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Pronunciación de un mundo 

Por Ángela Pradelli

"Para defendernos de nosotros, para enfrentar nuestros monstruos más aguerridos, para eso también tenemos el lenguaje. Nuestra existencia está condicionada por la posibilidad de desarrollarnos dentro de una lengua". Compartimos la clase abierta de la escritora argentina en el Encuentro docente del Filba Santiago del Estero.

 

Por Ángela Pradelli.

 

 

 

  

Mi abuela, que no era una mujer de ir a misa los domingos, rezaba el rosario sin embargo con una devoción que no he visto ni siquiera entre los integrantes de congregaciones religiosas. Rezaba siempre por las noches, en su cuarto, en una penumbra que apenas disipaba la luz tenue del velador sobre su mesa. Se sentaba sobre la cama, y rezaba en voz muy baja, con una rapidez tan concentrada que las palabras se pegaban unas a otras y era imposible reconocerles un principio y un final. Puedo oírla todavía. Los labios gruesos de mi abuela se movían rápido en movimientos cortos que iban regulando el aire dentro de su boca. Sé que la oiré siempre. En cada cuenta del rosario ella ponía un fervor que sólo tienen las personas que profesan una fe enorme en la palabra. Me recuerdo a su lado, oyendo el murmullo que cobraba vida  en ese cuarto caluroso.  El susurro de las oraciones religiosas que crecía y crecía. El rumor apagado de aquellos rezos secos que no admitía interrupciones. Mi abuela cerraba los párpados mientras musitaba sus rezos y sólo a veces, aunque sin interrumpirse en sus oraciones, clavaba sus ojos enormes en los míos. Aunque siempre rezaba por las noches, algunas veces ella suspendía las actividades de la cocina en mitad de la mañana y se encerraba a rezar. Puedo oírla todavía. El aire salía de su boca convertido en palabras que me zumbaban alrededor. La voz de mi abuela balanceándose en una textura susurrante que apretaba los hilos a medida que avanzaba. Siempre estaré oyendo ese sonido. Tengo el espesor de ese zumbido suyo anidado en mi oreja desde aquellos días y lo tendré para siempre. Las oraciones de mi abuela llenaban todo el cuarto y las palabras cobraban un cuerpo y se desplazaban en sus sonidos propios. Palabras que no siempre se entendían con claridad, pero que tenían una música que era inconfundible. Era en esas palabras en las que mi abuela tenía puesta una enorme confianza. Yo era una niña pero podía verlo, en cada cuenta del rosario mi abuela entregaba el alma y la recuperaba en la siguiente.  Pegaba las palabras unas con otras sin fin ni comienzo y les daba una música tan precisa que me dejó ese murmullo por siempre en mis oídos. La ebullición de esas palabras tenía la urgencia de quien escapa, de quien huye de algún lugar oscuro del alma. Aquella lengua, que era la intimidad más pura, era también el diálogo que se elevaba más alto. Aquella abuela que rezaba en la urgencia, en el ritmo y en la soledad, me enseñó desde temprano que la lengua recorre una doble vía. Se adentra en el ser interior de nuestra humanidad mientras transita su recorrido hacia fuera para encontrarse con los otros, para buscar en su desosiego más hondo, a un Dios que la escuche. Eso aprendí aquellas noches oyendo rezar a mi abuela. Pronunciar para ella era internarse en sus propias honduras y, al mismo tiempo, elevar las palabras al cielo más alto  porque siempre hay alguien que escucha. 

En aquellas noches calurosas hubo veces en que, las dos encerradas en su cuarto, yo confundía el rezo de mi abuela con su propia respiración. Eran momentos de incertidumbre en que yo no podía reconocer en la pesadez de aquella atmósfera penumbrosa de la habitación si eso que yo oía y que quedaba flotando y nos rodeaba los cuerpos eran sus oraciones o era el aire que entraba y salía de su boca. ¿Era un jadeo o una letra?, ¿una sílaba o una exhalación? Instantes en los que se fundían la palabra y el aire y era imposible separarlos. ¿O eran uno?, ¿O fueron uno desde entonces?

