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Stefan Zweig: "Para nuestra generación, no hubo escapatoria"

El mundo de ayer

"Todos los pálidos jinetes del Apocalipsis han cabalgado a través de mi vida: la revolución y el hambre, la devaluación y el terror, las epidemias y la emigración". Compartimos la novedad de Libros del Zorzal, presentada por su autor.

Jamás le atribuí tanta importancia a mi propia persona como para sentirme tentado de contarles la historia de mi vida a los demás. Mucho hubo de acontecer, infinitamente mucho más de lo que normalmente le toca a una generación puntual en materia de sucesos, catástrofes y pruebas, para que me armara de valor y comenzara un libro que me tiene por protagonista o, mejor dicho, como centro. Nada más lejos de mí que ponerme en primer plano con él, salvo al modo de quien presenta una conferencia ilustrada con diapositivas; la época pone las imágenes, yo me limito a acompañar con palabras, y en realidad no será tanto mi destino el que narro, sino el de toda una generación: nuestra generación única, que ha cargado con el peso del destino como ninguna otra en el curso de la historia. Cada uno de nosotros, incluso el más pequeño e insignificante, se ha visto convulsionado en su existencia más íntima por las casi ininterrumpidas y volcánicas sacudidas de nuestra tierra europea; y en medio de las innúmeras personas no puedo atribuirme otra prioridad por sobre nadie que la de haberme encontrado como un austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista, justamente allí donde los temblores fueron más intensos. Han derrumbado tres veces mi casa y mi existencia, me han separado de cada cosa anterior y pasada y, con su dramática vehemencia, me han arrojado al vacío, a ese “no sé adónde ir” que ya conozco tan bien. Pero no me quejo. Es precisamente el apátrida el que se libera en un nuevo sentido, y solo quien ya no está ligado a nada no tiene más nada que respetar. Por eso espero al menos poder cumplir con una de las condiciones principales de todo honesto retrato de época: la sinceridad y la imparcialidad.

Pues sí que me desprendí de todas mis raíces, y hasta de la tierra donde dichas raíces se nutrieron, como rara vez lo habrá hecho otra persona. Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo; pero ni lo busquen en el mapa: lo borraron sin dejar rastro. Me crie en Viena, la metrópolis dos veces milenaria y supranacional, y tuve que abandonarla como un criminal antes de que la degradaran a ciudad provincial alemana. En la lengua en que la escribí, mi obra literaria fue reducida a cenizas, en ese mismo país donde mis libros supieron granjearse la amistad de millones de lectores. Así que no pertenezco más a ningún lugar: soy extranjero en todas partes y, en el mejor de los casos, un invitado. También he perdido la auténtica patria que mi corazón había elegido, Europa, dado que esta por segunda vez se suicida desgarrándose en una guerra fratricida. Contra mi voluntad, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más feroz triunfo de la brutalidad que registra la historia; nunca –y no lo digo con orgullo, sino con vergüenza– una generación ha padecido semejante colapso moral desde semejante altura espiritual como lo hizo la nuestra. En el breve lapso que va desde que empezó a salirme la barba hasta que empieza a encanecerse, en este medio siglo han acontecido más transformaciones y alteraciones radicales que en diez generaciones, y todos sentimos lo mismo: ¡ya basta! Mi hoy difiere tanto de cada uno de mis ayeres, mis ascensos y mis traspiés, que a veces me parece que no he vivido solo una sino muchas existencias diversas, completamente distintas entre sí. Pues a menudo me pasa que espontáneamente hablo de “mi vida” y sin querer me pregunto: “¿Cuál de ellas?”. ¿La de antes de la guerra? ¿La de la primera o la de la segunda? ¿O la de hoy?

