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Tres consignas de escritura por Gabriela Bejerman

Por Gabriela Bejerman

Tres consignas de escritora argentina nacida en 1973 en Buenos Aires, autora de libros como HeroínaUn beso perdurable. Tomados de su novedad por Rosa Iceberg: El libro de escribir.

Por Gabriela Bejerman.

 

 

 

Sol

 

Nunca me expongo: uso sombrero, gafas, protector cincuenta, camisas blancas de manga larga si no hay chance de refugiarme en la sombra. Guantes en la bici. Pero no lo odio para nada, como ese compañero de la facultad que decía, mientras esperábamos el colectivo: si fuera por mí, que techen todas las playas. Una mañana, después de la noche entera Cindor (sin dormir), propuse a mis compañeros de vampirismo salir a la terraza a absorber unos rayos (en vez de rayas). Les pareció muy desatinada la invitación y se negaron; en cambio, yo salí. Fui calificada por la vampira reina como una persona angelical, porque después del reviente me le animaba al sol. 

En la adolescencia, el sol tenía una labor muy importante: broncearnos. Ser blanca teta era lo menos. Mis compañeras se aplicaban untuosos bronceadores con un olor a coco que te mareaba de felicidad y aguantaban horas echadas ahí, en una promisoria inmovilidad. Lo mismo que hacen les teens ahora, pero en vez de al celu, al sol. 

Una vez me insolé. Fue en Santa Teresita. La resolana resultó engañosa, yo leí doscientas páginas de algún Cortázar sin darme cuenta. Al otro día, al amanecer, me espié la cara con un espejito adentro de la carpa y no me reconocí, parecía un tomate. Tomate fue justamente lo que me recomendaron aplicarme, en rodajas, para curar esa cara de bebé rojo y gordinflón en que me había transformado. A lo largo del día me hice ancianita, estaba toda arrugada, se me fue pelando esa piel hasta que un par de días después, recuperé mi edad. El sol me había dicho algo: cómo ser amigos y no enemigos. 

¿Qué clase de deidad es para vos el sol? ¿Le huis, preferís permanecer a la sombra del ombú? Escribile al sol una carta. O contá algo que una vez te pasó. Flotá de amor por los rayos que te ceban. Narrá cómo lo recuperaste un día, esa vieja historia de amor. ¿Dejaste de ser dark? ¿Te amigaste con la luz? ¿Cuál es tu sol? ¿El que sale, el que cae, el de invierno, el de un viaje muy al norte, muy al sur? ¿Qué sol te levanta? ¿Cuál es tu sol hoy?

 

 

 

 

Herir 

 

Cuando pienso en las heridas que causé, se me aparecen escenas como esta: estábamos en primer año. Al papá de Julia le habían regalado un escudo de Paraguay (fruto de alguna tramoya, estimo). Somos cinco amigas que de pronto han creado un plan perfecto. Regalarle a Marta Tetti, la profesora de plástica, ese inútil escudo de un país que no nos provoca nada. Preparamos un paquete. Lo envolvemos con papel, moño y una carta emotiva en donde le agradecemos que nos invite “a pintar nuestra vida cada día de un color” (frase que jamás se me borró). Para que todo sea más verídico, le pedimos a la alumna perfecta, Marina Galano, que haga entrega del obsequio en nombre de toda la clase. Todo está funcionando perfecto, parece. Marta abre el sobre, lee la carta; sus ojos, que siempre están inyectados en sangre furiosa por lo indolentes y poco artísticos que somos, hacen agua por primera vez. Rompe delicadamente el papel (quién sabe qué estará pensando), desnuda el escudo. Entonces le urge salir del aula. Confirmamos por la ventanita que Marta Tetti está llorando, la hicimos llorar entre todos, entre treinta. Ahora viene un vuelco muy rápido, como si hiciéramos rafting. Nos damos cuenta de que ella se da cuenta de que esto fue un chiste. ¿Qué quisimos hacer? ¿Destruirla fácil? ¿Esto queríamos? Y si queríamos esto, ¿por qué de repente nos sentimos tan mal como ella, que sabe que esta era la última oportunidad de su vida docente de sentir un amor colectivo de parte del alumnado en lugar de ingratitud, conducta infame y cero arte? En algún momento Marta Tetti vuelve al aula, nos da la consigna del día como puede. De todos modos, ha dejado de ser una profesora, ahora es un ser humano. Lo sabemos porque pudimos destruirla, y saberlo nos ha costado casi tan caro como le ha costado a ella confirmar que nosotros no. 

