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Un vampiro existencial

Por Luciano Lamberti

"El protagonista escribe porque no sabe quién es, escribe para saber quién es, escribe para atrapar el tiempo, del que no tiene una consciencia humana. Es siempre el mismo (un portero de unos cincuenta años, que no llama la atención)": una lectura de la última novela de Ricardo Romero, El conserje y la eternidad (Alfaguara).

Por Luciano Lamberti.

En Danza Macabra, ese gran libro de ensayos sobre el terror, Stephen King hace una clasificación de los monstruos de acuerdo a su significado, que va variando con el tiempo, que se adapta a las épocas (Regan, la protagonista de El exorcista, por ejemplo, es, según King, la forma en que los padres percibían a sus hijos adolescentes en la década del 70). Los monstruos, en ese libro, son arquetipos, manifestaciones de sentimientos primitivos y atávicos de la experiencia humana. El Hombre Lobo, por ejemplo, es la bestialidad presente en nuestra naturaleza, que la civilización no hace más que contener, el mismo que emerge cada vez el Doctor Jekill toma su pócima. La idea puede llevarse más lejos: cada vez que un alumno de secundaria en una escuela del primer mundo entra al aula con un AK-47 comprado en Walmart y en la hora de Lengua se da vuelta la gorra y fusila a sus compañeritos, es el Hombre Lobo el que ha tomado el mando. Una violación, una pelea callejera, son las grietas por las que escapa el Hombre Lobo. La sección de policiales de los diarios está llena de ellos.

En ese sentido, la figura del vampiro es una de las más interesantes. Algo debería decirnos el hecho de que haya sido visitada una y otra vez por la literatura, siempre con nuevos y distintos significados, dependiendo del contexto: desde el conde Drácula, con sus frases ampulosas, su peinado imperturbable y sus modales aristocráticos hasta la niña vampiro de Déjame entrar, el triste chupasangre autobiográfico de Entrevista con el vampiro, de Anne Rice, o cualquier película donde esos monstruos están más cerca de los animales que de los humanos. El monstruo está siempre representando, según King, un determinado momento de la sociedad. Es el símbolo del espíritu de la época, por esos sus aproximaciones son tan disímiles entre sí, aunque el arquetipo sea siempre el mismo.

En El conserje y la eternidad, publicado por Alfaguara, Ricardo Romero narra la vida opaca y plana de un portero en tres momentos de su vida: 1955, 1982, 2001. “Nada sucede”, dice, en varias oportunidades, y tiene razón, porque así está contado en su diario. Es la forma de contarlo, precisa, amable, madura y potente a la vez, la que le da su color particular.

Pero lo que diferencia a este portero de tantos otros que se visten con camisas verdes y se apoyan en la escoba para fumar un cigarrillo en las veredas de Buenos Aires, es que éste es un vampiro. Cada tanto lleva a alguien a su casa, bebe de él hasta saciarse, lo mata y desaparece el cadáver. Eso se narra con la misma morosidad con la que se describe la limpieza de un edificio o las relaciones entre los porteros y los inquilinos. Romero logra describir como nadie el cansancio, el escepticismo y la oscuridad en la que vive uno de esos “seres de la noche” que ha vivido (lo intuimos) miles de años.

Un vampiro existencial ha creado Romero en este libro. Un vampiro condenado a repetirse indefinidamente. Un vampiro incapaz de morir, ni siquiera con la exposición al sol, que solo le causa un vómito “negro y sin olor”. Un vampiro sin moral, observando con angustia la pequeñas vidas humanas a su alrededor, como un antropólogo enfermo. Un vampiro (y eso es un gran acierto) del que no se cuenta el nacimiento ni su transformación, nada que ayude a entender su condición, pero sí el infierno sin alteraciones en el que vive.

En ese sentido, la identidad es uno de los temas del libro. El vampiro, que toma diferentes nombres en las distintas épocas, tiene una especie de memoria inmediata. Todo es evanescente para él, plano, y en ese mundo sin alteraciones lo único que sucede, cada tanto, es la muerte de alguna de sus víctimas, que termina desangrada. También el hecho de que usurpe identidades ajenas, como si fuera un ser vacío que va mutando para adaptarse a las épocas.

La función de la escritura es otro de los temas del libro. El protagonista escribe porque no sabe quién es, escribe para saber quién es, escribe para atrapar el tiempo, del que no tiene una consciencia humana. Es siempre el mismo (un portero de unos cincuenta años, que no llama la atención) y es también uno distinto de acuerdo a su trabajo y al lugar donde vive. La función de la escritura, parece decirnos el libro, es la de configurar una interpretación del mundo, volverlo real, incluso con alguien de naturaleza sobrenatural como este.

También hay un costado político en el libro. Las fechas elegidas no son casuales, naturalmente: la Revolución Libertadora, la Dictadura, la crisis del 2001. Las épocas son vividas, sin embargo, con total credibilidad: solo algunos detalles acá y allá nos permiten comprender su tragedia. Es el contraste entre una figura que está fuera del mundo, lo que es decir: fuera de la historia, y el rumor creciente de la historia, lo que lo vuelve interesante. Hay una pareja huyendo de los militares, por ejemplo, refugiada en el hotel donde trabaja el vampiro, a la que observa sin comprender (somos nosotros, sus lectores, los que terminamos de completar el sentido). La historia ocupa, entonces, el lugar real que debería ocupar en cualquier novela: el telón de fondo del que solo percibimos sus latidos lejanos, que de alguna manera también moldean nuestra capacidad de percepción. Un vampiro para cada crisis argentina, parece decirnos el libro: el vampiro como un producto histórico de la crisis.

El conserje y la eternidad es una muestra de que el género goza de excelente salud en la literatura argentina, de que la vuelta de los viejos temas puede ser productiva y rica, de que una forma cuidada y con un gran oficio vuelve novedoso cualquier cliché.

 

 

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