Entonces me sorprendo a mí mismo al decir “mi casa”, y de inmediato no sé a cuál de todas me refiero: si a la de Bath, o a la de Salzburgo, o a la casa paterna en Viena. O bien digo “entre nosotros”, y tengo que recordar, espantado, que hace mucho que pertenezco tan poco a la gente de mi patria como a los ingleses y los norteamericanos, pues allí ya no estoy vinculado en forma orgánica y aquí, a su vez, nunca estaré integrado del todo. Tengo la sensación de que el mundo en el que crecí, el de hoy y el que está entre ambos se separan cada vez más, como mundos netamente diferentes. Cada vez que converso con amigos más jóvenes y les cuento episodios de la época anterior a la Primera Guerra, advierto por sus preguntas de asombro cuán histórico o inimaginable se ha vuelto ya para ellos lo que para mí sigue siendo una realidad evidente. Y un instinto secreto que hay en mí les da la razón: se han roto todos los puentes entre nuestro hoy, nuestro ayer y nuestro anteayer. Yo mismo no puedo dejar de maravillarme ante la abundancia, ante la variedad de cosas que hemos apilado en el estrecho espacio de una única existencia (por cierto, de lo más incómoda y amenazada), sobre todo si la comparo con la forma de vida de mis antepasados. Mi padre, mi abuelo: ¿qué es lo que han visto? Cada uno de ellos vivió una vida monótona. Una vida singular, de principio a fin, sin ascensos, sin caídas, sin sacudones ni peligros; una vida con pequeñas tensiones e imperceptibles transiciones; las olas del tiempo los llevaron de la cuna a la tumba con un mismo ritmo, sosegado y silencioso. Vivieron en el mismo país, en la misma ciudad, y casi siempre incluso en la misma casa; lo que ocurría en el mundo exterior en realidad solo pasaba en los periódicos y nunca llamaba a su puerta. Claro que en sus días también estallaba alguna guerra en alguna parte, pero eran guerritas, considerando la escala actual, que tenían lugar lejos de las fronteras, y no se oían los cañones; al cabo de medio año, se habían terminado y caían en el olvido, cual una árida página de la historia: entonces retornaba la vieja vida de siempre.

Nosotros, en cambio, hemos vivido todo sin retorno; nada quedó de lo anterior, nada volvió. A nosotros nos fue dado participar al máximo de lo que la historia en general asigna económicamente por país y por siglo. Una generación, a lo sumo, había formado parte de una revolución; otra, de un golpe de Estado; una tercera, de una guerra; una cuarta, de una huelga de hambre; una quinta, de una bancarrota nacional, y muchos benditos países, muchas benditas generaciones, ni siquiera de nada de eso. Pero nosotros, que ahora rondamos los sesenta años de edad y de jure aún tenemos un poco de tiempo más por delante, ¿qué no hemos visto, no hemos padecido, no hemos presenciado? Nos hemos leído de cabo a rabo el catálogo de todas las catástrofes imaginables (y todavía no llegamos a la última hoja). Yo mismo he sido contemporáneo de las dos mayores guerras de la humanidad y hasta viví cada una en un bando distinto: una, con los alemanes, y la otra, contra los alemanes. Antes de la guerra, he conocido el grado y la forma más altos de la libertad individual, y después, su nivel más bajo desde hace siglos. He sido homenajeado y despreciado, libre y cautivo, rico y pobre. Todos los pálidos jinetes del Apocalipsis han cabalgado a través de mi vida: la revolución y el hambre, la devaluación y el terror, las epidemias y la emigración. Con mis propios ojos, he visto a las grandes ideologías de masas crecer y expandirse: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, ante todo, la peor de las pestes, el nacionalismo, que ha envenenado a la flor y nata de nuestra cultura europea.

