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Sindicato de escritores

Rubén Darío

Unidos y profesionalizados

"Fue Rubén Darío el primero que vendió un soneto a una revista, comenzando el proceso de profesionalización de los escritores en América Latina. Horacio Quiroga, por ejemplo, logró vivir de vender cuentos en las revistas".

Por Luciano Lamberti.

Leo La biblioteca de los libros rechazados, de David Foenkinos, que acaba de salir en Alfaguara. Es un libro ágil, de lectura rápida, sin demasiadas pretensiones, bien escrito: una comedia. Las ilustraciones de la tapa, que nos muestran caricaturas de sus personajes y sus “funciones” (“La vendedora de lencería”, “La editora”, “El crítico literario”, etc) son una acertada declaración estética. Una novela que cuenta muchas historias en un número de páginas relativamente corto (menos de trescientas) pero que cuenta, sobre todo, una historia: la de una biblioteca donde van a parar todos los libros rechazados por las editoriales. Un proyecto delirante, algo tierno, que en un viejo aficionado a la lectura lleva adelante. Tiempo después, una joven pareja, ella editora, él escritor, encuentran un libro en su interior que les parece genial. Se trata de la novela de un absoluto desconocido, un tal Henry Pick, el dueño de una pizzería que falleció años atrás, alguien que nunca frecuentó la literatura en ninguna de sus formas. El descubrimiento se vuelve un suceso editorial, se venden millones de ejemplares, la esposa del pizero y su hija son entrevistadas en la televisión. Ambas declaran no haber visto nunca a Pick escribiendo, ni siquiera leyendo, lo que parece volver a la gente más loca todavía.

Se narran, también, la serie de consecuencias que conlleva la lectura y publicación de un libro, parejas que se arman y se desarman, vidas que encuentran su sentido, malentendidos varios y secretos que se revelan a lo largo de una trama, como se dice en las contratapas, “trepidante” y llena de vueltas de tuercas. El libro trata, entonces, sobre el sistema literario contemporáneo, que otorga más importancia a la persona que a la obra, y sobre lo que significa leer y enamorarse de lo leído. La alusión a esa serie de obras que se denominan “literatura del yo” es bastante clara. Si al libro lo hubiera un escritor cualquiera no tendría demasiado valor, vale precisamente porque es la obra descubierta del dueño de una pizzería. Ambos costados del problema pueden ser pensados como partes de una dicotomía cruel: la literatura está muerta, la literatura sigue viviendo en los pocos que todavía creen en esa disciplina artesanal del pasado.

Una vez me preguntaron qué escritor consideraba sobrevalorado. ¡Ninguno!, respondí, con exagerados signos de admiración. Los sobrevalorados son los jugadores de fútbol y las estrellas de la televisión, los escritores no. Los escritores, que sueñan con ser leídos y saben que, en un gran porcentaje, no van a ser muy leídos que digamos, y siguen dedicándole tiempo, esfuerzo, encierro y ruptura de relaciones amorosas y de cualquier otra clase a sus libros, no son sobrevalorados para nada. Bien lo sabe cualquiera que haya leído un libro de Bolaño: la miseria de la poesía es grande y los cubre a todos con una sombra oscura y nada benéfica. Si el libro de Foenkinos está diciendo algo es que el sistema literario contemporáneo está, lo que se dice, podrido. Nadie lee, ni los periodistas culturales ni los propios críticos ni los editores. Todo el mundo está detrás de la próxima moda, que en general se relaciona más con la foto del escritor (entendiendo en “la foto” todo un género, desde la de Truman Capote a los veintipico hasta la actualidad, algo que habla de una pose en todos los sentidos posibles de la palabra): si es hijo de tal, si va a contar tales secretos, si milita en algún movimiento feminista o fue impactado por un rayo a la edad de cinco años. El libro es un accesorio a esa foto, es lo que rodea la foto, y la novela se ocupa de dejarlo muy claro.

¿Estoy llorando? Estoy llorando. ¿Estoy quejándome? Estoy quejándome, sí. Son las dos actividades favoritas de los escritores. ¿Quisiera haber nacido en otra época? Por supuesto. Pero me tocó esta y ahora que entrevisto escritores, la parte más sustancial de esas charlas es la que queda afuera: las lágrimas, las quejas, lo propio del género. Con algunos incluso hablamos de formar un sindicato para que las editoriales (las multinacionales y las otras, las pequeñas, las independientes) nos paguen lo que nos merecemos por nada más y nada menos que escribir los libros, sin los cuales su trabajo no existiría. Algunas editoriales independientes, incluso, jaja, cof cof, cobran por editar. A ver si entiendo: uno escribe el libro, uno paga por editarlo, el editor lo vende y se queda con la plata. ¿Estamos todos locos o me parece a mí?

Basta de hacer cosas “de onda”. Se acabó la “onda”. Hola, Luciano, estoy armando una antología y quería sacar un cuento tuyo. Lamentablemente no le podemos pagar a los autores. Pero ¿vas a vender la antología? Sí. Entonces la plata te la vas a quedar vos, y mi trabajo, como siempre, no va a dar un centavo (más que para vos). Todo el mundo se cree con derecho a usar el tiempo de un escritor como se le da la gana, como si el escritor comiera palabras y viviera en el mundo de las ideas.

Fue Rubén Darío el primero que vendió un soneto a una revista, comenzando el proceso de profesionalización de los escritores en América Latina. Horacio Quiroga, por ejemplo, logró vivir de vender cuentos en las revistas: su famoso estilo seco, lacónico y económico surgió de las limitaciones impuestas por las revistas, en gran medida. En América Latina, el proceso por el cual un escritor podía vivir de sus libros, o de todo lo que acompaña a un libro (charlas, notas, etcétera) llegó a un punto álgido y fue decayendo hasta la triste situación actual, donde pedir plata por trabajo te convierte en una mala persona.

Lo bueno es que el segundo semestre (del segundo año) empieza otra Argentina, y ahí sí vamos a ser todos felices de una vez y para siempre.

 

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