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Ficción hispanoamericana

Porque cayó la noche y los bárbaros

Por Valeria Luiselli

Uno de los relatos que componen la antología de nueva narrativa mexicana, Palabras mayores, publicada por Malpaso. Dos hermanos, una madre con una noticia para dar y una llanta pinchada. O ponchada, como dicen allá.

Por Valeria Luiselli.

 

—Todo el mundo tiene una teoría, pero no hay ninguna explicación —dice mamá señalando el encabezado del periódico de hoy.

Sobre la mesa hay tres cafés y un platón con rebanadas de papaya. Hay también un cenicero, un encendedor y el periódico, los tres de mi hermano. Hay un libro de poemas de Cavafis, que mamá está leyendo, y la Sección Amarilla abierta en la página de VULCANIZADORAS, que yo hojeo buscando un teléfono al cual llamar para reponer la llanta del vocho.

 

Notamos la llanta ponchada en el kilómetro 100 de la carretera México-Acapulco y avanzamos lenta, trabajosamente, por el acotamiento hasta el Cuatro Vientos, un comedero de aspecto soviético con largas mesas de aluminio atendidas por mujeres anchas de peinados idénticos. Después de comer, entre mi hermano y yo remplazamos la llanta ponchada por la de refacción, mucho más pequeña y flaca que las otras tres. Nos subimos de vuelta al coche con mayor cautela, en silencio, sensibles a una nueva fragilidad entre nosotros. Mi hermano se sentó al volante, yo de copiloto y mamá atrás, el vocho chueco, patituerto, inclinado notablemente a la derecha.

—Como un pinche mayate rengo —dijo mamá.

Mi hermano encendió el motor y yo me puse a hurgar la guantera buscando algún disco.

—¿Ma? —pregunté—. ¿Por qué tienes un disco de Maná en la guantera?

—¡Qué les importa! —dijo ella.

Nos habla en plural siempre que el tono es defensivo o de reproche. Pero tenía razón: qué me importa; qué nos importa. Los tres hicimos un esfuerzo y escuchamos tenaz y respetuosamente la primera pista y la segunda. A la altura de la tercera o cuarta, para ser exactos cuando Fher Olvera cantaba los versos «un tambor sonó muy africano: / es el pumpin, pumpin de tu corazón», a mamá la dobló la risa. Mamá tiene eso: la risa la dobla. Nos ofreció cambiar de disco y nos pasó de su bolsa uno de Leonard Cohen. Ya no preguntamos por qué llevaba un disco de Cohen en la bolsa.

 

La casa de Acapulco se alza al borde de un precipicio de doscientos metros de profundidad. Al fondo se extiende el mar, como un cementerio sin tumbas que llega hasta Japón. Vinimos hasta acá porque mamá quiere darnos una noticia a mi hermano y a mí. De hecho, la noticia ya nos la dio, nos la dio afuera del comedero. Aprovechó que mi hermano y yo estuviéramos arrodillados sobre la grava ardiente cambiando la llanta del vocho para prenderse un cigarro y darnos la noticia ahí mismo. Lo más fácil habría sido regresar a la ciudad inmediatamente después de cambiar la llanta. La noticia es que tiene novio. Nos alegró saber que no fuera cáncer, bancarrota, demencia temprana.

 

La última vez que nos hizo un anuncio con tufo de ceremonia fue cuando papá se fue a vivir con otra mujer, y ella —mamá— decidió mudarse por un tiempo, un año o dos, a Malinalco, a vivir en comunidad con su grupo de meditación silente. Eso fue en la Navidad de 1999, y nos dio la noticia en la azotea del edificio donde vivíamos. Esa misma Navidad, después de cenar, mi hermano y yo volvimos a subir a la azotea a fumarnos un toque que le habíamos robado a mamá e intentamos, también nosotros, meditar en silencio. Pero por más esmero que le metimos fue imposible: una y otra vez nos distraía cualquier cosa, cualquier pensamiento, cualquier insecto.

Para fortuna de mi hermano y mía, el grupo de meditación silente se disolvió antes de la gran peregrinación a Malinalco, durante la fiesta del Año Nuevo y después de una gran y confusa orgía de la que sus hijos no tuvimos noticia sino hasta que fuimos adultos. Mamá se quedó con nosotros hasta que nos casamos, tuvimos hijos y la dejamos sola en una casa demasiado silenciosa.