Tuve que ser testigo indefenso e impotente de la más impensable caída de la humanidad en la barbarie, olvidada desde un largo tiempo atrás, con su consabido y programático dogma antihumanitario. A nosotros nos estaba reservado, después de siglos, volver a ver guerras sin declaración de guerra, campos de concentración, torturas, saqueos masivos y bombardeos de ciudades indefensas, bestialidades, todas estas, que las últimas cincuenta generaciones no habían conocido y que las venideras ojalá no tengan que soportar. Pero paradójicamente, justo en el momento en que nuestro mundo retrocedía un milenio en lo moral, también he visto a esa misma humanidad elevarse a cimas insospechadas en lo técnico y lo intelectual, al superar de un aletazo todos los logros de millones de años: la conquista del éter gracias al avión, la transmisión de la palabra terrenal en un segundo por todo el globo terráqueo y, con ello, el triunfo sobre el espacio sideral, la desintegración del átomo, la derrota de las enfermedades más insidiosas, la conversión casi cotidiana de loa hasta ayer imposible en posible. Jamás hasta el día de hoy la humanidad en su conjunto se ha comportado más diabólicamente, y jamás ha alcanzado logros tan semejantes a lo divino.

Se me hace un deber dar testimonio de nuestra vida tensa y dramáticamente llena de sorpresas, porque –repito– todos fueron testigos de esta monstruosa transformación, todos se vieron forzados a serlo. Para nuestra generación, no hubo escapatoria, no hubo hacerse a un lado, como para las anteriores; por obra de nuestra nueva organización de la simultaneidad, nosotros estuvimos permanentemente incluidos en la época.

Cuando las bombas destruían las casas en Shanghái, ya lo sabíamos en nuestros hogares europeos, antes de que se evacuara a los heridos. Lo que ocurría allende el mar, a miles de millas, saltaba a nuestros ojos en forma de vivas imágenes. No había defensa, no había protección contra el continuo estar informado e involucrado. No había país al que se pudiera huir ni quietud que se pudiera comprar, siempre y por doquier nos atrapaba la mano del destino y nos metía de nuevo en su insaciable juego.

Había que someterse constantemente a las exigencias del Estado, caer víctima de la política más estúpida, adaptarse a los cambios más fantásticos; uno siempre estaba encadenado a lo común, por mucho que se opusiera; uno se veía arrastrado irresistiblemente. El que atravesó esta era o, mejor dicho, el que fue perseguido y asediado por ella (pues casi no tuvimos respiro) ha vivido más historia que cualquiera de sus antepasados. Hoy también volvemos a encontrarnos ante un giro, ante un final y un nuevo comienzo. Por lo tanto, es muy intencional de mi parte que provisionalmente concluya esta retrospectiva de mi vida en una cierta fecha. Pues ese día de septiembre de 1939 le pone el definitivo punto final a la época que nos formó y educó a los sesentañeros. Pero, si con nuestro testimonio transmitimos a la generación venidera siquiera una pizca de verdad surgida del derrumbe, nuestro esfuerzo no habrá sido del todo en vano. Soy consciente de las circunstancias desfavorables, pero tan características de nuestra época, en las que trato de dar forma a mis recuerdos. Los redacto en plena guerra, los redacto en el extranjero y sin la más mínima ayuda para mi memoria. En mi habitación de hotel, no dispongo ni de un ejemplar de mis libros, ni de una anotación, ni de una carta de amigos. No puedo informarme en ningún lado, porque en todo el mundo el correo internacional está interrumpido u obstaculizado por la censura. Vivimos tan aislados como hace siglos, antes de que se inventaran el barco a vapor y el

tren y el avión y el correo. De modo que de todo mi pasado no tengo más que lo que llevo en la cabeza. En este momento, todo lo demás me resulta inaccesible o está perdido. Pero nuestra generación ha aprendido bien el arte de no lamentar las pérdidas, y acaso la falta de documentación y detalles sea

en beneficio de mi libro. Porque no considero que nuestra memoria sea un elemento que retiene una cosa meramente por azar y que pierde otra por azar, sino una fuerza que ordena y elimina a sabiendas. Todo cuanto uno olvida de su vida en verdad ya estaba condenado a ser olvidado hace mucho, por acción de un instinto interno. Solo cuanto quiero conservar tiene derecho a ser conservado para otros. ¡Así que hablen y elijan en mi lugar, recuerdos, y al menos den un reflejo de mi vida antes de que se hunda en la penumbra!

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