Hacé una lista de las veces que heriste a alguien. ¿Hay una escena que puedas recuperar? O quizá puedas condensar varias en una. ¿Cuándo registraste la herida que causabas? ¿Justo mientras? ¿Apenas después? ¿Incluso antes? Tiempo y herida. Qué rápido es herir, y qué lento se hace una cicatriz. ¿Y vos querías curarla? ¿O querías ver cómo manaba de la herida tu propio dolor, el que te hizo herir? Cómo te arrepentías, cómo te veías de afuera y te querías frenar. ¿Cómo te ves ahora, qué te dirías, cómo te contendrías, en dónde volcarías la fuerza que te hizo lastimar? Qué distinto es lastimar de ser lastimada. Este texto es el lugar donde reconstruir heridas que causaste, donde desbrozar los momentos en mínimas unidades, porque cuando eso ocurrió, nada pudo detenerte. 

 

 

 

 

Doméstica

 

La vaporera de primera marca me la compré al mismo tiempo que la licuadora, un día que recuerdo vagamente como previo al verano, tal vez por el entusiasmo. No debe ser común, pensé, que alguien entre al local de Moulinex y se lleve lo más campante dos productos. Creí que el vendedor debía estar tan contento como yo. Ni siquiera le di mucha cabida a la culpa anti consumo que bien podía acalambrarme. Colgué la licuadora de un lado del manubrio y la vaporera del otro y me fui haciendo equilibrio con la bici hasta casa. 

Estos dos electrodomésticos son usados casi a diario, junto con la minipimer, que llegó después. Mis vedettes, dirían en un programa de televisión, pero no sé si todavía existe la televisión. Podría salir con un delantalito y cara de ama de casa satisfecha, orgullosa de la baqueteada vida de estos enseres amortizados. Ahora me acuerdo de una pobre mujer en un curso que yo daba, ella quiso escribir acerca de una olla espectacular. La olla merecía un gran texto, pero fallaba y fallaba por más que lo reescribía. Sería bueno pensar por qué a veces los textos no encuentran su aura, su sabor. 

Personalmente, me gusta el picoteo. Me identifico con la onda mariposa que pasa por una flor y por otra sin darse ni cuenta de a dónde va. Es una especie de técnica sin técnica que me funciona, pero tampoco me atrevo a pregonarla, porque descreo de las fórmulas y por pudor. En lo que sí creo es en disfrutar avanzando, en avanzar disfrutando. En hacer tripas corazón cuando escribimos, porque la mayoría de las veces nos tienta tirar todo por la borda y dudar del impulso que nos trajo hasta acá. Hace muchos años aprendí que si sigo un poco más, si tiro del hilito o si lo desenrollo o lo sostengo como una larga nota musical que se exhala con todo el cuerpo, algo más aparecerá ante nuestros ojos, extasiados por la pequeña sorpresa que escribir nos trae. 

Para cocinar, esta técnica no sé si es tan recomendada... embarcarse en picar una cebolla sin saber para qué la vas a usar casi siempre trae frustración y desperdicio, un plato desabrido. En cuanto a la mayonesa de zanahoria, tengo tanta experiencia que mido aceite y ajo a ojo y aprendí a desconfiar de las zanahorias pálidas. Si ahora estuviera escribiendo acerca de un objeto doméstico amado, terminaría explicando cómo bajo y subo con el zumbido agarrado fuerte de mi puño, deshaciendo cada duda, cada rodaja de zanahoria, logrando la emulsión perfectamente deliciosa que hará que les niñes de la casa consuman hortalizas con la misma felicidad que si se tratara de chizitos. 

Aclaremos que no necesariamente tendrás ganas de hablar de un electrodoméstico. Quizá tu fetiche de entrecasa sea un par de pantuflas, un lápiz siempre a mano, noblemente dispuesto al subrayado de tu antojo, o un repasador de gallinitas, o una regadera de carácter arborescente o una pinza pico de loro. Esta consigna es acerca de objetos domésticos amados. Vas a entrarle a la cosa de tu encanto, reverencia a su función, a la gracia con que cada vez se deja usar. Qué te copa de tu casa, qué pieza ineludible encuentra tus manos como si fueran madriguera. Para tu día de mente inquieta y elusiva, un objeto grato, dócil, un objeto compañero de la acción, de la vida en movimiento de una casa, la tuya. 

 

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