 

La segunda parte de la noticia era que el novio de mamá era ciego y sufí. Se había quedado ciego y se había convertido al sufismo, en ese orden. Era ciego desde hacía trece años y sufí desde hacía doce. Antes de eso había sido pelotari.

—Nos alcanza en Acapulco mañana en la noche —nos dijo mamá ayer mientras nos subíamos al coche ladeado afuera del comedero—. Va a pasar el fin de semana con nosotros. Viene en camión porque no maneja —agregó a modo de aclaración.

Ni mi hermano ni yo sabíamos muy bien en qué consistía ser pelotari. Mamá debió de sospecharlo porque mientras arrancábamos el vocho se embarcó en una explicación detallada de las reglas de la pelota vasca. Mi hermano no le hizo preguntas ni sobre la pelota vasca ni sobre el sufismo ni sobre ninguna otra cosa: es un hombre discreto y respetuoso que sabe escuchar a mamá sin hacerle preguntas. Yo sí le hago preguntas, a veces, aunque en esta ocasión decidí imitar a mi hermano y me quedé callada todo el tiempo. En el fondo me habría gustado preguntarle cómo fue que el pelotari se había quedado ciego, si la pelota vasca había tenido que ver con su ceguera y si la ceguera estaba relacionada con el sufismo. Mamá nos estaba explicando que la pelota vasca puede jugarse con una raqueta, con una pala de madera o a mano limpia cuando encontré el disco de Maná en la guantera.

 

En cuanto llegamos a Acapulco llevé mi maleta al cuarto del fondo y salí a la terraza. La casa tiene un pasillo en L que encierra un patio interior y reparte, por un lado, cocina y sala, y por otro, tres recámaras contiguas. El recodo del pasillo sirve de comedor y frente a éste se abre una terraza desde donde se puede ver el mar. Estaba segura de que, solemne y parada frente al mar bravo, abierto, de esa cola de la bahía, se me ocurriría alguna idea. Una idea brava, inteligente, amplia, que sirviera para explicarme ese viaje un poco absurdo al que nos había obligado nuestra madre. Algo para hacer reír a mi hermano o para atufar a mamá durante la cena.

Pero durante la cena no dije nada. Cenamos cereal, de pie, en la cocina, viéndonos unos a otros. Nadie dijo nada excepto «pásame la leche» o «toma esta cuchara» y, poco después, «buenas noches». Los demás se fueron a dormir y yo me fui un rato a la terraza, frente al acantilado oscuro. Traté de llamar a mi esposo y a mis hijos, pero no contestaron.

«Mamá tiene novio y tal vez está contenta»: me aferré a ese pensamiento hasta quedarme dormida mientras el ventilador rebanaba el aire denso de la noche.

 

A la mañana siguiente, sentados en torno a la mesa del comedor, rompo el silencio que va crepitando entre nosotros desde ayer y digo:

—Vulcanizadora viene de Vulcano, el dios romano del fuego.

Repito el nombre, Vulcano, en voz muy baja, casi en un susurro. Lo digo mirando hacia la ventana que da a la terraza, desde donde se ve el mar, pero en realidad me dirijo a mi hermano.

—Vulcanizadora viene de Vulcano —repito.

—Ajá —contesta, y sigue leyendo su periódico.

Lo dobla por la mitad, lo sacude y estira sobre la mesa de manera idéntica a como hacía nuestro padre. Yo hago un esfuerzo por leer las palabras del encabezado, que desde donde estoy sentada me quedan invertidas: «Aparecen cinco decapitados en cajuela de vehículo. Sin rastro de cabezas».

¿Hace falta decir tanto? Decir las cosas a la ventana: eso hacía papá cuando nos daba una orden. Le hablaba siempre a la ventana de nuestro departamento en la ciudad, nunca directamente a nosotros —«pásame mis lentes», «llámale a tu mamá»— pero sabíamos por su tono a cuál de los dos se dirigía. A papá jamás le contestábamos «ajá». Decíamos siempre «sí» o «bueno».

Mamá aparece en el comedor cargando una charola con tres tazas de café y un platón de papaya. La deja sobre la mesa y dice señalando el periódico:

—Todo el mundo tiene una teoría.

