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Editorial

Un saber de las cosas concretas

Consiglio por Kohan

La literatura de Jorge Consiglio en el ojo del autor de Dos veces junio, a propósito de su último libro: Tres monedas. "Una mirada que se posa, fija, sobre un detalle, sobre una completa minucia, para tratar de conjurar, o al menos de compensar, y en todo caso de escrutar, esa 'ética de la inconstancia' que prevalece más allá, allá afuera, del otro lado, en el mundo".

Por Martín Kohan.

 

¿Dónde dio Jorge Consiglio con este sorprendente Martínez Estrada, el del epígrafe de Tres monedas? Porque Ezequiel Martínez Estrada es nuestro fatalista por excelencia. Nadie como él, nadie más que él, concibió lo ineluctable, el destino inexorable del que no es posible escapar. Y Consiglio, por el contrario, nos ofrece este Martínez Estrada que, en el umbral de la novela, en la página paratextual por la que se ingresa al texto, nos hace pasar diciendo: “Comprende que este mundo no está regido por leyes inmutables; que es frágil, inseguro; que el azar reemplaza al destino”. Firmada por André Breton, por ejemplo, o por el Benjamin de “Tesis de filosofía de la historia”, o bien por Julio Cortázar, una cita de esta índole no supondría más que una afirmación directa del azar. Firmada, en cambio, por Martínez Estrada, nuestro experto consumado en fijezas invariables y futuros sin salida, no puede leerse sino como expresión de una tensión y un conflicto: el azar imponiéndose al destino, que era lo que había, en una lucha desigual y sorpresiva (a menos que se diga, y por qué no se lo diría, que el azar es nuestro destino, lo incierto nuestra fatalidad).

Las tres monedas de Tres monedas son monedas del I Ching. En la novela se consulta el I Ching. También el Tarot. También el Horóscopo Chino. Los personajes tienen esa ilusión, o esa necesidad: que el futuro pueda escrutarse. Precisan no quedar así sin más librados a lo que no se sabe ni puede saberse. Se definen en la resolución: “Elegía un rumbo y avanzaba; con cierta desorientación, pero avanzaba (…). De la misma forma, encaraba todo en su vida. Implacable. Perseverante” (Marina Kezelman); “No había nada que pudiera detenerlo, nada” (Amer); “las resoluciones inexorables había que asumirlas rápido. El alemán se levantó de la mesa resuelto, como si no hubiera pasado nada” (Carl). A pesar de eso, o en verdad por eso mismo, padecen la incertidumbre, precisan saber qué vendrá; sufren (y a la vez se fascinan) con personas como Zárate, que “era un tembladeral”, que “se manejaba en la incerteza” (“esa ambigüedad”, dice Consiglio, “lo volvía irresistible”). Hacen planes, trazan “el mapa de su vida”, piensan en el futuro, luchan contra las adicciones (contra lo débil de la voluntad); pero también consultan cartas y tiran monedas: se entregan (a lo Martínez Estrada) al azar como destino, al destino del azar.

Dice Consiglio de Marina Kezelman: “Tenía una estrategia para cada imprevisto. Había llegado al grado cero de lo fortuito”. El grado cero de lo fortuito, esa ambición. La pugna inclaudicable de las estrategias contra los imprevistos, resuelta desde el vamos por esta premisa contundente: “Hay cosas que empiezan por azar y no terminan nunca”. Es decir que esa fijeza, la de lo definitivo, no es lo otro del azar, sino más bien su consecuencia. Así andan, como pueden, el puñado de personajes que habitan estas Tres monedas: situados en la coyuntura volátil del azar, a la vez que en lo que se establece y es inmutable como consecuencia del azar mismo: “lo notable, lo realmente notable, fue que en medio de esa fabulosa anarquía hubo estructura”. Así es el mundo, así son las vidas, que propone Jorge Consiglio: impera una fabulosa anarquía, en la cual hay estructura; impera un fortuito azar, cuyas consecuencias no terminan nunca. Y a la vez, claro, ante cualquier pasión por lo inalterable, ese mundo y esas vidas se ofrecen como total contingencia, imprevisible y evanescente por definición: “Un presente que se creaba y se disolvía en el mismo instante”. Pues, ¿qué otra cosa es la taxidermia, para el caso el oficio de Amer, pero también su “filosofía de vida”, sino el afán de convertir lo muerto en un para siempre de apariencia de lo vivo? ¿Qué otra cosa es, sino el afán de traspasar al reino de lo inmutable eso que, muerto, no podría más que disolverse, deshacerse y no estar más, por perecido perecedero? Y a la vez, por eso mismo, ¿qué significa en la novela ese elefante muerto que, transportado en barco para Amer el taxidermista, por una falla en la cámara frigorífica empieza a echarse a perder? (no sé si en otras lenguas existe esta expresión, echarse a perder, con ese verbo: perder, para decir que algo se pudre).

