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Roberto Arlt reeditado: descubrimiento de un nuevo contemporáneo

Sobre El amor brujo

"La novela de Arlt podría leerse como la educación sentimental argentina: una educación que promueve el drama como forma vincular, la paranoia y los celos, la posesión obsesiva y la histeria, sobre todo la verborragia y la compulsión a narrar nuestras desdichas a los demás, más allá del principio de placer". Matías Moscardi lee la novela que Arlt publicó originalmente en 1932 y ahora reedita Bärenhaus.

Por Matías Moscardi.

 

En una entrevista de 1979, Borges declaraba: «Yo escribo para distraerme del amor». El amor brujo (1932), de Roberto Arlt –reeditada el año pasado por Editorial Bärenhaus–, podría pensarse como la milimétrica recusación de esta idea: una novela donde el amor hace metástasis hasta enervarlo todo. Tal es así que, al comienzo, la mínima espera desata un pico de ansiedad y exacerbación que modifica los modos de percibir la realidad: «Los semáforos se asemejaban a inmóviles instrumentos de tortura».

Estanislao Balder es el nombre del cuerpo que padece el tumor amoroso: neurótico de manual –esto quiere decir que su síntoma es un cambalache de otros: obsesiones, perversiones, un poco de paranoia, un poco de histeria–, Balder se presenta como un sujeto incapaz de atravesar su enamoramiento en términos de placer y serenidad. Lo que empieza como una comedia –«Chiquito, sos un desvergonzado comediante»– se desarticula constantemente como un drama: Balder es un experto en encontrarle la quinta pata al gato. Su exceso de racionalidad da fiebre, los pensamientos se enredan como virutas de acero en la boca. Para Balder, pensar en la joven Irene es tan inevitable como tormentoso: el chicle de vidrio que su escritura rumia a pesar de las heridas.

Un memorable personaje de Cheever que también es ingeniero descubre la geometría del amor, otra forma de racionalidad para empezar una nueva vida. En un rapto de euforia, se imagina escribiendo un libro de nombre La emoción euclidiana: geometría del sentimiento. Por supuesto, cualquier intento por descular en términos de una ciencia exacta la imprecisión escurridiza y contradictoria del amor y del dolor está, desde el vamos, condenada al fracaso. Dice Balder: «La vida es una máquina espantosa. Me doy cuenta que los problemas no se pueden resolver como en geometría». Y luego se pregunta: «¿No es realmente diabólica esta química de los sentimientos?». La contradicción es, en efecto, uno de los temas complementarios del mundo amoroso, el problema de tener una consciencia contrapuntística –«El Fantasma de la Duda»– susurrándonos constantemente al oído:

–He terminado para siempre.

–Volverás…

Uno de los capítulos se llama nada más y nada menos que «La voluntad tarada»: esa forma de nombrar típicamente arltiana se mezcla con los sonidos de la narrativa y poesía argentina actuales. La reedición de Arlt, en este sentido, no equivale a la reedición de un texto clásico: es el descubrimiento de un nuevo contemporáneo. Por momentos, su prosa parece un poema de Señales de una causa personal, de Joaquín Giannuzzi; por momentos, en algunos estallidos de perversión y paranoia, se adelanta a El traductor, de Salvador Benesdra; por momentos, en ciertas descripciones del paisaje urbano, suena como El cielo de Boedo, de Daniel Durand.

La voluntad, entonces, está tarada, es decir, malograda, fallada, trabada. En consecuencia, la escritura articula sus taras distintivas: la consciencia de Balder es un «intrincado caracol interno»; el amor, como el futuro, aparece como «El País de las Posibilidades»: un acontecimiento ingobernable de pura potencialidad proliferante, un jardín de senderos que se bifurcan en clave de drama romántico, «el apapanatado merengue del tema amoroso».

Otra nota estilística curiosa en cuanto a la escritura de Arlt es el uso del prefijo «semi»: «semidespegados», «semidormido», «semiimbécil» y «semiimbecilidad» –que aparecen repetidos varias veces–, «semiincosciencia», «semiburguesa», «semicircular», «semiextrañado», «semidesvanecido», «semiadormecido», «semidesnudos» y «semiasfixiados», como si la insistencia en este prefijo hablara de un mundo incompleto, un universo parcial, rudimentario, un deseo a medio camino que, como en el tema de los Rolling Stones, no puede alcanzar la satisfacción. A la vez, ese prefijo parecería designar el sustrato fatal del discurso amoroso: su condición fragmentada, partida, amputada. ¿Todo amor es semiamoroso?

Afectividad y racionalidad entran inevitablemente en crisis: el amor embruja la razón, la hace trastabillar, tropezarse con sus propios límites. «Marcho hacia este mecanismo de desdichas como si estuviera hipnotizado» ¿De dónde proviene este cortocircuito? Balder: «A través de la lectura de novelas me había creado un concepto casi dionisíaco de la pasión». Quizás ese embrujo del que habla la novela sea la misma lente perceptiva y afectiva de la que nos hablan el Quijote y Madame Bovary. Los libros, las películas, el universo simbólico que nos rodea, no es simplemente un estímulo externo: la química de nuestros sentimientos se ve alterada de manera radical. Todos somos un poco Alonso Quijano, un poco Madame Bovary, un poco Balder, hipnotizados por las novelas románticas y de caballerías importadas de Hollywood.

Después está el tema de la ciudad, de la metrópoli: no hay que olvidar que de este culebrón es un culebrón urbano. Amor y ciudad se complementan: «Imposible buscar a nadie en el bullicio de la multitud». Arlt ya intuía, casi un siglo antes que Zizek, que el amor es el mal: elegir a alguien y extraerlo por sobre el todo de la multitud, a partir de una especie de pinzamiento afectivo, es un acto de violencia fallado de fábrica.

Casi como un desarrollo en clave novelística de ese Tratado del amor que José Ingenieros nunca publicó, la novela de Arlt podría leerse como la educación sentimental argentina: una educación que promueve el drama como forma vincular, la paranoia y los celos, la posesión obsesiva y la histeria, sobre todo la verborragia y la compulsión a narrar nuestras desdichas a los demás, más allá del principio de placer. Balder llega a ser tan insoportable que un testigo eventual de sus desgracias le confiesa, en un golpe de comedia: «Habría que matarlo a usted, Balder. Nos está volviendo locos a todos con su amor».

 

 

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