 

Mi hermano tiene tres hijos. Yo tengo una hija y dos hijastros que de cariño —o mejor: a veces de cariño y a veces no— me dicen Refrigerador. Cuando se juntan, los hijos de mi hermano y los míos forman una tribu perfecta: una tropa más ruidosa, desparpajada y alegre de lo que nunca fuimos mi hermano y yo cuando éramos chicos. Ambos éramos más bien silenciosos; no necesariamente melancólicos, pero sí remotos y desafanados. Observábamos mucho a los adultos que nos rodeaban; ahora observamos a los niños. Pero ahora que los niños no están, volvemos a observar a mamá.

Después del desayuno, mamá lava los platos, mi hermano va al mercado a comprar un pulpo para la comida y yo me siento en la terraza a probar números de vulcanizadoras. También le marco a mi marido, pero de nuevo no me contesta, así que dejo un mensaje: «Mi mamá tiene un novio: un hombre atlético, espiritual. Dice que tal vez estos veinte años no hayan pasado en balde, pero no sé bien a qué se refiere. Los extraño ya: dale de mi parte un beso en la nariz a la nena y a los nenes un abrazo de parte de su Refrigerador. Estoy en una terraza, viendo el mar desde un acantilado. Todo bien por aquí». En cuanto cuelgo se me ocurre una teoría: el mar, es ahí donde tiraron las cabezas desaparecidas.

 

Mamá entra al baño mientras me remojo en una tina tibia, casi fría, y se sienta en la taza. Oigo su orina caer ruidosamente en el agua como una cascada. Me cuenta que está aprendiendo a leer en braille; ha estado estudiando con su novio una edición bilingüe de Cavafis:

—De un lado en braille y del otro —titubea por un momento— en normal. Me guía por las letras en braille mientras leo las otras en voz alta. Luego me hace cerrar los ojos y repasamos sólo la versión en braille.

Le pido que me pase una toalla. Me pregunto si a estas alturas ya se habrá bañado alguna vez con su novio.

—¿Cómo es tu novio, ma? ¿Está guapo?

—Bueno, se parece un poco a Slavoj Žižek —dice— nomás que en ciego.

—¿Slavoj Žižek?

—Sí, ése, el que sale en YouTube.

Cuesta imaginar cómo hacen el amor los padres y las madres, sea entre ellos o con cualquier otro. Desde ciertos puntos de vista —desde arriba, por ejemplo— el sexo resulta un poco ridículo y bochornoso. Hubo una época, durante mis primeros años de universidad, en que todo el mundo intentaba emular a los protagonistas deRayuela, que siempre hacen el amor en el suelo y después se fuman un cigarro de tabaco oscuro. Luego, unos años después, todo el mundo empezó a imitar al protagonista de Los detectives salvajes, que masturba a su pareja dándole golpecitos en el clítoris. Sospecho que la generación de mi hermano cogía como la pareja de Nueve semanas y media. Me pregunto qué pensará mi hija cuando lea mis libros dentro de veinte años y descubra los pasajes que he subrayado. El sexo es siempre generacional. No sé qué libros intentaba emular la generación de mis padres, pero me horroriza imaginarme a Žižek fornicando con mamá.

 

A la hora de la comida nos sentamos a comer un ceviche de pulpo que preparó mi hermano. Mamá insiste en la necesidad de cambiar pronto la llanta, antes de que su novio llegue, esa misma noche, y nos pide que nos aseguremos de que la llanta sea del tamaño correcto. Después se desvía del tema: nos explica que los derviches, al girar, buscan emular la rotación de los planetas y no tanto el giro de las ruedas. Mientras habla yo pienso en todas las actividades posibles para matar el tiempo durante unas vacaciones en familia: póquer, Risk, Monopoly, ajedrez. Todas requieren la facultad de la vista. Tendríamos que encontrar algún juego en el que no fuera necesario ver las fichas.

Mientras mi hermano y yo lavamos los platos —él lava, yo seco—, me pregunta si siento celos del novio de mamá.

—No —digo yo sin dudarlo.

Pero no dejo de pensar en el asunto mientras va pasándome los platos. Le pregunto si conoce algún juego que podamos jugar con el novio de mamá.

—A lo mejor Mentirosa —me responde después de pensarlo un poco— porque los números de los dados pueden reconocerse al tacto.