El don de narrador de Jorge Consiglio radica, en buena medida, en su inmensa capacidad para entender, en la literatura, cómo es que las cosas pasan. Ningún saber de la vida en un sentido trascendental o metafórico; más bien un saber de la vida en el sentido en que es una filosofía de la vida (y no una filosofía de vida) la de Georg Simmel: un saber de las cosas concretas, un saber de las vivencias concretas. Que parte, desde luego, por definición, de la base socrática de que en principio no sabemos. Lo que se narra en Tres monedas: cómo es el conocer a alguien y que de eso se forme algo; cómo es dejar a alguien, comprobar el desamor; cómo es cuando nos dejan: qué hacemos, qué nos pasa; cómo es admitir una aventura, la sola vez que no va a repetirse, y que de ese hecho brote un hábito, brote la constancia, brote la necesidad, brote el amor; cómo es cuando un hijo quiere algo y ese algo para el padre es una herida. La manera en que las cosas pasan y lo que a cada cual le pasa con eso.

Entre la estrategia y lo fortuito, entre lo imprevisto y el plan: las historias de Tres monedas oscilan entre una vertiente y la otra. Un poco como lo que hace Marina Kezelman, que se vale de un olor (los olores tienen una función primordial en la novela) para pasar de la incertidumbre al hábito: “Un olor fuerte a aromatizador impregnaba la cabina. Kezelman sintió que esa fragancia sintética, que en otro momento de su vida le hubiera resultado inmunda, la alejaba de la incertidumbre”. Un poco como lo que hace Carl, que clava la vista en un punto fijo (la vista la clava para fijar ese punto, para que sea fijo) de manera de contrarrestar la irremediable inconstancia del mundo: “Miraba un punto fijo, una rotura en la pared, la huella de un clavo, una tacha. Eso, en aquel momento, para Carl, era la estabilidad; expresaba certeza, permanencia. El resto del mundo, con su movimiento, no resultaba confiable. Planteaba la ética de la inconstancia”.

¿Qué puede hacer, frente a la ética de la inconstancia, una estética de la permanencia? Poner a prueba, una y otra vez, junto con su buscada solvencia, su fatal fragilidad. Y es que el don de narrador de Jorge Consiglio se vuelve inseparable de su don de poeta. No porque ensaye algo así como una prosa poética, ni ninguna otra combinatoria análoga. Lo que toma, lo que exhibe, de esa condición singular que asume la palabra en un verso, es esa clase de presencia indeleble que a la vez va a resolverse, por así decir, en evanescencia. Su peso y su consistencia no impiden su labilidad. Cada palabra se expone en su necesariedad, la de ser esa y no otra, para constituir un hallazgo. Y al mismo tiempo, aunque escrita, existe sólo en la eventualidad, no está ahí sino para dejar de estar.

Algo de la mirada de Carl parece tener la literatura de Jorge Consiglio: una mirada que se posa, fija, sobre un detalle, sobre una completa minucia, para tratar de conjurar, o al menos de compensar, y en todo caso de escrutar, esa “ética de la inconstancia” que prevalece más allá, allá afuera, del otro lado, en el mundo.

 

 

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