Vuelvo muchas veces a esa escena de mi abuela rezando. Y cada vez que vuelvo entro en el susurro de una lengua que es también la mía pero que aun así no entiendo. Una lengua que sin embargo calma en parte una angustia. No pude verlo entonces pero lo veo hoy, había angustia en esa mujer que había dejado a sus padres en un país en guerra, a sus amigos, su pueblo. Una angustia que se ahondaría por la certeza de que no volvería a verlos nunca más. Vuelvo a esa escena y trato de escuchar. La voz de aquellos rezos no tiene sin embargo la letanía de los oficios religiosos. Es una voz que busca la salvación, sí, pero está muy cerca de la agitación de los deseos. Una voz que está empeñada en avanzar y dejar atrás el dolor. Pero ¿por qué mi abuela italiana no rezaba en su idioma natal? ¿Por qué eligió una lengua nueva para sus plegarias y por lo tanto una voz también diferente?  Ella, que volvía siempre a su lengua madre para las cosas más importantes de sus días, sin embargo nunca rezaba en italiano. He vuelto sobre esta escena muchas veces y me detengo siempre en ese punto de la doble lengua y la elección según sean unos u otros los discursos. ¿Por qué mi abuela, a la que oía yo enunciar en italiano, en “su” lengua, los discursos de los momentos más trascendentes de cada uno de sus días, rezaba sin embargo en la lengua de este país en la que ella era una inmigrante? Mi abuela se enojaba en su lengua natal, y el italiano era también la lengua que usaba para pelearse, insultar, divertirse, contar  secretos. Esa fue la lengua para decir sus angustias y las tristezas. Pero rezar, ese diálogo que se establece con Dios, ¿no concreta lo más importante de las palabras que pronunciamos? Es cierto que el lenguaje, que le da un valor a la experiencia, reconstruye el pasado y lo carga de sentidos.

Algunas tardes de verano, cuando hacía demasiado calor para quedarse dentro del cuarto, mi abuela me llevaba a la acequia. Bajábamos después del mediodía por una calle de tierra caminando por debajo de la sombra de los árboles que bordeaban el camino. No era sólo por la frescura del agua por lo que me gustaba ir a la acequia. Es que en aquellas tardes en el canal, el rumor que el viento formaba en el agua o entre las ramas más altas de los álamos sonaba igual, exactamente igual, que el susurro de las palabras que respiraban en la boca de mi abuela. 

Como mi abuela, algunos días todos libramos una batalla contra nosotros mismos. Son días en que, huyendo de algún pasado, arribamos a una tierra que nos resulta tan extraña que somos allí inmigrantes que imploran algo que no tiene nombre porque aún no existe. Hay en cada uno de nosotros elementos que al interpelarnos nos tensionan y entramos en conflicto. Nuestra historia, el pasado, la educación, los deseos, los sueños, la realidad. Para defendernos de nosotros, para enfrentar nuestros monstruos más aguerridos, para eso también tenemos el lenguaje. Nuestra existencia está condicionada por la posibilidad de desarrollarnos dentro de una lengua. Gertrude Stein dice que leer y escribir son sinónimos de existir. Así es que, nuestra vida, condicionada como está por los sonidos de la lengua y por la letra, cuelga de esos hilos del lenguaje. Sé que mi abuela también intuía que nuestra existencia depende de la posibilidad de reconocer la energía que tienen las palabras y por eso algunas veces ella ponía tanto empeño en enseñarme a rezar. Fue ella la primera en creer que las palabras iban a salvarme. En esa transmisión me legó también el misterio que se oculta en el lenguaje y el silencio. ¿Es fraseo o una inhalación? ¿Cadencia, o la aspiración del aire más pesado? Aquella enseñanza de mi abuela es un legado. Es una herencia cuyo patrimonio crece hoy en la respiración deseosa de la escritura y la docencia.   

¿De qué hablamos después de todo? Del modo en que se unen el universo completo y las capas más subterráneas, y por lo tanto oscuras, de nuestra subjetividad. Después de todo hablamos de eso, no es otra cosa, es la pronunciación de un mundo. 

 

 

Leer es construir una significación sobre nuestra existencia 

Siempre es así, las señales de los días y las noches corren a nuestro alrededor. Nosotros las leemos, nos alejamos y volvemos a acercarnos para releerlas una y otra vez hasta que nuestra interpretación  construya un mundo en el que podamos sentirnos dentro del deseo de la respiración del universo. Hoy, en la cocina está ese perfume del melón dulce  y del pleno verano. Sobre la mesa hay papeles sueltos, un vino, algunos libros. Afuera los cercos vivos de la madreselva huelen también un dulzor y se enredan copiosos en la exuberancia, pero adentro hay una penumbra fresca y la lengua se suelta en las manos que escriben la intimidad y en la voz que lee el fraseo del dolor y los deseos, la palabra. 

Nuestros cuerpos son tablas de lectura pero a veces naufragan. Sin embargo las inscripciones que pueden leerse en ellos alcanzarían para salvarnos de la desolación y de nuestros abismos. ¿Quién no puede leer en el cuerpo del otro el dolor, la angustia, el fracaso, la infelicidad? 

