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Para servirle

Bioy Casares y Victoria Ocampo, de entrecasa

“Mire, señor, usted escribe tan bien o mejor que Borges", le dijo un día Pepe, su empleado, a Bioy Casares. Una lectura de Los Bioy, los recuerdos de Jovita Iglesias -esposa de Pepe y también empleada todoterreno en la casa que compartía con Silvina Ocampo- recogidos y preparados por Silvia Arias.

Por Martín Kohan.

Por momentos uno piensa en “Niños y criados favoritos”, ese capítulo magistral de Literatura argentina y realidad política de David Viñas; por momentos, directamente en el fragmento sobre la dialéctica del amo y del esclavo de la Fenomenología del espíritu de Hegel. Y es que los recuerdos de Jovita Iglesias, recogidos y preparados por Silvia Arias para el libro Los Bioy, combinan en grados diversos esos factores: por un lado, una preferencia afectiva muy intensa de Adolfito y de Silvina por esa especie de empleada todo terreno, de empleada polirrubro, que es Jovita para ellos (y por extensión, en una anexión de hecho sin justificación formal alguna, también Pepe, su marido); por el otro, una marcadísima proclividad a disponer de ellos en cualquier momento, a tenerlos literalmente a mano a toda hora, lo que en definitiva no expresa otra cosa que la extrema dependencia de los señores de la casa: dueños de todo, pero buenos para nada, dependen de Jovita y de Pepe poco menos que para cada una de las cosas prácticas de la vida: para comer, para vestirse, para trasladarse, para recibir.

Viajar a Europa es lo único que hacen sin ellos, y en definitiva es lo que hacen cada vez que no saben qué hacer: irse a Europa (es Jovita, no obstante, quien tiene que darle la idea a Adolfito, o mejor dicho recordársela, en una ocasión en la que él se hunde por demás en el tedio de la vida o en el spleen del playboy vocacional, y no sabe, o mejor dicho no recuerda, cómo hacer para motivarse. ¿Por qué no se va un poquito a Europa?, le sugiere Jovita, y Adolfito va). Cuando es Silvina la que se hunde en la congoja vital, agobiada por el miedo de que Bioy, que va de aventura en aventura, un buen día se canse y la deje por otra, y en un rapto de amargura de clase le dice a su fiel empleada que con gusto le cambiaría sus millones y su palacete en Recoleta por su felicidad en la modestia y su discreta casa en Villa Urquiza, la buena de Jovita se ocupa de hacerle notar, con admirable paciencia, que no sabe lo que está diciendo. Cuando, al cabo de una rabieta con Bioy, Silvina, ofuscadísima, decide, en un gesto de generosidad prepotente, regalarle su Ford Falcon a Pepe, es el bueno de Pepe el que, con admirable paciencia, le explica que no corresponde, le aclara que no puede aceptarlo (a cambio, en otra ocasión, se olvida de qué: de pagarle las comidas, a Pepe no le queda ya casi un peso y ella ni enterada está).

La decisión, un poco implícita, un poco de facto, de tener a Jovita y a Pepe en el multipiso de la calle Posadas, dejándolos regresar a su casa en Villa Urquiza apenas cada tanto, se aleja de las condiciones que son propias del personal doméstico (incluso el de “cama adentro”) y se acerca a las condiciones del trabajo esclavo: ni ocho horas, ni doce, ni veinticuatro; simplemente siempre ahí, al alcance, dispuestos y disponibles.

Jovita es confidente de la intimidad de Silvina, porque se entera de sus penosos sufrimientos de cornuda resignada, que no se queja para no pasar por anticuada, o para que Bioy no se harte y se la saque de encima de una vez por todas, y llora sus amarguras porque el marido no se ocupa ni siquiera de disimular sus calaveradas; pero es confidente parcial porque, al parecer, no se entera de otras partes de esa vida, por lo pronto de los amoríos de Silvina con Alejandra Pizarnik, o se entera, sí, pero mucho después, con la publicación de un libro que contiene ciertas cartas de Pizarnik, cartas de amor a Silvina que Jovita encuentra dudosas pero que en verdad, si hay algo que no parecen dejar es dudas, precisamente. Silvina exhibe a la vez un fervor singular por Pepe, compañero de paseos, cuya presencia puede llegar a reclamar hasta con desesperación.

La exquisita ligereza de Adolfo Bioy Casares, su encantadora levedad de dandy, se acentúa por contraste con el mundo espeso, siempre denso, que habita Silvina Ocampo: los dos en la misma casa. A Silvina, Pepe y Jovita le sirven de sostén, la apuntalan o la contienen; para Bioy son criados de confianza, integrados a la convivencia y al afecto familiar (como lo están también las mascotas, por otra parte). Pero le resultan fundamentales, en lo particular, en ciertos trances de desconcierto vital (la zona tarambana de su dandysmo a lo Isidoro Cañones) o de inseguridades inconfesadas. A Jovita le debe Bioy ese consejo impar (el del viaje a Europa) y alguna severa reconvención por las negligentes indiscreciones a la hora de engañar a Silvina (esa hora era toda hora).

Y a Pepe le debe Bioy dos consejos literarios impagables (dicho, esto último, en sentido figurado). Uno, la vez que Julio Cortázar iba a cenar (desatiendo aquí la lección impartida por Bioy a Jovita, indicándole que no se dice cenar, sino comer, a menos que se esté regresando de una salida al teatro o al cine, bien de madrugada) a la casa de Posadas. Adolfito está preocupado porque las profundas discordancias ideológicas que tenía con Cortázar (las que van, sencillamente, de la derecha a la izquierda) pudiesen empañar la velada. Pepe le aconseja que lo deje hablar a Cortázar, que lo deje hablar nomás (aunque Bioy debe admitir que, procediendo así, corre el riesgo de verse convencido: de terminar, al cabo del encuentro, siendo más comunista que el otro. Con lo que no deja de admitir que carece de argumentos que oponerle).

El segundo consejo es más estrictamente literario. Pepe un día le espeta a Bioy: “Mire, señor, usted escribe tan bien o mejor que Borges. Pero como es amigo suyo y usted le tiene tanto respeto, él es como un pulpo que lo tiene bajo sus tentáculos. Borges, para mí, con toda la inteligencia que tiene, escribe pensando cincuenta años para atrás. Usted tiene que escribir pensando cincuenta años para adelante”.

¿Qué podía importarle a Bioy lo poco o la nada que supiera Pepe de literatura? ¿Qué podía importarle advertir que todo esto lo estaba diciendo Pepe, su empleado, condicionado, así fuera inconscientemente, por el cariño o por el salario? ¿Qué podía importarle, incluso, que Pepe pudiese estar mintiéndole a sabiendas, tan sólo para congraciarse con él o tan sólo para reconfortarlo? Estas eran las palabras que él más quería escuchar en la vida: estas palabras, exactamente. Le estaría agradecido a Pepe para siempre por haberlas proferido. Y si se tratara, como probablemente se trató, de una mentira, de una de esas mentiras así llamadas piadosas, era exactamente la mentira qué él más deseaba que le dijeran. También le estaría agradecido a Pepe, y para siempre, por haberla proferido.

 

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