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Un par de zapatos: el entrenamiento del escritor

“Ninguna emoción salvo en las cosas”

"Van Gogh veía la vida de un hombre contenida en sus zapatos. Hay una famosa pintura suya: 'Un par de zapatos', sobre las que se han escrito libros enteros". Una nueva columna de Luciano Lamberti: "Nuestras cosas, nuestra ropa, tiene las marcas de lo que somos, tan personales y tan íntimas como el olor instransferible de una casa. Y descubrirlo es parte del entrenamiento de un escritor".

Por Luciano Lamberti.

Podría escribir una historia de mis remeras. Podría escribir una historia de cualquier remera, con solo verla, escucharla hablar. Durante una gran parte de mi vida compré ropa usada en la sede cordobesa de REMAR: sacos, pantalones, camisas, un poco por mis problemas económicos, un poco por amor a lo vintage, un poco porque no me gusta la ropa nueva. La siento incómoda, paradójicamente ajena, como si la ropa que un desconocido, seguramente muerto, hubiera estado usando, fuera más mía que esa otra, limpita, exhibida en un maniquí, lista para que yo me la ponga. No es mía una remera hasta que no tiene sus primeros agujeritos, y las mejores son las duran años y por cuyos agujeros pasa entera una moneda de diez centavos: esas son una parte de mi vida, casi una materialización de la memoria, antes de que mi madre (primero) y mi mujer (después) las tiren o conviertan en trapos para limpiar los muebles.

Van Gogh veía la vida de un hombre contenida en sus zapatos. Hay una famosa pintura suya: “Un par de zapatos”, sobre las que se han escrito libros enteros. No es raro para él: era capaz de ver un mundo en unas papas cocidas, o en una planta de girasol. Solo los pintores, y especialmente los que están diagnosticados, son capaces de ver, de hacernos ver, de empujarnos para que veamos algo tan maravilloso en algo tan trivial. Los zapatos de Van Gogh están observados desde arriba, aunque no desde muy arriba, como si el que acaba de sacárselos estuviera sentado, mirándolos fijamente. Digo “el que acaba de sacárselos” porque tienen los cordones desatados y no es un misterio que son zapatos de trabajador, sobre todo de alguien que trabaja la tierra.

Nuestras cosas, nuestra ropa, tiene las marcas de lo que somos, tan personales y tan íntimas como el olor instransferible de una casa. Y descubrirlo es parte del entrenamiento de un escritor. En Seymour: una introducción, Buddy Glass, el narrador, nos informa que su hermano mayor, el que mira más vidrio, podía identificar, a los seis años, en una reunión de personas en su casa, a quién pertenecía cada abrigo, cada gorro, cada bufanda, y devolvérselos con una sonrisa al final de la noche. Es una ficción del buen Salinger, pero ya Cortázar decía que Kafka era capaz de volver interesante a una piedra, y Carver que “tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado”.

“Ninguna emoción salvo en las cosas”, repetíamos como locos los poetas cordobeses en los 2000, a sabiendas que estábamos recreando un lema de los 90 en Buenos Aires: el de la poesía objetivista, la que se afirma en la superficie, mezclada con los principios del nouveau roman, pasado por Saer y deglutido por Casas o Gambarotta. La poesía tenía que librarse del sentimentalismo y trabajar sobre lo opaco y lo material. “La carretilla roja”, de Williams Carlos Williams era el ejemplo perfecto, que cito de la traducción de Zaidenwerg:

 

tantas cosas
dependen de
una carretilla
roja
lustrosa por el agua
de la lluvia
entre gallinas
blancas.

 

De adolescente me vestía con ropa de tíos muertos. El procedimiento era el siguiente: nos enterábamos de que moría un tío y a la semana llegaban las bolsas de consorcio. Tenía buenos pantalones de tela, buenas camisas, zapatos, unos sacos que yo usaba para sentirme escritor. Me gustaba esa ropa, me gustaba sentir que estaba llevando conmigo a mi tío, algunos a los que apenas conocía, que vivían en lugares lejanos y casi inverosímiles, a todas partes. Tenía la seguridad de que en algún momento iba a encontrar, en el bolsillo de uno de los sacos o pantalones, algún objeto revelador de una vida más profunda, más rica y honda que ésta.

Pero eso nunca sucedió.

 

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