Leer produce significados que nos limpian la arena de los ojos y nos rescatan de la desintegración, nos recomponen. Somos eso: la composición que la lectura hace de nosotros, de nuestro pasado, de los discursos de los otros sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Estamos hechos también de todas las lecturas imposibles, quiero decir, de aquellos discursos que se nos desarman entre los labios porque no podemos leerlos. Para bien o para mal, también nos constituyen los enunciados y los signos que no podemos interpretar porque nos enfrentan a su aridez impenetrable. La imposibilidad de leer, ese vacío, acentúa en nosotros zonas que, en su mudez, no logran explicarse y nos impiden entender nuestra inmanente confusión. Sino leemos ¿cómo vamos a descifrarnos, a saber de nosotros, a comprendernos? 

Somos eso: mujeres y hombres hechos de lecturas. 

Algunas noches nos aturden el vacío, la oscuridad. No obstante, cuando empieza a amanecer, las letras siempre terminan acomodándose en el plano y nos orientan, hacen más liviana  nuestra desazón. Son las primeras luces que nos señalan rumbos posibles. Y este es el punto: abrirnos para poder leer esa cosmogonía. Descifrar los íconos y las señales en los mapas, interpretar los signos de la poesía, de los gestos y las cartas del amor, diferenciar los palos del mazo de barajas, reconocer las rúbricas en los testamentos y las herencias, distinguir a los dioses falsos de las palabras divinas. Si podemos leer esa cosmogonía, el desasosiego del mundo que habita en nosotros por estar en él comenzará a disolverse.

Antón Chejov afirmó sobre nuestras vidas que “cada existencia se apoya en un secreto”. La lectura de ojos más despiertos y agudos quizá logre esa revelación: penetrar las sutilezas, comprender al otro en lo que tiene de oculto, desentrañar la clave que a los sujetos comunes y corrientes  nos hace sin embargo únicos. Ciertos develamientos: la extraña y liviana alegría de los pájaros en la mañana, una cierta felicidad que explota en el jardín, la rara euforia que hace del aire un delirio. 

Vivimos en un mundo cifrado en el que también somos un signo que los otros leen a diario. Poder diferenciar las grafías en clave de los garabatos mudos nos ayuda a hacer nuestras lecturas y  a encontrar los sentidos, no sólo en la lengua y en los enunciados sino también en los silencios y los secretos. Cada día un misterio espera su turno para abordarnos en las calles que caminamos mientras vamos a nuestros trabajos, a comprar un poco de pan fresco o mientras recorremos la feria buscando las frutas y verduras de estación. Hay que atravesar ese misterio, desarmarlo en una lectura que lo preserve sin embargo inalterable. Hay que ejercer ese arte de leer el misterio hasta hacernos uno con él en el desciframiento.

Desde el susurro y la densidad de los seres que somos, las lecturas que hacemos nos revelan en las significaciones que construimos, nos transparentamos en ellas. Si quisiéramos podríamos incluso leernos a nosotros mismos en esas interpretaciones que hacemos sobre los textos de los otros. Hasta la muerte es una lectura posible que acontece en la tristeza y puede desgarrarnos: ¿es el final?, ¿una nueva vida?, ¿el más allá, la eternidad, trasmutación?, ¿la muerte es el infierno, el paraíso? 

Es verdad, estamos llenos de dilemas. Que no logremos resolverlos tal vez se deba a que no terminamos de acertar en sus lecturas. La vida, que cuelga débil de nuestra voz, cuelga frágil también de nuestras lecturas, suspendida en hebras finas que podrían quebrarse cada día, a cada paso. Pero aun así, es la lectura la que construye el mundo y sostiene su peso, incluso su lasitud y cierto desenfreno también. Algunas mañanas, al destapar el frasco de jalea de naranjas, se huele una acidez que perfuma el aire, es una esencia que aun en su amargor endulza nuestra respiración. El vigor de una reverberación intempestiva por la que todo parece más liviano. Entonces, con ese vaho breve de las naranjas ácidas de la jalea conformándose bajo nuestras narices en la mañana, el caos y las incertidumbres parecieran alejarse. Como si las resonancias dispersas en nosotros pudieran por fin concebirnos en una cierta armonía y que un orden glorioso y sagrado rigiera nuestra vida. Es una lectura probable y no dura más que un par de minutos porque para decir la verdad, leemos las horas, leemos los instantes incluso, siempre a la intemperie, siempre en una lengua tan vulnerable a las traducciones.   