Pero en cuanto empezamos a afinar los detalles, mamá entra a la cocina y ambos nos quedamos callados. No, no siento celos, vuelvo a pensar cuando ya hemos acabado de lavar los platos. Me gustaría decir que siento exactamente lo contrario a los celos, pero no estoy segura de que eso tenga nombre, no estoy segura de que eso exista.

 

Mi hermano y yo salimos de la casa para ir a la vulcanizadora La Ponchada, con cuyo dueño hablé por teléfono para explicarle nuestro problema. Me aseguró que tenían el tamaño exacto de llanta que necesitamos. Cuando encendemos el coche empieza a sonarI’m your man de Cohen, ya casi al final de la canción. Mi hermano opina que los coros femeninos de Cohen le hicieron un daño irreparable a la música y tal vez tenga razón. Apagamos el radio. El novio pelotari debe de estar subiéndose al camión o ya en camino, pienso mirando el reloj de muñeca de mi hermano. La ciudad es un despliegue de fuerzas armadas: judiciales, federales, estatales, el ejército, la marina. Los que dan más miedo son los de la marina: mexicanos disfrazados de gringos.

En la vulcanizadora nos resuelven el problema rápido pero no bien. La llanta que tienen es un poco más grande que las otras tres.

—Es mejor más grande que más chica, jóvenes, ¿a poco no? —argumenta el vulcanizador.

Lo miramos en silencio, escépticos. Sigue:

—Mejor que sosobre a que fafalte.

Como no nos ve del todo convencidos, a manera de bonificación nos ofrece un tostón de marihuana. Eso termina por convencer a mi hermano.

—¿Sigues fumando mota? —le pregunto a mi hermano mientras caminamos hacia la caja abriéndonos paso entre neumáticos, montones de basura, tubos, y una cantidad desconcertante de huesos de alita de pollo.

—No, ¿y tú?

—Tampoco.

Después de pagar la nueva llanta, la cajera le da a mi hermano una tarjeta con una pequeña imagen impresa. Nos explica que es Vulcano, el dios romano del fuego.

—¿Ves? Te dije.

—¿Me dijiste qué?

—Vulcano. Nada. Olvídalo.

 

Mamá está parada frente al espejo del tocador de su recámara, arreglándose. Muy pronto va a anochecer y saldrá hacia la estación de autobuses. Su novio, el pelotari sufí, ya debe de estar a menos de cincuenta kilómetros de Acapulco. Es la primera vez en casi veinte años que mamá tiene novio. Se ve mayor ya, y hay en sus ojos una tristeza quizá irreparable. Le digo:

—Te ves muy bien.

—De todos modos ni me va a ver.

No sé si reírme, pero ella suelta una carcajada sonora y la sigo. La ayudo a abrocharse el collar, igual que hacía papá, mientras ella se levanta el pelo en un chongo. Nunca les terminamos de perdonar nada a nuestros padres aunque ellos casi siempre nos perdonen todo, o casi todo. Pero a la vez, nosotros los admiramos mucho más de lo que jamás nos llegan a admirar ellos. La admiración es un acuse de recibo que sólo les concedemos a quienes nos resultan insondables. Y por más que pase el tiempo y también nos volvamos adultos y levantemos muros y familias y carreras profesionales, no somos nunca insondables para ellos.

 

Mi hermano y yo jugamos a Mentirosa en la mesa del comedor mientras esperamos a que mamá regrese. Él saca el tostón y poncha un toque vaciando un cigarro y removiendo quirúrgicamente el filtro.

—¿Tú crees que hayan tirado las cabezas de los descabezados al mar?

—No te me malviajes antes de fumar.

Fumamos como principiantes, exagerando gestos, tosiendo, emulando viejas muecas, nuestros rostros actuales mucho más adustos que los de antes.

—Póquer de reinas —dice.

Sé que está mintiendo, pero no destapo el cubilete; lo levanto apenas unos centímetros y me asomo a los dados. Tiene sólo un par de reinas. Aparto las reinas, meto los dados restantes al cubilete y vuelvo a tirar. Miro, miento, pierdo y vuelvo a perder durante todas las rondas. El cariño que tenemos por nuestros hermanos mayores —que en cierto sentido también son insondables— es igualmente desproporcionado, pero no les cobramos nuestra incapacidad de sondearlos, como sí hacemos con nuestros padres. El segundo toque crepita, potente y diagonal, sobre el cenicero.

