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Recuerdos del futuro

Por Siri Hustvedt

Una escritora consagrada que trabaja en sus memorias redescubre los viejos diarios de su primer año en Nueva York, a finales de la década de 1970. Leé el arranque de la novela de la autora nacida en Minnesota en 1955 que Seix Barral acaba de lanzar.

Por Siri Hustvedt. Traducción de Aurora Echevarría Pérez.

 

 

Hace años dejé las extensas llanuras de la Minnesota rural para dirigirme a la isla de Manhattan en busca del héroe de mi primera novela. Cuando llegué allí en agosto de 1978, más que un personaje era una posibilidad rítmica, una criatura embrionaria de mi imaginación percibida como una serie de compases métricos que se aceleraban o ralentizaban con mis pasos al recorrer las calles de la ciudad. Creo que esperaba descubrirme a mí misma en él, demostrar que ambos éramos dignos de cualquier historia que pudiera salirnos al encuentro. En Nueva York no buscaba felicidad ni comodidades sino aventuras, y sabía que la persona aventurera debe someterse a un sinfín de pruebas por tierra y por mar antes de regresar a casa, o acaba sucumbiendo a manos de los dioses. Entonces no sabía lo que ahora sé: que al escribir también me escribía. El libro había empezado a escribirse mucho antes de que yo dejara las llanuras. En el cerebro tenía grabados múltiples borradores de una novela de misterio, pero eso no significaba que supiera qué iba a salir. Mi héroe aún por formar y yo nos dirigíamos a un lugar que era poco más que una brillante ficción: el futuro.

Me había dado doce meses exactos para escribir la novela. Si al final del verano siguiente mi héroe había nacido muerto o fallecía aún en pañales, o si resultaba ser un zopenco cuya vida no merecía ni un comentario; en otras palabras, si no era realmente un héroe, los dejaría atrás tanto a él como a su novela, y me pondría a estudiar a los antepasados de mi criatura muerta (o fallida), los moradores de los volúmenes que llenan las ciudades fantasma que llamamos bibliotecas. Me habían concedido una beca para cursar Literatura Comparada en la Universidad de Columbia, y cuando pregunté si podía posponerla para el año siguiente, las autoridades invisibles me enviaron una carta interminable en la que aceptaban mi petición.

Una habitación oscura con una cocina pequeña, un dormitorio aún más oscuro, un diminuto cuarto de baño de baldosas blancas y negras, y un armario con el techo de yeso lleno de protuberancias en el número 309 de la calle Ciento nueve Oeste me costaban doscientos diez dólares al mes. Era un piso lúgubre en un edificio destartalado y lleno de desconchones y grietas, y si yo hubiera sido diferente, si hubiera tenido un poco más de mundo o hubiera leído un poco menos, la pintura verde ácido y las vistas a dos paredes sucias de ladrillo en el sofocante calor del verano me habrían desinflado a mí y mis ambiciones, pero en aquel momento no existía el grado de diferenciación, por ínfimo que fuera, que eso requería. Lo feo era hermoso. Decoré las habitaciones alquiladas con las frases y los párrafos embrujados que sacaba a mi antojo de los numerosos volúmenes que tenía en la cabeza.

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Los primeros momentos que pasé en mi piso conservan en mi memoria una cualidad radiante que nada tiene que ver con la luz del sol. Están iluminados por una idea. Entregada la fianza, pagado el alquiler del primer mes y cerrada la puerta en la cara de mi achaparrado y risueño conserje, el señor Rosales, con las axilas de mi camiseta empapadas de sudor, salté sobre las tablas del suelo en lo que creía que era una giga y lancé los brazos al aire, triunfal.

Tenía veintitrés años y una licenciatura en Filosofía y Literatura Inglesa en el Saint Magnus College (una pequeña escuela de Humanidades de Minnesota fundada por inmigrantes noruegos); cinco mil dólares en el banco, un fajo de dinero que había ahorrado al acabar la carrera trabajando de camarera en Webster, mi ciudad natal, y durmiendo gratis en casa durante un año; una máquina de escribir Smith Corona, un juego de herramientas, una batería de cocina que me había dado mi madre y seis cajas de libros. Construí un escritorio con tablones y una plancha de contrachapado. Y compré dos platos, dos tazas, dos vasos, dos tenedores, dos cuchillos y dos cucharas contando con el futuro amante (o serie de amantes) con quien, después de una noche de sexo delirante, pensaba compartir un desayuno de tostadas y huevos sentados en el suelo, pues no tenía mesa ni sillas.

Recuerdo la puerta cerrándose en la cara del señor Rosales, y recuerdo mi euforia. Recuerdo las dos habitaciones del viejo piso, y puedo ir de una a otra con la imaginación. Todavía veo el espacio, pero, si soy sincera, no puedo describir los dibujos que trazaban las grietas en el techo del dormitorio, las toscas líneas y las delicadas floraciones que sé que estaban allí porque las examinaba; tampoco estoy totalmente segura del tamaño de la nevera, por ejemplo, aunque creo que era más bien pequeña. Sí recuerdo que era blanca y quizá con las esquinas redondeadas en lugar de rectas. Cuanto más me concentre en recordar, probablemente más detalles saldrán, aunque podrían ser inventados. Así que no me extenderé sobre el aspecto, por ejemplo, de las patatas que había en los platos hace treinta y ocho años. No diré si eran blancuzcas y hervidas, ligeramente salteadas, al gratén o fritas, porque no las recuerdo. Si eres uno de esos lectores que disfrutan con las autobiografías llenas de recuerdos muy concretos, debo decir que los autores que afirman recordar a la perfección sus röstis de patatas de décadas atrás no son de fiar.

Y así llego a la ciudad con la que sueño desde que tenía ocho años y que no conozco ni un ápice (de niña confundía ápice con átomo, que asociaba con la aterradora física de la bomba).

Y así llego a la ciudad que he visto en películas y sobre la que he leído en libros, que es Nueva York pero también otras ciudades, París, Londres y San Petersburgo, la ciudad de las aventuras y desventuras del héroe, una ciudad real que es al mismo tiempo una ciudad imaginaria.

 

[Continúa en...]  

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