A pesar de todo, tanta inconsistencia por momentos, ciertas fragilidades, a pesar de todo, leemos. Casi toda mi fe en la vida está puesta en el deseo de las lecturas. Por eso son tan buenos los brindis de los días de fiesta, porque suelen arrastrar los deseos a la luz y nos obligan a leerlos. Hace poco, reunidos un grupo de amigos de distintos países en Cuba, hicimos un brindis final en la noche de la despedida. Habíamos compartido una semana en el Congreso Internacional de Lectura que se realiza cada dos años en La Habana. Al otro día volvíamos a casa y por eso ya andábamos con la tristeza de quienes no saben cuándo volverán a verse. Cada uno a su turno fuimos diciendo nuestros deseos. Cuando le tocó el turno al cubano levantó su copa y dijo: Para que nos sigamos queriendo. En ese deseo podía leerse también todo el drama de la humanidad contenido en un puñado de palabras: Qué sería de este mundo si se terminara el amor, si no pudiéramos sentirlo. Pero vuelvo ahora a mi fe en la vida, que es el deseo de que leamos y que la lectura no sea sólo de libros, sino  también de personas,  árboles,  paisajes,  escenas, cielos, gestos, sonidos, ríos, colores, movimientos. Que leamos, que encontremos algo que nos aliente aún en los repliegues ciegos y los oídos casi dormidos, algo que bulla por el hervor o un vaho que jadee en los rebordes. Que leamos, porque a pesar del caos, al leer los motivos vendrán a nosotros, seres vacilantes, para que por fin construyamos una significación sobre la vida, nos comprendamos sujetos y celebremos la manifestación de un mundo en el que explotan los sentidos.  

Suelen preguntarme cómo empecé a escribir, cuando, por qué.

Podríamos hoy aquí, en Santiago del Estero, preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos. Por qué somos bibliotecarias/os, docentes, gestores culturales, organizadores de festivales de literatura, fotógrafos.

Cuando me lo preguntan a mí siempre cuento esta historia y las, los invito a buscar en ustedes un relato que las, los ayude también comprenderse.

Es que nosotros pasábamos los veranos en Río Negro, en la casa de mis abuelos y los domingos íbamos al río con mi abuela. Mi abuelo nunca quería ir y sólo algunas días, pero recién cuando la tarde estaba por terminar y el sol ya casi se había puesto detrás de las sierras, él bajaba a buscarnos. Ni bien llegaba, se sentaba sobre el tronco de algún árbol pero no aguantaba mucho ahí quieto y enseguida quería que volviéramos todos juntos a la casa. En cambio mi abuela siempre quería quedarse en el río un poco más. Le gustaba estar ahí y escuchar el rumor que el viento formaba en el agua o entre las ramas más altas de los álamos. Apenas llegábamos, mi abuela se descalzaba, anudaba el ruedo del vestido por encima de las rodillas y se metía en el río. Tenía la piel muy blanca y a mí me gustaba acariciarle la humedad de los brazos desnudos. Cada tanto, formando un cuenco con las manos, juntaba agua y se mojaba la cabeza.  Las gotas de agua dulce se deslizaban por la piel blanca y lisa de la cara y se perdían en el cuello.  Se quedaba casi toda la tarde metida en el río, con el agua por encima de la rodilla y no le importaba volverse a casa con el vestido tan mojado que se le pegaba a las piernas. Casi siempre por las noches, cuando ya todos dormían, yo cruzaba el pasillo ancho que llevaba a los cuartos y entraba a la habitación de mi abuela. El pasillo estaba oscuro pero yo caminaba segura, guiada por la luz que se filtraba por debajo de la puerta de su cuarto. Mi abuela dormía tan poco que a veces  cuando amanecía, ella estaba todavía despierta, pero nunca la oí quejarse por eso. En verano dejaba la ventana abierta toda la noche y a veces, cuando entraba a su cuarto, la encontraba con los brazos apoyados sobre el marco oscuro de madera barnizada. Usaba una enagua de breteles finitos que, en las noches calurosas, a causa de la transpiración, se le adhería a los pechos y al vientre. 

-¿Qué pasa? –me preguntaba cuando yo abría la puerta.

Otras veces la encontraba sentada sobre la cama. Era una cama tan alta que las piernas le quedaban colgando y ella hacía un balanceo casi imperceptible con los pies.  Mi abuelo dormía de espaldas, abrazado a la almohada, mientras ella revolvía una caja de zapatos llena de papeles, escritos casi todos en italiano. Cartas que ella desdoblaba y me leía en ese susurro espeso en el que hablábamos para no despertar a mi abuelo. Tarjetas. Fotos que tenían una dedicatoria al dorso. Estampitas de comunión de sus parientes en Italia. Ella me leía y hacía crecer un murmullo en ese calor pesado del cuarto. Después volvía a guardar todo en la caja y la escondía abajo del ropero.

-El abuelo no sabe, eh –me decía.

Y aunque nunca terminé de conocer del todo esos secretos, yo los guardé para siempre. Y a veces cuando escribo me parece que es eso lo que vuelve. El susurro de un idioma que entiendo a medias dentro de un cuarto caluroso; apenas un puñado de palabras para contar lo que está oculto. Voces de gente que no conozco, y que hablan ahí, encerrados en una caja de zapatos escondida debajo del ropero. Y una luz que algunas noches se filtra por debajo de la puerta y alcanza para alumbrar la oscuridad mientras camino. 

 

 

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