 

Mamá vuelve alrededor de las 10.30 de la noche, cuando estamos probando una versión ciega de Mentirosa, los ojos vendados con trapos de cocina. Al oír sus pasos nos descubrimos la cara y fingimos decoro, sonrisas esmeradas. El pelotari no entra con ella. Esperamos en silencio durante un momento, pensando que quizás un ciego necesita más tiempo para bajarse del coche, que aparecerá enseguida con su bastón blanco en la mano. Pero nadie aparece ni se asoma ningún bastón. Por la expresión que lleva mamá sé que no viene acompañada. Deposita pesadamente su bolsa sobre una silla vacía y se sienta en la otra.

—¿Están pachecos?

—No, ¿cómo crees? —responde mi hermano.

—Un poquito —digo yo.

—¿Me convidan?

Mi hermano poncha otro toque, lo enciende y se lo pasa a mamá. Ella le da una calada larga y nos dice aguantando el humo:

—Compraron la llanta del tamaño equivocado, hijos de la chingada.

—No, ¿cómo crees? —digo yo.

—Mejor que sosobre a que fafalte —responde mi hermano.

Ella expulsa el humo con una leve sonrisa. Mi hermano agarra el cubilete, revuelve, tira, mira y dice:

—Cuatro ases y una reina.

Mamá se lo quita de las manos, lo levanta apenas, aparta las cuatro ases, agita el cubilete con un único dado y lo coloca con un golpe sobre la mesa. Lo levanta apenas oteando debajo.

—Yo gano. Se acabó la partida —nos dice.

Nos sugiere otro juego: va a leernos algo en braille.

—Eso no es un juego, ma —le digo.

—Cállense y escuchen —nos regaña, en plural, fingiendo autoridad y mirando a la ventana que está a su derecha.

Mientras saca el pesado libro de su bolsa va diciéndonos las reglas: ella va a leer en voz alta saltándose algunas palabras que nosotros tendremos que adivinar. Eso es todo.

¿Eso es todo? —preguntamos.

—Sí, eso es todo.

 

Lee:

ESPERANDO A LOS (ALGO)

¿Qué esperamos(algo) en el foro?

Es a los (algo) que hoy llegan.

 

¿Por qué esta inacción en el(algo)?

¿Por qué están ahí sentados sin (algo) los (algo)?*

 

Nos lee así el poema entero mientras nosotros la miramos, perplejos, sin saber si se le zafó un tornillo o si simplemente no entendemos el juego.

—Ustedes dos no tienen sentido del humor ni cultura poética —dice, y vuelve a tomar el toque del cenicero.

—¿Qué pasó con el pelotari? —le pregunta entonces mi hermano.

—No estoy segura —responde ella—. ¿Cuál es su teoría?

—¿Se rajó? —sugiero yo.

—Yo creo que está aquí en la casa —nos dice ella—, nomás que no podemos verlo.

—No te pongas punk, ma —digo yo.

—A lo mejor nomás se perdió —responde.

—O se le fue el camión —sugiero.

—O se subió al camión equivocado —dice ella.

—Yo creo que sigue dando vueltas en la estación —dice mi hermano.

 

Mamá es la única persona que conozco que se ríe con todas sus ganas sin que la cara se le deforme a causa de la risa. La mayoría de la gente adquiere una apariencia monstruosa en plena carcajada, a medio camino entre monstruo y loco. La voz se expande y quiebra, los ojos desaparecen, los cuerpos se balancean como piñatas heridas. Una vez tuve un novio ni guapo ni feo cuyo rostro adquiría rasgos porcinos: las fosas nasales aleteando furiosamente, la cara henchida y rosada, los ojos dos canicas inexpresivas, minúsculas, clavadas en el infinito. Como ojos abiertos bajo el agua o como los ojos de los decapitados. A mamá no le pasa nada de eso: ella se ve hermosa cada vez que se ríe.

 

El presente relato fue tomado de Palabras mayores (Malpaso, 2016). Traducción de Juan Antonio Montiel, revisada por la autora. Agradecemos al sello el permiso de publicación.

 

 

*Fragmento del poema "Esperando a los bárbaros"; traducción de Pedro Bádenas de la peña en C. P. Cavafis, Poesía completa, Madrid, Alianza tres, 1989 (N. del E.)

 

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