quizás, de todo el libro, lo que hoy tiene más vigencia.

 

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